Generic selectors
Exact matches only
Search in title
Search in content
Post Type Selectors

Contrainsurgencia y anticomunismo, instrumentos genocidas del capitalismo realmente existente
A propósito del Método Yakarta 1

Renán Vega Cantor

Investigador independiente

 
Se olvida con mucha frecuencia que el anticomunismo violento fue una fuerza mundial y que sus protagonistas trabajaban cruzando fronteras y aprendiendo de los éxitos y fracasos de otros lugares conforme su movimiento adquiría impulso y cosechaba victorias.
Vincent Bevins, El método Yakarta. La cruzada anticomunista y los asesinatos masivos que moldearon nuestro mundo, Capitán Swing, Madrid, 2021, p. 16.
 
Al borrar la ‘violencia fundadora’ del neoliberalismo, encarnada por las sangrientas dictaduras de América del Sur, cometemos un doble error político y teórico: nos centramos solo en la ‘violencia conservadora’ de la economía, de las instituciones, el derecho, la gubernamentalidad ‒experimentada por primera vez en el Chile de Pinochet‒ y presentamos al capital como un agente de modernización, como una potencia de innovación. Además, dejamos de lado la revolución mundial y su derrota, que son el origen y causa de la “mundialización” como respuesta global del capital.
Maurizio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución, 
Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2020, p. 10.
 
 
Los 50 años del golpe de Estado en Chile que derrocó a Salvador Allende son una ocasión propicia para analizar el papel de la contrainsurgencia y el anticomunismo en el triunfo del capitalismo realmente existente. Esto es bueno recordarlo porque desde hace más de treinta años se impuso el relato que el capitalismo había ganado por su superioridad intrínseca, por su eficiencia, eficacia y plasticidad para adaptarse a las más diversas circunstancias. Este relato tiene algunas variantes, puesto que la derecha y la extrema derecha, entre cuyos representantes más conocidos están Francis Fukuyama y Mario Vargas Llosa, afirman que el triunfo del mercado (como califican al capitalismo) es el fin de la historia y que eso es así porque el capitalismo es la máxima expresión de libertad que genera la “sociedad abierta”. 
En forma más sofisticada diversos teóricos de izquierda de Europa o de los Estados Unidos se han concentrado en las transformaciones internas del capitalismo de la segunda posguerra para descubrir el “nuevo espíritu del capitalismo” que se configuró desde finales de la década de 1960 y cobró fuerza en las dos décadas posteriores. Estas posturas tienen un fuerte tono eurocéntrico y una carga antihistórica y antipolítica en la medida en que no tienen en cuenta los procesos reales que se vivieron en lo que por entonces se llamaba el “Tercer Mundo”, en los que se libró una guerra que poco tuvo de fría y en donde, según el criminal de guerra Robert McNamara, murieron 42 millones de personas después de finalizada la II Guerra Mundial. El estudio del “nuevo espíritu del capitalismo”, el del neoliberalismo, disecciona sus características de funcionamiento en el ámbito de la gestión empresarial y la imposición de nuevas lógicas de mercado y de gobernabilidad. Sin embargo, 
La tradición de análisis que domina hoy, iniciada por Michael Foucault, ignora por completo la genealogía oscura, sucia y violenta del neoliberalismo, donde los torturadores militares se codean con los delincuentes de la teoría económica. El problema que esto plantea no es “moral” (la indignación con respecto al aniquilamiento armado de los procesos revolucionarios en América Latina) sino ante todo teórico y político. La gubernamentalidad, el empresario de sí mismo, la competencia, la libertad, la “racionalidad” del mercado, etc., todos estos bellos conceptos que Foucault encontró en los libros y que jamás cotejo con procesos políticos reales (¡una elección metodológica deliberada!) poseen un presupuesto que nunca se explícita y que, por el contrario, resulta cuidadosamente omitido: la subjetividad de los “gobernados” solo puede construirse en condiciones de una derrota, más o menos sangrienta, que haga pasar del estado de adversario político al de “vencido”2

Esos teóricos (entre los que, siguiendo la senda de Michael Foucault, están Luc Boltansky, Eve Chapello, Pierre Dardot y Cristian Laval). pacifican al capitalismo porque eliminan el factor fundamental que posibilitó su expansión: la victoria política militar sobre las clases subalternas. Esto es algo tan importante para el capitalismo como el valor, la moneda y la producción para el funcionamiento del sistema, o, mejor aún, sin el cual no podría funcionar. 

