
Francisco Javier Toloza
Docente Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia
Como ya se torna habitual, el presidente Petro removió el cotarro político nacional con su propuesta de proceso constituyente. Inmediatamente cerraron las filas contra la iniciativa los habituales gendarmes del régimen político de 1991, y no de forma fortuita ya que lo han usufructuado más que nadie: uribistas, santistas y gaviristas rasgaron sus vestiduras acusando al jefe de Estado de delirios dictatoriales, mientras buena parte de la coalición de gobierno, que sigue anclando la dimensión política a la institucionalidad existente, guardó silencio, tomó distancia disimulada o hizo una defensa impresentable, enrostrando a la oposición que no podían criticar la idea de Petro porque Uribe también la había propuesto.
De fondo se presencian dos crisis haciendo metástasis: por una parte, la del régimen político que no logra resolver sus contradicciones que se intentaron conjurar con la elección del mismo Petro y, de otra, la ausencia de formación y pensamiento estratégico de un país político aún encallado en métodos, lógicas y arenas de disputa del pasado, como si no hubiese presenciado repetidamente el estallido del constituyente primario como factor relevante del escenario de lucha de clases a nivel nacional y global en la última década. Sea pues la oportunidad de discurrir en estas líneas sobre la nueva (re)invocación del poder soberano, como salida a la crisis hegemónica, pero enmarcado en una concreción histórica particular que incluye la de un gobierno progresista de coalición y la apuesta de la denominada paz total.
En primer lugar, debemos comprender el ascenso del gobierno del Pacto Histórico simultáneamente como expresión y búsqueda de paliativo a la crisis hegemónica del régimen de dominación en Colombia. La decadencia hegemónica se manifiesta inicialmente con las fricciones de bloque de poder respecto al pasado proceso de negociación de La Habana y el alineamiento internacional dentro de un imperio norteamericano en declive, aunque ya traía de atrás el fracaso de la salida autoritaria del uribismo, así como la potenciación de males endémicos del sistema electoral o del modelo neoliberal constitucionalizado en 1991. El estallido social hace más evidente esta crisis hegemónica, lo que, aunado a la fractura dentro del bloque dominante sobre si enfrentar a Petro o intentar domesticarlo, coadyuva en su triunfo electoral de 2022. Sin dicha deriva de una oligarquía particularmente resistente a los cambios sería impensable el ascenso relativamente pacífico de Petro, pero, sin duda, también juega una operación desesperada del establecimiento por hacer de este gobierno la “explosión controlada” del incontrolable estallido social y, por tanto, mantener la rebeldía dentro de los marcos establecidos del régimen actual.
Es aquí donde se decanta un rasgo inicial del presente periodo: el petrismo como alternativa a la crisis del régimen, dentro del mismo régimen, y en buena proporción como alternativa del mismo régimen. No obstante, surge entonces la primera contradicción determinante del proceso constituyente iniciado: dado el hermetismo inherente al régimen político colombiano que conserva rasgos antidemocráticos esenciales, cualquier apertura no controlada por las élites adquiere potencial demoledor y de ruptura del régimen. En este orden de ideas, el intento de reformas de Petro que podían ser salvavidas en la actual crisis hegemónica, enmarcables todas ellas dentro del capitalismo y la democracia liberal, podrían implicar un efecto dominó de transfiguración de factores esenciales del régimen existente.
La reforma agraria, la supresión del conflicto interno, la garantía efectiva de derechos sociales por la vía de políticas públicas, para solo enunciar algunos aspectos, implicaría transformaciones sustantivas de la correlación de fuerzas dentro de la lucha de clases, dado el factor determinante en el bloque de poder del latifundio ocioso, el mercenarismo contrainsurgente, el complejo militar económico o las facciones del sector financiero que se lucran con derechos sociales. Ello explica la reacción sistémica del poder constituido contra la posibilidad de estos cambios básicos tolerables para otros ordenamientos sociales incluso en Nuestra América, pero que en Colombia significaría una desestructuración de capiteles de la hegemonía. Presenciamos otra versión de la ya acaecida con el potencial transformador del Acuerdo de Paz de La Habana de 2016 tempranamente amputado por el poder constituido, ante el craso error de la Mesa de abalanzarlo en un fast track legislativo.
