Hugo Moldiz Mercado
Intelectual e investigador boliviano
Después de que el 19 de octubre se decida en las urnas, en una inédita segunda vuelta desde la aprobación de la Constitución Política del Estado en 2009, cuál de los dos candidatos a la presidencia ‒Rodrigo Paz Pereira, del PDC, o Jorge “Tuto” Quiroga, de Alianza Libre‒ asumirá la conducción del Estado Plurinacional a partir del próximo 8 de noviembre, tres preguntas, entre varias que surgirán al momento del balance, serán inevitables: ¿es la izquierda o el progresismo responsable de la derrota? ¿Es Luis Arce, el presidente saliente, o Evo Morales el principal causante de la victoria política y electoral de la derecha? ¿La derrota es de dimensiones tácticas o estratégicas? ¿Existe la amenaza de la instalación de una o dos formas de excepción de tendencia fascistoide?
Las respuestas iniciales, con escasa reflexión todavía, saldrán desde las reducidas trincheras mentales con las que se encarararon las distintas coyunturas políticas a lo largo del periodo noviembre 2020-noviembre 2025, en un contexto de implosión social y político que, no hay duda, fue alimentado y desarrollado por la embajada de los Estados Unidos en Bolivia. Las acusaciones, descalificaciones, victimizaciones y lamentos ayudarán poco a identificar las causas objetivas de lo que pasó. La guerra interna continuará y la disputa por “controlar” los movimientos sociales, débiles y coptables, será durísima. Las miradas cortas levantarán el dedo acusador contra Luis Arce, cuyo gobierno fue obstaculizado durante cinco años por el amplio espectro de la derecha y por una facción del campo nacional-popular, a través de acciones legislativas y de hecho. Ello no quita, sin embargo, como ocurre en la realidad concreta, que muchas de esas acciones se hayan montado sobre errores y decisiones tácticas equivocadas del propio gobierno. Los de mirada más larga, que es lo que se necesita, encontrarán este desenlace amargo en las causas estructurales que acompañaron al proceso más profundo de la historia de Bolivia visto desde los intereses de clases subalternas. Entre ellas, la de ser una revolución parcialmente política que desde 2010 se estancó y no se radicalizó hacia convertirse en una revolución social que removiera los cimientos del capitalismo.
Entre un balance que se desprende de la ira y la frustración, difícil de soslayar, hasta otro reposado y útil para volver a empezar, transcurrirá un determinado tiempo político. Pasar de un momento de pasión improductiva hasta otro momento adecuado, cargado de optimismo y objetividad para el balance serio, producto de la crítica y la autocrítica, requerirá un tiempo necesario al cabo del cual se generarán condiciones subjetivas, pues las objetivas saldrán de las medidas antipopulares y antinacionales que tomará la derecha en el gobierno, para aportar elementos al rearme de las clases subalternas en su resistencia y lucha que, para ser emancipadora, debe ser obligatoriamente anticapitalista, antimperialista, anticolonial y antipatriarcal.
Una advertencia previa antes de continuar con el texto: la imposibilidad material de esperar hasta el 19 de octubre impide contar con una caracterización más precisa del gobierno que asumirá en Bolivia a partir del 8 de noviembre.
Después de dos décadas
Lo cierto es que la derecha, después de 20 años y un golpe de Estado en 2019, que fuera derrotado en un año por la fuerza del pueblo, ocupará el Órgano Ejecutivo, el centro formal e institucional desde donde se gobernará en función de los intereses de la burguesía hegemónica cualquiera que sea el ganador de la segunda vuelta. Tanto uno como otro candidato, en el fondo de sus concepciones y prácticas de clase, rechazan lo realizado durante el llamado Proceso de Cambio y no encuentran en el Estado Plurinacional la forma de organización jurídico-política más adecuada para defender y proyectar sus intereses de clase.