Un economista, que no era neoliberal, habló claro sobre los métodos en que se consolidó el capitalismo realmente existente. En efecto, el neokeynesiano Paul Samuelson fue invitado en 1980 a escribir un artículo imaginando el capitalismo del año 2000. En ese artículo aseguró que para entender ese futuro inmediato ni el modelo sueco ni el Estado de Bienestar de Europa occidental eran el espejo, sino lo que sucedía en América Latina. Al respecto, precisó: 

Generales y almirantes toman el poder. Exterminan a sus predecesores de izquierda, exilian a los opositores, encarcelan a los intelectuales disidentes, sofocan a los sindicatos, controlan la prensa y acallan toda actividad política. Pero, en esta variante del fascismo de mercado, los jefes militares se mantienen alejados de la economía. No planifican ni aceptan sobornos. Confían la totalidad de la economía a fanáticos religiosos, fanáticos cuya religión es el dejar hacer del mercado […] Entonces el reloj de la historia avanza hacia atrás. Se libera el mercado y se controla estrictamente la masa monetaria. Puesto que se han cortado los créditos de ayuda social, los trabajadores deben partirse el lomo o morir de hambre […] Como se ha dejado fuera de juego la libertad política, las desigualdades en los ingresos, en el consumo y en la riqueza tienden a acentuarse. 

Samuelson llamaba a esto “capitalismo fascista”, el cual se impuso y consolidó por la fuerza bruta de las dictaduras militares. Sin duda, señaló: “Si los Chicagos Boys y los generales chilenos no hubieran existido tendríamos que haberlos inventado como casos arquetípicos”4.

Samuelson, que no era un pensador de izquierda ni mucho menos, sintetizaba en su momento con bastante lucidez los rasgos de consolidación del capitalismo realmente existente, que no fueron producto de la acción automática del mercado, sino impuestos mediante una brutal represión. No hablaba de la gestión empresarial, la gubernamentalidad, la eficacia y transparencia del mercado, el capital humano ni de las tesis, más recientes, que sostienen que el capitalismo triunfó porque reconfiguró la siquis humana. Esa reconfiguración que generó el sujeto neoliberal, individualista, consumista, egoísta, hundido en la alineación virtual del Smartphone, no cayó del cielo, ni fue producto exclusivo de las “pacíficas fuerzas” que juegan limpio en la competencia capitalista, sino que previamente requirió de la eliminación violenta de las alternativas anticapitalistas que se bosquejaron en los treinta años posteriores al fin de la II Guerra Mundial.

La peor experiencia para el movimiento revolucionario mundial, totalmente desconocida por desgracia, se presentó en 1965 en un país asiático, Indonesia. Que la derecha mundial entendía lo que había sucedido allá a favor del capitalismo, quedaba claro en unos extraños anuncios que aparecieron en las calles de Santiago y otras ciudades chilenas hace 50 años, pocas semanas antes del 11 de septiembre de 1973: “Yakarta viene”, “Yakarta se acerca”, “Yakarta”, mediante las cuales en forma enigmática se anunciaba el golpe de Pinochet.

Antes de hablar del Método Yakarta, es necesario hacer algunas menciones sobre el anticomunismo impulsado por los Estados Unidos a nivel planetario después de 1945.

Anticomunismo genocida Made in USA

Estados Unidos ha sido y es el campeón mundial del anticomunismo, el cual surgió en su seno desde el mismo momento de la Revolución Rusa. Ese anticomunismo adquirió carta de ciudadanía mundial, Made in Usa, después del fin de la II Guerra Mundial. Los golpes de Estado, invasiones, ocupaciones de países, apoyo a dictaduras de extrema derecha que se presentaron después de 1945 se justificaron en el anticomunismo, el cual se convirtió en ese país en un imaginario de identidad política, interno e internacional. 