Llegando al ecuador de su mandato el experimento Petro no solo ha desnudado la contradicción de que, pese a querer salvar o realizar el régimen de 1991, sus propuestas lo dinamitan, sino que los espacios institucionales creados por esta constitución impiden cualquier cambio. El ejercicio práctico de la Carta Magna construyó su propio modelo de “irreformabilidad” de lo esencial, que había creado la conservadora Constitución de 1886. El bloqueo institucional del régimen contra las apuestas reformistas de Petro lo ha enfrentado con los límites del poder constituido y lo obliga a recurrir al poder constituyente para poder refrendar parcialmente sus promesas de campaña. Se han develado los límites de una victoria electoral dentro de las “reglas del juego” del régimen, diseñadas de antemano para perennizar el statu quo.
La contradicción Gobierno del Pacto Histórico-Régimen Político Colombiano ha llegado a su cénit. Queda clara la imposibilidad de avanzar en las reformas básicas planteadas, así como en otras de suma urgencia dentro de las actuales vías del poder constituido. El dilema para Petro se resuelve no arriando sus promesas de campaña, sino haciendo el llamado al poder constituyente para el replanteamiento de formas y contenidos del régimen, más allá de sus intenciones y alcances. De fondo, hay una autocrítica sotto voce de quienes sacralizaron el 91 y pontificaron por tres décadas que solo bastaba aplicar la Constitución a pie juntillas, cuando en verdad se subestimaban los dispositivos de mantenimiento del orden hegemónico en ella introducidos, así como las sucesivas reformas regresivas que sí fueron aprobadas justamente a través de estos mecanismos enrevesados y poco transparentes.
Proceso, movimiento y asamblea constituyentes
En la Mesa de Diálogos de La Habana las entonces FARC-EP plantearon la propuesta de un proceso constituyente abierto, que incluía, pero no se acotaba a una Asamblea Nacional Constituyente. Tal intención quedó plasmada tanto en su documento de 50 aniversario como en las Propuestas Mínimas y las Salvedades del punto de Participación Política. Para los ideólogos del Estado colombiano, como Sergio Jaramillo y Enrique Santos Calderón, era inaceptable un modelo constitucional distinto al que hábilmente las elites insuflaron en medio del colapso parcial del régimen frentenacionalista a finales de la década del 80 del siglo pasado y tempranamente impusieron su posición en la Mesa y en la institucionalidad del régimen, sometiendo la paz a un poder constituido configurado para no permitir los cambios. Los resultados saltan a la vista y, no de forma gratuita, el presidente Petro incluye dentro de los ejes del proceso constituyente la gran deuda normativa para cumplir a destiempo el viejo Acuerdo de Paz.
Pero este antecedente permite diferenciar entre un proceso constituyente –como una fase histórica de lucha política desde abajo que termina transformando el ordenamiento jurídico– de una Asamblea Nacional Constituyente –que es una instancia específica de transformación normativa que podría ser parte de un proceso constituyente (como en Bolivia), pero también ser un mero instrumento de gatopardismo como en 1991, cuando no de bonapartismo como lo fue la célebre ANAC de Rojas Pinilla–. Lamentablemente la base del Pacto Histórico no parece hacer con claridad esta distinción y por ello el debate versa sobre quiénes pueden ser mayorías en la ANC, mas no sobre el desarrollo mismo del proceso invocado por el presidente.
En estricto sentido, nuestro país ha presenciado en la última década un proceso constituyente doblemente abortado. En primera instancia, el avance del proceso de paz que desbordaba el orden constitucional de 1991, pero que fue sometido a su poder constituido dando al traste con el tránsito exitoso al fin del componente armado del conflicto y encorsetando sus desarrollos en un régimen que había sido genitor de la misma confrontación. En segunda instancia, el estallido social en dos tiempos 2019-2021 no fue una cosa distinta que una rebelión popular contra y por fuera del orden establecido, más allá de los niveles de conciencia estratégicos particulares de sus protagonistas. Este poder constituyente fue atrapado por los conductos institucionales del régimen existente, limitando su potencial transformador justamente dentro de los marcos normativos del antidemocrático sistema político y generando los resultados ya conocidos de impotencia y frustración de las reformas.