Por eso se hace necesario definir los rasgos centrales o el carácter del gobierno que vaya a surgir del acto electoral del 19 de octubre y de su posesión el 8 de noviembre. Pero mucho más importante, estratégicamente hablando, es caracterizar el momento político en el cual se desarrollará la lucha de clases tras la derrota registrada, que trasciende lo electoral. Es más, lo que ocurrió en las elecciones de agosto, en las que las candidaturas del progresismo ‒dos en papeleta y una fuera de ella‒ fue, para muchos, la crónica de una muerte anunciada. La izquierda, como tal, no estuvo presente en las elecciones pasadas, pero no por la ausencia de la facción “evista”, cada vez más nacionalista y conservadora, sino por el carácter marginal que las organizaciones han tenido desde inicio del Proceso de Cambio
El resultado electoral de agosto pasado, en la que los tres primeros lugares fueron ocupados por los partidos de la derecha, se dio en un contexto de profunda división de la izquierda y el progresismo, lo que ya expresaba una determinada consecuencia de la crisis política del Proceso de Cambio. Todos los votos por el progresismo y la izquierda ‒siendo amplios en el empleo del concepto izquierda‒ no pasaron del 31,55 %, aún asignando a la facción del expresidente Evo Morales el total de los votos nulos (19,87 %). La hipótesis de que todo el progresismo junto habría ganado las elecciones de agosto parte más de una sensación de angustia que de una objetiva lectura política. En efecto, si el bloque popular hubiera participado con una sola candidatura, la derecha habría concurrido igualmente con un solo candidato o, incluso, con varios en la primera vuelta, para luego unificarse en la segunda alrededor de la consigna de que se vayan los masistas. El rechazo a la continuidad de un gobierno del MAS se convirtió en un sentido común en gran parte de la población, incluso en sectores rurales.
Resulta difícil reconocer y asumir que Bolivia está ingresando en una coyuntura política en la que se ha reinstalado con fuerza el sentido común de que el capitalismo constituye la mejor forma de organización económica y política para materializar los sueños de la gente, especialmente la creencia de que el éxito individual depende de la capacidad de sacrificio de quienes buscan alcanzar sus metas. De ahí que, en bastiones populares como la ciudad de El Alto, en La Paz, y el Plan Tres Mil, en Santa Cruz, hayan cobrado fuerza lemas como “capitalismo para todos” y “país de propietarios”.
Después de que el 19 de octubre se decida en las urnas, en una inédita segunda vuelta desde la aprobación de la Constitución Política del Estado en 2009, cuál de los dos candidatos a la presidencia ‒Rodrigo Paz Pereira, del PDC, o Jorge “Tuto” Quiroga, de Alianza Libre‒ asumirá la conducción del Estado Plurinacional a partir del próximo 8 de noviembre, tres preguntas, entre varias que surgirán al momento del balance, serán inevitables: ¿es la izquierda o el progresismo responsable de la derrota? ¿Es Luis Arce, el presidente saliente, o Evo Morales el principal causante de la victoria política y electoral de la derecha? ¿La derrota es de dimensiones tácticas o estratégicas? ¿Existe la amenaza de la instalación de una o dos formas de excepción de tendencia fascistoide?
Sobre la base de esa victoria ideológica, que ya marca el retroceso al cual llegó el Proceso de Cambio, pueden identificarse causas coyunturales y estructurales más profundas. Las medidas programáticas y políticas que adopte el gobierno de derecha serán, en un inicio, bien recibidas por la mayoría de la población, lo que ya refleja el carácter regresivo frente a todo lo realizado desde 2006 hasta 2025. Bolivia ha ingresado en un momento de contrarrevolución, previo incluso a las elecciones generales de agosto, cuya duración e intensidad resultan difíciles de predecir.
Lo que señalamos es que el carácter de la coyuntura es reaccionario. En materia económica se recurrirá a la vieja, aunque nunca desechada, receta neoliberal del ajuste estructural que, como muestra la experiencia boliviana del período 1985-2005, desmantelará y transnacionalizará las empresas del Estado, lanzará a cientos de miles de trabajadores al asfixiante abrazo del desempleo, reducirá la inversión pública destinada a los servicios de salud y educación, y abandonará la atención a las ciudades intermedias y zonas rurales. Las consignas lanzadas por la facción de Evo Morales ‒según las cuales Luis Arce ha sido el peor presidente de la historia de Bolivia y su gestión se caracteriza por el desastre económico y la corrupción‒ fueron recogidas con entusiasmo por la derecha, que las amplió para descalificar todo el Proceso de Cambio desde enero de 2006. De la guerra interna no salió ganadora ninguna de las facciones en pugna: la vencedora fue la derecha. Sobre la base del descrédito ante la población, especialmente en las zonas urbanas que ya cuentan con la mayor concentración demográfica, la derecha no necesitó mucho esfuerzo para instalar en el imaginario colectivo la idea de que todo fue un engaño y que la izquierda fracasó.