Uno de los hechos más tristemente célebres de las décadas de 1950 y 1960, antes de lo acontecido en Indonesia, fue el golpe contra el gobierno popular y democrático de Jacobo Arbens en 1954, urdido por la CIA, el Departamento de Estado y la empresa bananera United Fruit Company que impuso al dictador Carlos Castillo Armas. El embajador de Estados Unidos, John Peurifoy, entregó una lista de personas que debían ser asesinadas y el títere de turno procedió a asesinar de manera inmediata a unas 5000 personas, cuyo único delito era haber sido catalogadas de comunistas, entre los cuales se encontraban dirigentes sindicales, campesinos, activistas políticos y líderes sociales. Para rubricar su postración, Castillo Armas declaro el Día Nacional del Anticomunismo.

Otro hecho fundamental de la época, permeado por el anticomunismo, fue el golpe de Estado en Brasil contra el gobierno de Joao Goulard en 1964. En esa ocasión, Estados Unidos proporcionó tanques, municiones y aviones a los golpistas, aunque no fueran usados en ese momento porque el Congreso destituyó al gobierno legitimó y nombró en su lugar al general, proestadoundense y anticomunista declarado, Humberto Castelo Branco. El embajador de Estados Unidos en Brasil, Lincoln Gordon, protagonista directo en la organización y realización del golpe de Estado, afirmó en tono triunfalista que era “la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX”. El golpe se justificó con el argumento de que existía un plan comunista para tomarse el país. El anticomunismo de Estados Unidos encontró un terreno fértil, porque “Brasil tenía su propia y muy asentada tradición anticomunista, levantada a lo largo de cinco siglos de miedo a los negros, a los pobres, a los violentos y a los marginados”. (p. 165).

El anticomunismo se convirtió en el faro ideológico que guió la política internacional de los Estados Unidos durante toda la Guerra Fría. Su influencia criminal y genocida está comprobada documentalmente en 23 países, entre ellos Colombia, como lo muestra el mapa adjunto. El anticomunismo fue pretexto y justificación del genocidio en Indonesia, en 1965, un crimen contra la humanidad hoy completamente olvidado.

Estados Unidos ha sido y es el campeón mundial del anticomunismo, el cual surgió en su seno desde el mismo momento de la Revolución Rusa. Ese anticomunismo adquirió carta de ciudadanía mundial, Made in Usa, después del fin de la II Guerra Mundial. Los golpes de Estado, invasiones, ocupaciones de países, apoyo a dictaduras de extrema derecha que se presentaron después de 1945 se justificaron en el anticomunismo, el cual se convirtió en ese país en un imaginario de identidad política, interno e internacional. 

En síntesis, el anticomunismo se convirtió en “una tabula rasa subjetiva, a costa de miles de muertos, la que hizo que los experimentos neoliberales pudieran implantarse y que los ‘vencidos’ quedaran ‘disponibles’ para un imposible devenir empresario de sí mismo”5.

El método Yakarta: un genocidio capitalista, doblemente exitoso

En la década de 1960, Indonesia era uno de los países más importantes del mundo en términos de movilización social y política anticapitalista. Se independizo de Holanda apenas terminó la II Guerra Mundial y emprendió su propio camino, como se plasmó en la Conferencia de Bandung de 1955, sede de “la primera conferencia intercontinental de las personas de color en la historia de la humanidad”. En su discurso inaugural, su líder Ahmed Sukarno denunció el colonialismo, el racismo y se declaró partidario de la lucha por la paz mundial. Proclamó un nacionalismo revolucionario basado en la lucha anticolonial y la búsqueda de justicia social, algo diferente al nacionalismo fascista que se basa en la pretendida superioridad étnica, racial y lingüística. 

Ahmed Sukarno era un político nacionalista, con una notable apertura mental y política que en 1926 había escrito un artículo titulado Nacionalismo, Islam y marxismo. La Indonesia de las décadas de 1950 y la primera mitad de la década de 1960 era uno de los lugares más cosmopolitas del mundo en términos políticos y Sukarno era un notable dirigente tercermundista. 