Es de subrayar que el carácter constituyente de un proceso no se da por su enunciación primigenia, sino por su irrupción desde la exterioridad al poder constituido tanto en sujetos como en procedimientos y programa. Es una discusión baladí la que pretende separar actuales procesos de movilización y poder social del impulso presidencial del proceso constituyente nacional. Difícilmente los artesanos franceses que tomaron La Bastilla en 1789 tenían en su cabeza el proyecto constitucional de 1793, o el levantamiento urbano del Caracazo preveía en 1989 la constitución venezolana que habría de promulgarse una década después, pero ambos acontecimientos estuvieron enmarcados en estos procesos históricos.
Ante la sucesiva castración del poder constituyente por los defensores del ancien régime en Colombia, es importante que el proceso constituyente en ciernes –constituyente UN, constituyente cafetera, cabildos abiertos, movimientos sociales, etc.– derive en un movimiento constituyente que aúne los múltiples ejercicios de democracia desde abajo y enrute los esfuerzos hacia un proceso de transformación política que inexorablemente implica la ruptura de los marcos del actual régimen político. Un movimiento constituyente más que un aparato o estructura implica la identidad de rumbo histórico, pero surgido desde los territorios y sectores sociales, logrando que el poder constituyente desarrolle atributos claves para ser alternativa frente al poder constituido: i) Poder destituyente, o capacidad reivindicativa inmediata; ii) Gérmenes de nuevo poder, entendido este como una praxis diferenciada en forma y fondo de ejercicio del poder, que se revierta en bienestar para las mayorías; iii) Desarrollos organizativos básicos acordes a nuevas realidades culturales, generacionales y éticas, que sustenten y fortalezcan los anteriores puntos, y iv) Construcción programática alternativa que permita sistematizar, renovar y crear los principales marcos de las políticas estatales en un nuevo gobierno dentro de un nuevo régimen político.
La contradicción Gobierno del Pacto Histórico-Régimen Político Colombiano ha llegado a su cénit. Queda clara la imposibilidad de avanzar en las reformas básicas planteadas, así como en otras de suma urgencia dentro de las actuales vías del poder constituido. El dilema para Petro se resuelve no arriando sus promesas de campaña, sino haciendo el llamado al poder constituyente para el replanteamiento de formas y contenidos del régimen, más allá de sus intenciones y alcances. De fondo, hay una autocrítica sotto voce de quienes sacralizaron el 91 y pontificaron por tres décadas que solo bastaba aplicar la Constitución a pie juntillas, cuando en verdad se subestimaban los dispositivos de mantenimiento del orden hegemónico en ella introducidos, así como las sucesivas reformas regresivas que sí fueron aprobadas justamente a través de estos mecanismos enrevesados y poco transparentes.

Mentirillas santanderistas
Hecha la claridad de que se vive en Colombia un momento constituyente, generado al mismo tiempo por el carácter irreformable del régimen vigente y por su incapacidad de darle solución a las sentidas demandas sociales, y estando definido que el fantasma de la ANC que tanto preocupa al poder constituido1 solo puede darse en el marco de un proceso constituyente, es hora también de desvirtuar una serie de leyendas santanderistas que pretenden ocultar que justamente las transformaciones constitucionales en Colombia han pasado por la obvia ruptura del orden jurídico existente.
La leyenda rosa de la “séptima papeleta” no debería desconocer que en virtud del Artículo 13 del Plebiscito de 1957 –vigente hasta 1991– el único mecanismo legal para la reforma constitucional era el trámite de actos legislativos por el Congreso. Gracias a este sello del Pacto de Sitges, el bipartidismo garantizaba la no alteración de su orden jurídico por fuera de sus instancias, lo que a la postre hizo que la Corte Suprema de Justicia hundiera el amago constituyente de 1977 y el plebiscito de 1988, pero que avalara la consulta en 1990 cuando la crisis del viejo régimen frentenacionalista había hecho metástasis y sectores fundamentales del establecimiento habían avanzado hacia un nuevo acuerdo nacional, que, pese a su ampliación, mantenía la exclusión de un sector de las insurgencias revolucionarias.