En materia internacional, se anulará la autonomía estratégica que el Estado Plurinacional había obtenido respecto de los Estados Unidos, país al que ya se le rinde tributo. Ambos candidatos se disputan el escenario mediático para demostrar que cuentan con el respaldo del imperialismo, tras su visita a ese país. Sin embargo, es probable que, por razones pragmáticas, no se rompan las relaciones bilaterales con China y Rusia, lo que no implica permanecer en los BRICS. Se hará causa común con otros gobiernos de derecha de la región para relativizar el papel de la CELAC y aumentar la importancia de la OEA, y no cabe duda de que se abandonará el ALBA. En otras palabras, la política exterior hacia América Latina y el Caribe será la que Estados Unidos le dicte al gobierno, lo que además implica legitimar la guerra multidimensional que se despliega contra las revoluciones venezolana, cubana y nicaragüense.
Los dos candidatos no se han diferenciado en lo esencial frente a dos hechos de magnitud internacional: el genocidio perpetrado por Israel contra el pueblo palestino y la multifacética agresión que la administración Trump despliega contra la República Bolivariana de Venezuela, bajo el pretexto, resucitado desde la administración Nixon y fortalecido con Reagan, de la “guerra contra las drogas”. Uno de ellos, heredero del expresidente Jaime Paz Zamora, no ha realizado ninguna declaración de condena ni de crítica a las acciones sionistas. El segundo, más vinculado con la política de Israel, tampoco se pronunció sobre lo ocurrido en Oriente Medio, aunque sí respaldó las acciones de EE. UU. contra Venezuela. Por tanto, es previsible que cualquiera de los dos, al asumir la presidencia, rompa al menos relaciones con Venezuela, mantenga en suspenso una medida similar respecto de Cuba, restablezca la presencia de la embajada de Israel ‒con la que el gobierno de Arce rompió relaciones bilaterales‒ y reduzca o cancele la representación de la República Islámica de Irán.
Tampoco cabe duda de que el presidente de derecha restablecerá de inmediato las relaciones bilaterales con el gobierno de los Estados Unidos al más alto nivel y que los funcionarios de la avenida Arce tendrán las puertas abiertas en el Palacio Quemado, además de volver a norteamericanizar la política de seguridad y defensa de Bolivia.
La magnitud de la derrota
Una primera aproximación es encarar la respuesta a la pregunta de si la derrota tiene una magnitud táctica, cuya recuperación será en el corto plazo, o si, por el contrario, más bien es de alcance estratégico. La hipótesis de que es táctica y además temporal se fundamenta en dos criterios de orígenes distintos: de un lado, los que sostienen que la fuerza del voto nulo de agosto pasado es la base de la cual partir para trabajar en la base social rural y de determinadas capas urbanas en la reconstitución, bajo el liderazgo del expresidente Morales, del bloque indígena-popular. De otra parte, están los que presuponen que las bases de una nueva insurgencia indígena popular se ubicarán en los efectos negativos que de inmediato provocará la aplicación de medidas de ajuste estructural que la derecha tiene preparadas. Ambas lecturas se fundamentan en la acumulación de lo social y en lo que está sucediendo en Argentina y Ecuador. El resultado será la victoria en las elecciones subnacionales (gobernación y alcaldías) de marzo de 2026.
Lo que subyace en ambas posiciones que otorgan un carácter táctico a la derrota electoral pasada es el criterio de que la derecha no ha logrado modificar el sistema de creencias instalado por el Proceso de Cambio en cerca de dos décadas y que los valores y principios consagrados en la Constitución Política del Estado serán los diques de contención de la ofensiva reaccionaria, primero, y de triunfo popular, después.