Indonesia, con 105 millones de habitantes, era el cuarto país más poblado del orbe, contaba con un poderoso Partido Comunista [PKI], que tenía un gran arraigo entre la población, con tres millones de afiliados, y sus organizaciones juveniles, campesinas, obreras y civiles influían en cerca de veinte millones de habitantes. Publicaba periódicos diarios y revistas teóricas y culturales e importantes sectores de la clase media y de la intelectualidad hacían parte de diversos órganos de ese partido. Era una organización que apoyaba abiertamente el nacionalismo de Sukarno y contaba con una gran base electoral a lo largo y ancho de las islas que forman el territorio de Indonesia. 

Esa fuerza política no era bien vista por el imperialismo estadounidense que, desde la década de 1950, realizó repetidos intentos de generar una guerra civil interna de la que pudiera salir ganando. Para darse cuenta de la importancia que Estados Unidos le confería a Indonesia, a principios de la década de 1960 sus ideólogos sostenían que era más significativo que Vietnam. Teniendo en cuenta la notable politización de importantes sectores de la población de Indonesia, Estados Unidos emprendió un programa secreto para derrocar a Sukarno e imponer un régimen títere e incondicional. El sector escogido fue el de algunos militares de alto y medio rango que fueron llevados a estudiar a los Estados Unidos, concretamente a Kansas, donde se les adoctrinó en un anticomunismo rabioso y militante y, con dadivas y adulaciones, se les mostraron las virtudes del “mundo libre” y por qué era necesario eliminar a todos los que eran considerados como comunistas o sus aliados. Al respecto, Richard Nixon afirmó en 1956 que un “gobierno democrático no era lo mejor para Indonesia”, porque “los comunistas podrán no ser derrotados en las campañas electorales dada su buena organización” (citado p. 99).

La influencia de Washington en el ejército de Indonesia la evidencian estas cifras sobre el número de militares que se formaban en Estados Unidos: en 1954, 10; en 1959, 41; 1961, más de 1000. A jóvenes de la clase media se le concedía becas para que fueran a estudiar a Estados Unidos, donde se les moldeaba ideológica y culturalmente en las ideas modernizadoras y anticomunistas del mundo libre. 

En 1965, Estados Unidos le quitó cualquier apoyo económico al gobierno de Sukarno, pero en secreto siguió financiando a las fuerzas armadas, que ya eran incondicionales, anticomunistas y pro-occidentales. 

La maniobra para derrocar a Sukarno e iniciar el genocidio de los comunistas se venía fraguando desde hacía algunos años y consistía en organizar un supuesto golpe de Estado de los comunistas ‒que no tenían armas ni grupos guerrilleros‒. En un documento secreto el embajador de Pakistán en Paris informaba a su gobierno, en 1964, que las agencias secretas de Estados Unidos y Gran Bretaña estaban organizando un “golpe comunista prematuro” y las potencias de la OTAN consideraban que Indonesia “estaba lista para caer en el regazo de Occidente como una manzana podrida” (citado p. 187).

Y en efecto eso fue lo que se produjo al pie de la letra. Así, el 30 de septiembre de 1965 se presentó una sublevación militar de dudoso origen en la que fueron ejecutados cinco altos generales del Ejército. Este hecho fue utilizado como el pretexto por parte de la alta oficialidad para organizar un golpe militar, cuyo principal objetivo contrainsurgente ‒sustentado en el más primario anticomunismo‒ era eliminar físicamente a todos los seres humanos que hubieran tenido algo que ver, de manera directa o indirecta con el PKI. Realizaron una campaña genocida de exterminio que se extendió entre el 1 de octubre de 1965 y finales de enero de 1966. En ese lapso de seis meses fueron asesinados, léase bien, por lo menos un millón de personas, según los cálculos más conservadores, y según los más realistas tres millones de hombres y mujeres de todas las edades a los que se les endilgó el crimen imperdonable de ser comunistas. El embajador de Estados Unidos en Yakarta afirmó en pleno clímax del genocidio que se debía “difundir el relato de la culpabilidad, la traición y la brutalidad del PKI (este esfuerzo prioritario es tal vez la asistencia inmediata más necesaria que podemos ofrecer al Ejército, si encontramos vías para llevarlo a cabo sin que se identifique como una actuación exclusiva o fundamentalmente estadounidense)”. Y remató diciendo en esa tétrica comunicación del 5 de octubre de 1965: “El Ejército ahora tiene la ocasión de actuar contra el Partido Comunista si se mueve con velocidad […] Es ahora o nunca” (citado pp. 202-203).