Otro tanto podría decirse del mismo Plebiscito de 1957, que convirtió por acto de birlibirloque jurídico un acuerdo de patriarcas bipartidistas en un mecanismo de participación popular y de reforma constitucional, inexistente en la vetusta carta de 1886. Todo ello a punta de decreto ley, con golpe de Estado de por medio y cierre del parlamento durante casi una década. No fue el ajuste normativo ni la coherencia jurisprudencial las que le abrieron el paso al antidemocrático régimen del Frente Nacional, sino el consenso de las fuerzas vivas del bloque hegemónico.
Todos los opinadores mediáticos del régimen y no pocos incautos han salido con la manida cita del artículo 376 de la Constitución Política como una especie de sortilegio legal que impidiera el proceso constituyente. Su impedimento está menos en la constitución de papel que definiera Lasalle y más en la apropiación masiva y desde abajo de la pertinencia de romper el molde constitucional de 1991. Los temas enunciados por Petro son apenas algunos de los que debe empezar a abordar el proceso constituyente como real salida a la crisis nacional.
Convergencias inherentes y necesarias
De forma diferenciada, pero no inconexa, el Gobierno Petro ha abierto diversos frentes de disputa con la esencia del régimen político vigente. Poco importa su conciencia de ello, o su intención, pero son conflictos y banderas que se hallan entrelazados de forma tal que su resolución solo podrá darse a plenitud de manera conjunta.
El proceso constituyente como impugnación del poder constituido solo es posible en el marco simultáneo de la consolidación de la política de paz total, y viceversa. La culminación de la etapa actual del conflicto social armado en nuestro país incluye la solución política de la rebelión –vieja y nueva–, así como el desmantelamiento del orden contrainsurgente. Más allá de los instrumentos normativos específicos, el avance en ambos flancos implica la desestructuración de factores reales de poder reacios al cambio y la expansión del campo político, en la construcción de un nuevo régimen político que requerirá un nuevo marco constitucional. De igual manera La Habana demostró que seguir insistiendo que la paz del siglo XXI cabe en la Constitución neoliberal solo prolonga la guerra y raya en la perfidia.
De igual manera, la inconformidad social en diversas conflictividades existentes (universidades, servicios públicos, derecho a la salud, por enunciar algunas) chocará más temprano que tarde con las dos murallas del régimen: la excesiva normatización neoliberal y autoritaria y el filtro del poder constituido, para que sea un constituyente derivado, de espaldas al poder constituyente, el único mecanismo para dar solución a sus problemáticas. El proceso constituyente planteado será posible únicamente si justamente estas comunidades, o expresiones del pueblo soberano, desde abajo, ejercen su poder y sustentan el cambio de régimen y de ordenamiento constitucional. Ambas dinámicas solo podrán satisfacer sus objetivos conjuntamente.
Ante la sucesiva castración del poder constituyente por los defensores del ancien régime en Colombia, es importante que el proceso constituyente en ciernes –constituyente UN, constituyente cafetera, cabildos abiertos, movimientos sociales, etc.– derive en un movimiento constituyente que aúne los múltiples ejercicios de democracia desde abajo y enrute los esfuerzos hacia un proceso de transformación política que inexorablemente implica la ruptura de los marcos del actual régimen político. Un movimiento constituyente más que un aparato o estructura implica la identidad de rumbo histórico, pero surgido desde los territorios y sectores sociales, logrando que el poder constituyente desarrolle atributos claves para ser alternativa frente al poder constituido.
Es obvio que los calendarios políticos y electorales influyen en los procesos históricos, pero la ventana de oportunidad que se abre con el agotamiento de opciones del gobierno progresista dentro del régimen implica una lucha convergente que podría reactivar acumulados constituyentes castrados en una perspectiva que, si bien comprende, supera el 2026, así como incluye, pero no se restringe a una nueva modalidad de Asamblea Constituyente desde abajo. Para quienes solo ven la política en las urnas, incluso la continuidad electoral de la actual coalición de gobierno ya ha quedado prendada del impulso del poder constituyente y la concreción de la paz total dentro de dicho proceso.
1 https://revistaizquierda.com/a-proposito-de-la-constituyente-vuelve-el-fantasma/
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