Una segunda aproximación es más bien pensar la derrota electoral como el resultado de la acumulación de otras derrotas previas. De esta manera la derrota tendría un componente estratégico. Esto querría decir que lo que ha terminado de cerrarse en agosto es la derrota experimentada en octubre-noviembre de 2019, cuando un golpe de Estado -con la complicidad de la Unión Europea y de los Estados Unidos, y el respaldo social significativo de fracciones, principalmente urbanas, de la pequeña burguesía-, se impuso ante un debilitado bloque indígena-popular en el gobierno. El gobierno de entonces no ofreció mayor resistencia al golpe de Estado y no se trasladó a la zona central del Chapare para seguir ejerciendo sus funciones, al menos temporalmente, en una suerte de expresión de doble poder.
El golpe de Estado, que el bloque de derecha estaba preparando un mes antes de la realización de las elecciones generales con una consigna: fraude y desobediencia civil si ganaba el MAS con Evo Morales, se impuso con rapidez debido a una errónea táctica del gobierno o como manifestación de que no había fuerza social suficiente para resistir y derrotar al proyecto golpista. La constatación de que el pueblo no se estaba movilizando en la magnitud que se necesitaba para derrotar el proyecto de derecha y del imperialismo norteamericano evidenció que el Proceso de Cambio había pasado de la ralentización al ocaso. Por lo demás, la derecha le sacó ventaja a una revolución que por no radicalizarse se empezó a debilitar progresivamente.
Ya en el momento que triunfa el golpe de Estado la pregunta consistía en saber si el gobierno de facto era un pequeño paréntesis dentro del Proceso de Cambio, o si más bien este proceso de transformación, a la larga relativo, era solo un paréntesis dentro de la larga historia de dominación y explotación colonial y capitalista (Moldiz 2020). A pesar de la recuperación del gobierno en noviembre de 2020, tras una contundente victoria electoral en agosto del mismo año, una suma de varios factores mostraba el ocaso de la denominada Revolución Democrática y Cultural: el bloque indígena originario campesino daba señales de división a pocos meses de instalado el gobierno del MAS, cuyos orígenes hay que rastrearlos en las diferencias que se presentaron sobre cómo terminó el gobierno en 2019 y al tipo de resistencia que había que ofrecer al gobierno de facto. Empero, el triunfo electoral de noviembre de 2020 impidió que las profundas contradicciones en el campo nacional-popular, particularmente en el MAS, afloraran con fuerza.
Ya antes de cumplirse el primer semestre de 2021 no era posible ocultar el alto grado de tensiones dentro del MAS y los movimientos sociales. La historia, siempre cruda, como nos advirtiera Marx, demostró que se puede recuperar el gobierno, aun con una victoria contundente en el campo electoral, pero otra cosa es recuperar la potencia de un Proceso de Cambio. Hay un cúmulo de hechos objetivos que han confirmado que haber recuperado la democracia y el gobierno entre agosto y noviembre de 2020 no ha significado la recuperación del Proceso de Cambio ni mucho menos haber elevado la Revolución Democrática y Cultural a un nivel superior. La estrategia imperialista de provocar una implosión en el MAS y las organizaciones sociales dio resultado. La autodestrucción funcionó (Moldiz, 2024).
Por tanto, el resultado de las elecciones generales de agosto de este año es consecuencia de la derrota estratégica del campo nacional-popular, acumulada desde 2010. Vaya paradoja: pocos meses después de un contundente triunfo electoral en 2009, muy por encima de lo registrado en diciembre de 2005. Esto demuestra que no toda victoria en las urnas equivale a una victoria política. Las razones de esa desaceleración radican en la separación entre el gobierno y los movimientos sociales, así como en la reducción de las organizaciones sociales a un papel simbólico, y no protagónico, como el que desempeñaron en el período 2003-2009, antes y después de la histórica victoria electoral de 2005. Las elecciones de 2014 no modificaron esta tendencia; por el contrario, se acentuó después de que, en 2017, el gobierno beneficiara con varias medidas a la agroindustria, la fracción hegemónica y poderosa de la burguesía boliviana. La derrota de agosto de este año es resultado de la división y la guerra interna dentro del campo nacional-popular y del MAS, y debido a las debilidades e indecisiones del gobierno para derrotar el bloqueo legislativo y social que terminó asfixiándolo permanentemente. No ha existido en la historia boliviana, desde el repliegue de los militares a los cuarteles en 1982, un gobierno sometido a una implacable guerra híbrida como el de Luis Arce. El presidente Hernán Siles Suazo de la Unidad Democrática Popular (UDP) se vio obligado a adelantar un año las elecciones generales, en un contexto de hiperinflación, que es la forma como se reveló la crisis estatal.