 
Librerías del PKI atacadas por paramilitares.

Los militares formados en Estados Unidos empezaron la caza sistemática de los comunistas, bajo el lema que planteó uno de ellos: “Los del PKI son kafir [infieles] ¡Los destruiré hasta la raíz! Si encontráis en la aldea a miembros del PKI y no los matáis, ¡seréis a vosotros a los que castigaremos!” (citado p. 203). Las masacres eran instigadas y organizadas por los militares y grupos civiles de paramilitares que iniciaron la caza de todos los que eran señalados de ser comunistas. Grupos de musulmanes de extrema derecha participaron en el genocidio, en el que también se asesinó a miembros de la minoría china.

La Operación Aniquilación, perpetrada a sangre fría y con premeditación contra los militantes del PKI y sus bases de influencia, y planeada y respaldada por Estados Unidos, se hizo “hasta la raíz”. Estas dos palabras fueron el “estribillo público y constante del programa de asesinatos en masa” (p. 204).

El embajador de Estados Unidos sugería, con su lógica criminalmente contrainsurgente: “la represión militar del PKI no tendrá éxito, a menos que se decida atacar el comunismo como tal” Y con cinismo agregaba: “por mi parte no tengo más que un creciente respeto por su determinación y su capacidad de organización para llevar a cabo esta tarea fundamental” [p.206]. Cuando este criminal, consciente y confeso, decía que se debía atacar al comunismo como tal lo que estaba diciendo es que se debían asesinar a los campesinos, indígenas, estudiantes, trabajadores, intelectuales, profesores, mujeres… que formaban las estructuras militantes, grandes y dinámicas, del PKI, incluyendo a todas las organizaciones gremiales, sociales, políticas, culturales y económicas sobre las que tuviera influencia. Eso era limpiar de raíz y Estados Unidos no solo lo aprobaba, sino que se regocijaba con que eso estuviera sucediendo. 

La agencia de la CIA en Indonesia en colaboración con la Embajada de Estados preparó listas de miles de personas catalogadas de comunistas que deberían ser asesinadas por el Ejército y luego tachadas de la lista. Uno de los funcionarios de la Embajada, de nombre Robert Marteens, que organizó y suministro ese listado diría años después: “Probablemente tenga mucha sangre en las manos, pero eso no es tan malo” (citado p. 208).

A medida que avanzaba la masacre, Estados Unidos les dejó claro a los genocidas que la condición para que se reanudara la asistencia económica eran varias: la eliminación absoluta del PKI y sus militantes, el derrocamiento de Sukarno y la adopción de los planes del FMI y Estados Unidos para Indonesia. 

Jóvenes comunistas detenidos en 1965, antes de ser conducidos al matadero.

El genocidio de Indonesia tiene unos componentes de sadismo que no tiene nada que envidiarle a lo que hicieron los nazis en la II Guerra Mundial. En Bali, por ejemplo, fueron asesinados unas 80 mil personas, el 5% de todos sus habitantes. Allí: “Fueron ejecutados, asesinados uno a uno, en apenas unos meses, por su afiliación a un partido político desarmado que había sido completamente legal y mayoritario unas semanas antes”. Para rubricar el genocidio, en las paradisíacas playas “después se levantó el primer hotel para turistas en esa misma playa, Seminyak, que había sido utilizado de campo de exterminio” (p. 220).

A comienzos de enero de 1966, cuando ya se había consumado el genocidio, el embajador de los Estados Unidos hacia un balance aprobatorio de esos crímenes:

Con antelación al 1 de octubre de 1965, Indonesia era a todos los efectos un país asiático, comunista […]
Los acontecimientos de los últimos meses han tenido tres efectos fundamentales en las estructuras de poder y la política de Indonesia:
1 El PKI ha dejado de ser, en el futuro previsible, un elemento de poder relevante. La acción efectiva del Ejército y sus aliados musulmanes ha trastocado por completo el aparato organizativo del Partido. La mayoría de los miembros del Politburó y del Comité Central han sido asesinados o detenidos y las estimaciones del número de miembros del partido muertos se elevan a varios cientos de miles.

Luego señalaba las acciones inmediatas que realizaría Estados Unidos:

1. Asegurar que nuestras acciones y declaraciones no sirven en modo alguno para apuntalar a Sukarno y sus secuaces. […]
F. Sin una implicación directa, proporcionar los acuerdos entre el gobierno de Indonesia y las petroleras estadounidenses […]
H. Dentro de los límites de la prudencia, ofrecer asesoramiento y asistencia públicos o encubiertos a grupos anticomunistas responsables y competentes para actividades que merezcan la pena (citado pp. 220-221, énfasis nuestro).

Actividades que merezcan la pena quería decir apoyar todos los crímenes, torturas y desapariciones de comunistas y eso fue lo que se hizo. La aniquilación fue completa, porque fueron asesinados los miembros del PKI y aquellos que tenían alguna relación o vinculo, familiar, político e ideológico con ellos. Las masacres fueron realizadas por el Ejército y sus paramilitares. Hubo escaza resistencia, porque el PKI jamás concibió una represión de tal naturaleza y no estaba preparado para enfrentarla.

Lo del exterminio de raíz no fue una sola metáfora, porque aparte de que se eliminó físicamente a los comunistas, mote en el que entraban todos aquellos que lucharan por mejorar algún aspecto de la sociedad indonesia, se persiguió a sus descendientes, a los que también se mató para evitar que se reprodujera el “germen comunista”. 

Además, hasta el día de hoy está prohibido en Indonesia cualquier organización comunista, marxista, nacionalista de izquierda y a todos ellos, empezando por el PKI, se les condena en un museo anticomunista, erigido a los militares del 30 de septiembre, en donde se enseña a los visitantes la perfidia de los comunistas y el heroísmo de los militares de Indonesia. 

En el sentido común de los indonesios, el anticomunismo genocida caló tan fuerte que los asesinos se regodean con los crímenes cometidos y recuerdan con placer el número de personas que asesinaron.

Hombres y niños fueron obligados a cavar sus propias tumbas, antes de ser masacrados por los militares de Indonesia.

La participación de Estados Unidos se dio en varios planos: por parte de su alto gobierno y sus funcionarios de la Embajada, a través de la CIA y los propietarios de fincas de nacionalidad estadounidense proporcionaron listas de los trabajadores sindicalizados y militantes del PKI que debían ser ejecutados.

En resumen, “Estados Unidos comparte la responsabilidad de cada muerte. Washington formó parte en la operación en cada una de sus fases, empezando mucho antes de que se iniciaran las masacres y hasta que el último cadáver cayó al suelo y el último preso político salió de la cárcel, décadas más tarde, torturado, con cicatrices y desconcertado”. (p. 228).

Un historiador de Estados Unidos, John Roosa sintetizó lo que había alcanzado Estados Unidos con el genocidio de Indonesia: “Casi de la noche a la mañana, el Gobierno Indonesio pasó de ser una voz acérrima de la neutralidad en la Guerra Fría y el antiimperialismo, a un socio silencioso y obediente del orden mundial estadounidense” (citado p. 230).

La prensa internacional y los servicios diplomáticos de los países capitalistas permanecieron callados o avalaron los crímenes, sencillamente porque, como lo resumió un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos “Mientras fueran comunistas, a nadie le importaba que los masacraran” (citado p. 231).

El país fue invadido por las multinacionales y los políticos de Estados Unidos y de Europa alababan el “milagro” de Indonesia al que colocaban como ejemplo de éxito económico, un país que fue literalmente tomado por la “mafia de Berkeley”, un grupo de economistas de la universidad de California que eran los consejeros y asesores del dictador Suharto. 

En Indonesia el anticomunismo dejó una estela de sangre, intolerancia y brutalidad que se mantiene hasta el presente:

En Indonesia ser comunista te marca de por vida con la enseña del mal, y a menudo se considera que es algo que se transfiere a la descendencia, como si fuera una deformación genética. Los hijos de las personas acusados de comunistas fueron torturados o asesinados. Algunas mujeres fueron perseguidas simplemente por fundar un orfanato para los hijos de los comunistas caídos. Un empresario indonesio cercano a Washington advertía a los altos cargos estadounidenses, años después de los asesinatos, de que era necesario un Ejército fuerte porque la descendencia de los comunistas estaba creciendo. (p. 391).