En términos teóricos toda crisis política general puede devenir en revolución de las clases subalternas o en la escalada a una forma superior de contrarrevolución. Si se tiene en cuenta la situación de falta de credibilidad del progresismo y la izquierda en la Bolivia, la situación de derrota del campo nacional-popular que masivamente se ha volcado a respaldar a uno de los candidatos de la derecha, lo más probable es que la salida a una crisis política general sea por un proyecto de más derecha, lo cual implica un Estado de excepción como ya ocurre en el Ecuador de Noboa. Estamos hablando, por tanto, de la activación de un sistema de represión y proscripción de partidos, sindicatos y dirigentes sociales y políticos.
La recuperación del gobierno en 2020 ‒vaya paradoja‒ estuvo acompañada de riesgos aún mayores que los enfrentados antes y después del golpe de Estado de 2019. La amenaza de fragmentación que se vislumbraba tras la derrota del gobierno de facto se fue convirtiendo en una dolorosa realidad, producto de la temprana electoralización que buscaba definir al candidato presidencial para las elecciones generales y de la negativa de la vieja cúpula dirigencial de las principales organizaciones sociales a ser relevada por una nueva capa de actores durante el período de resistencia al gobierno de facto.
De la derrota a la crisis política general
Pero la derrota del MAS y del campo nacional-popular puede conducir a un escenario aún más adverso. Lo que se vislumbra es la probabilidad de tensiones y conflictos derivados de la incapacidad de la derecha para resolver la crisis económica en el corto plazo y de su dificultad para asegurar una gobernabilidad política estable, tanto en el ámbito de la superestructura política como en la propia sociedad civil. Una táctica de la derecha centrada en “apretar” al progresismo y a la izquierda desde el inicio puede convertirse, al mismo tiempo, en un boomerang. La combinación de una mayor crisis económica ‒producida por el “capitalismo para todos” y por la lógica del “país de los propietarios”‒ con una crisis política derivada de los problemas internos de la derecha en la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) y de las tensiones en el plano social puede dar paso a una crisis política general. La gente puede no querer ahora nada que huela a “masismo” o a izquierda, pero eso no implica que reciba con los brazos abiertos las medidas antipopulares.
De hecho, ya se perciben rasgos de una evolución hacia una crisis política general: la pérdida de confianza en el sistema de partidos y de representación; la percepción ciudadana de que ninguno de los órganos del Estado ‒que sustituyen el concepto de poderes‒ goza de credibilidad, y las dudas respecto de las medidas que se adopten para atenuar la percepción de crisis económica construida durante el último año y medio. Si las medidas para resolver la escasez de dólares, el desabastecimiento de combustibles y la inflación implican que la factura la paguen los pobres, la crisis política, como efecto de la situación económica, se profundizará.
La forma que adopte esa excepción dependerá de quién se erija como presidente y gobierno en la segunda vuelta del próximo 19 de octubre, del grado de importancia que Estados Unidos le asigne a Bolivia y del tipo de resistencia o asimilación que asuma el campo nacional-popular. De un lado, está la amenaza de la instalación de una democracia de excepción (Moldiz, 2021); de otro, el desarrollo de una experiencia con rasgos bonapartistas que finalmente podría inclinarse hacia una mayor derechización. Como puede advertirse, ese proceso de marcado autoritarismo y de restricciones a la propia democracia liberal representativa se asentará en los brazos represivos del Estado y, lo más delicado, podría contar con el apoyo de sectores sociales políticamente atrasados.
Referencias bibliográficas
Moldiz, Hugo (2021), la democracia de excepción y la democracia emancipadora, la disputa estratégica, México, Partido del Trabajo.
Moldiz, Hugo (2024). “Bolivia: ¿sigue viva la revolución política? Fuego cruzado contra Luis Arce”. En Gobiernos progresistas en América Latina. Colombia: Espacio Crítico Ediciones y Gentes del Común.
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