Todavía se encuentran en Indonesia unos diez millones de descendientes directos de los comunistas que fueron masacrados en 1965 y viven en la pobreza absoluta, en completo aislamiento social y sometidos al estigma de que son culpables porque sus padres o abuelos fueron asesinados, cuando su única culpa era haber militado en un partido y en sus organizaciones que declarado como un enemigo a exterminar por los Estados Unidos y los militares que adoctrinó en el odio genocida en sus escuelas anticomunistas de Kansas. 

Existe en Yakarta un museo de la “traición comunista” en el cual se dice que los comunistas eran un grupo que merecía ser exterminado. Por supuesto no existe ninguna referencia al millón de comunistas asesinados. Y ese Museo, donde se rinde culto al anticomunismo y al terrorismo de Estado patrocinado por los Estados Unidos, se cierra con un gran cartel en donde se puede leer: “Gracias por observar algunos de los dioramas sobre el salvajismo llevado a cabo por el Partido Comunista Indonesio. No permitiremos que algo así suceda de nuevo” (citado p. 368). 

Así, nos encontramos con un segundo crimen, el de la memoria, porque a los comunistas de Indonesia no solo se les mató físicamente, sino que se les asesinado simbólicamente y borrado de la historia, como si no hubieran existido, no hubieran sido coparticipes en la lucha de liberación nacional contra el dominio holandés, no hubiera contribuido a que alguna vez Indonesia fuera reconocida como una capital cosmopolita de las luchas de liberación nacional. En su lugar, los genocidas son héroes y salvadores del país, el cual feriaron a Estados Unidos, cuyo resultado es la pobreza abyecta, la desigualdad extrema y la venta de las riquezas naturales, como lo patentiza el hecho de que las selvas de Indonesia sean arrasadas por las grandes transnacionales del mundo occidental. No sorprende que el exitoso anticomunismo de Indonesia haya convertido a ese país en el tercer productor mundial de gases de efecto invernadero, generados por los grandes incendios que arrasan sus selvas y bosques tropicales, y cuyo objetivo principal es limpiar las selvas de plantas, animales e indígenas, para que sean tomadas por los empresarios capitalistas, que las siembran con productos destructivos de exportación, entre los cuales sobresale la palma aceitera. No podía ser de otra forma, si se recuerda que el dictador Made in USA, Mohamed Suharto, se mantuvo en el poder hasta 1998, atesoró una riqueza personal de 18 mil millones de dólares y repartió el país como un ponqué a sus amigos y a las transnacionales, principalmente de los Estados Unidos.

Exportación del método Yakarta

Lo sucedido en Indonesia se convirtió en un método exitoso para la derecha mundial y para los intereses del capitalismo realmente existente ‒encabezado por el hegemon imperialista‒ al corroborar que el aplastamiento de las luchas de los pueblos y de las clases subalternas requería una combinación de anticomunismo visceral con la contrainsurgencia asesina, sin importar los costos humanos que eso tuviera.

Un militante comunista es atacado por civiles y militares.

No se crea que lo de Indonesia fue un hecho aislado o localizado solamente en Asia. Fue un triunfo fundamental para el capitalismo, porque significó la destrucción del tercer partido comunista más grande del mundo, la caída del fundador del movimiento tercermundista, la instauración de una brutal dictadura anticomunista regida por un asesino al servido de Washington (Suharto) que permaneció en el poder hasta 1998. Lo de Indonesia fue un tsunami político que alcanzó a todos los rincones del planeta, a mediano y largo plazo: “A largo plazo, la forma de la economía internacional cambió para siempre. La magnitud de la victoria anticomunista y la despiadada eficacia del método empleado inspiraron programas de exterminio que tomaron el nombre de la capital indonesia. Pero antes, aquella enorme ola de sangre conllevo consecuencias inmediatas al impactar en las orillas de todo el mundo”. (p. 233)

En América Latina en varios países tuvo un efecto palpable el genocidio de Indonesia. En Brasil se llevó a cabo una “Operación Yakarta” destinada a exterminar físicamente a los que eran catalogados de comunistas. En Chile, la extrema derecha y el dictador escogido conocían lo sucedido en Indonesia y por eso empezaron a anunciar “Yakarta viene”… y llegó el 11 de septiembre de 1973 para instaurar una tenebrosa dictadura contrainsurgente y anticomunista durante 17 años y cuyos efectos todavía son palpables en ese país. Un oficial del Ejército chileno había dicho en 1973, poco antes del golpe, “Basta con que apliquemos el Plan Yakarta, Matamos unos diez o veinte mil y esto se acaba. Todo. Toda la resistencia” (citado pp. 289-290). En Argentina, la última dictadura militar [1976-1983] aplicó el Método Yakarta a la perfección, a partir de un enunciado central que replicaba lo sucedido en Indonesia, tal y como lo formuló siniestramente el militar y abogado Américo Saint Jean al decir: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos” (citado, p. 311).

Yakarta “Significaba asesinatos en masa anticomunistas. Significaba el exterminio organizado de civiles que se oponían a la construcción de regímenes autoritarios capitalistas leales a los Estados Unidos. Significaba desapariciones forzosas y terrorismo de Estado impenitente. Y sería utilizado a lo largo y ancho de América Latina en las siguientes décadas”. (p. 290).

Yakarta había pasado en pocos meses de ser una ciudad cosmopolita, solidaria con las luchas del tercer mundo y la justicia social, a ser sinónimo de asesinatos, genocidio, anticomunismo, torturas, desapariciones forzadas y postración ante los Estados Unidos.

La influencia del genocidio de comunistas en Indonesia es directa y evidente por lo menos en 11 países del mundo en que regímenes proclives a Estados Unidos llamaron de alguna forma a sus operaciones de exterminio con los nombres de Yakarta o Indonesia. El último de que se tiene información es Sri Lanka. Allí, desde la década de 1980 se aplicó la “solución Indonesia”, que “consistía en asesinar y hacer desaparecer a todo hombre joven que pudiera al JVP [Sigla en tamil del Frente de Liberación Popular]”. Desde luego, Estados Unidos respaldo esa masacre de miles de seres humanos, con la lógica criminal de que siempre que se maten comunistas se debe mirar para otro lado. 

Ahora, el anticomunismo militante reaparece en Estados Unidos, en la Unión Europea, en México, Argentina, Chile, Perú, Colombia… para defender al capitalismo realmente existente, con sus miserias, injusticias y desigualdades, y para condenar de antemano cualquier lucha reivindicativa de los pueblos y las clases subalternas. Esto quiere decir que en pleno siglo XXI, el Método Yakarta, con su estela de sangre, odio y horror, sigue siendo uno de los soportes del capitalismo realmente existente y del genocidio en marcha a nivel planetario, siempre con el incondicional apoyo de los sicarios de Washington, ataviados con impolutos guantes blancos.

Ahora, el anticomunismo militante reaparece en Estados Unidos, en la Unión Europea, en México, Argentina, Chile, Perú, Colombia… para defender al capitalismo realmente existente, con sus miserias, injusticias y desigualdades, y para condenar de antemano cualquier lucha reivindicativa de los pueblos y las clases subalternas. Esto quiere decir que en pleno siglo XXI, el Método Yakarta, con su estela de sangre, odio y horror, sigue siendo uno de los soportes del capitalismo realmente existente y del genocidio en marcha a nivel planetario, siempre con el incondicional apoyo de los sicarios de Washington, ataviados con impolutos guantes blancos.

1  Este texto es un comentario libre del libro de Vincent Bevins, El método Yakarta. La cruzada anticomunista y los asesinatos masivos que moldearon nuestro mundo, Capitán Swing, Madrid, 2021, 492 páginas. 

2  Maurizio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2020, pp. 20-21.

 Ver: Luc Boltanski y Éve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Madrid, 2002; Pierre Dardot y Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad liberal, Gedisa, Barcelona, 2013.

 Citado en Grégoire Chamayou, La sociedad ingobernable. Una genealogía del neoliberalismo autoritario, Akal, Madrid, 2022, pp. 351-352.

 M. Lazzarato, op. cit., p. 21

.

   Recomendados