
Benedetto Vecchi
Periodista italiano
En el movimiento entre la continuidad y la discontinuidad históricas, muchos han planteado tesis arriesgadas y provocadoras, muchas veces encaminadas a rearticular esa flecha del tiempo que va del pasado al presente, creando las condiciones para el futuro. La hizo el mesianismo marxista de Ernst Bloch o, por el contrario, las muchas tecnoutopías que han funcionado como virus del cuerpo social para erradicarla. Walter Benjamin, en su filosofía de la historia, señala en cambio en el historicismo y en el freno de la continuidad y la discontinuidad los rasgos distintivos de una socialdemocracia que ya a principios del siglo XX renunció a subvertir el presente, aplazando el futuro a un tiempo indefinido, a pesar de una evolución sin cualidades de un presente de explotación y opresión.
Sin embargo, si el objeto de la disputa es el capitalismo, su forma de ser, su tendencia a revolucionar continuamente las relaciones sociales de producción, a mantener inalterada la apropiación violenta de la plusvalía, es decir, a perpetuar el régimen de explotación del trabajo vivo, el cuadro llega a ser un poco menos seguro incluso que el planteado como hipótesis por el Angelus Novus de Walter Benjamin. Por lo tanto, hay muchas áreas oscuras, pero también muchos elementos de claridad que, sin embargo, tienen la capacidad de hacer que la imagen general de las cosas en el campo sea esquiva en lugar de exhaustiva.
Un ejercicio mental podría ser considerar 1973 como un punto de inflexión en el capitalismo. La crisis energética, la crisis de la sobreproducción, una politización radical del conflicto social y de clases que cuestionaba la democracia formal, el agotamiento del motor de la producción en masa fordista. La globalización, dicen ahora los historiadores, comienza allí. Las teorías y prácticas político-económicas keynesianas son así enviadas a la trituradora, reemplazadas por dispositivos, perfeccionados con el tiempo, calificados de liberales. Ha habido un intento de estrechar radicalmente los espacios de la democracia y la organización política como alternativa al capitalismo.
Las revoluciones reaccionarias
La implosión y explosión del socialismo real debe considerarse una verdadera guinda del pastel para los liberales. Habiendo limpiado el campo de los últimos residuos del siglo XX, las relaciones de poder y clase pueden así modificarse para el propio uso y consumo. Lo que se ha manifestado es una verdadera revolución de matriz conservadora, reaccionaria (una contrarrevolución, sería mejor precisar).
Años más tarde, en su doloroso análisis del realismo capitalista, el académico Mark Fisher solo puede ver la formación de un moloch elusivo que niega la posibilidad en el origen de cambiar el capitalismo, ahora considerado como un fenómeno natural tanto como las mareas. Las tesis de Fisher, que expresan la dolorosa constatación de la soledad del pensamiento crítico anglosajón de matriz hegeliano-marxista, son sin embargo internas a una lógica de derrota que asigna al capital un poder casi sobrenatural para moldear vidas, sociedades, subjetividades. El trabajo vivo, en Fisher, es tan inmutable como el capital. Un error de perspectiva teórica y política de no poca importancia, el de Fisher. La tensión y polaridad entre continuidad y discontinuidad podría entenderse mejor si el punto de vista, la observación, el análisis fueran precisamente desde las transformaciones iniciadas por el conflicto de clase.
La necesidad de una subversión del presente estaba, en todo caso, inscrita en la curva cerrada de la década de 1970, tanto a nivel local como global, hasta el punto de que Immanuel Wallerstein escribió sobre 1968 precisamente como el prolegómeno de una revolución mundial en ciernes. Hablar, por tanto, de la obra que cambia, significa retomar los hilos de ese conflicto, desenredarlo, consignarlo, cuando sea necesario, a los archivos históricos e intentar identificar qué sucedió.
Numerosos estudiosos han subrayado reiteradamente la indispensable contribución de las tecnologías de la información a la reorganización de la producción, en su capacidad de convertirse en una herramienta de coordinación de un proceso de trabajo, desmontado pieza a pieza y convertido en una sucesión de fragmentos dispersos por el globo, unidos entre sí por ordenadores y una red –la actual internet– elevada a infraestructura tecnológica y organizativa central en el régimen de acumulación capitalista.
Se ensambla así un polvo productivo, solidificado por un sistema de máquinas que condiciona los modos de uso que harán de él la fuerza de trabajo dentro de rígidos códigos de compatibilidad económica y política. Gilbert Simondon escribirá correctamente sobre una dimensión psicosocial ineludible de la tecnología en el capitalismo maduro. Pero si ésta fuera la única novedad, el análisis seguiría privilegiando la continuidad.
Fragmentaciones
Lo que sucede dentro de los talleres de producción es algo más corrosivo, desestabilizador. Karl Marx había planteado, en los Grundrisse, el general intellect, el conocimiento como fuerza productiva, como parte del cuestionamiento capitalista a la teoría del valor trabajo. Esto es lo que pasó. El intelecto general del Moro era sustancialmente el conocimiento técnico-científico, mientras que en el mundo contemporáneo es apropiado hablar de conocimiento en general, es decir, el conocimiento formal (científico y por lo tanto codificado institucionalmente, académicamente) y el que se deriva de la experiencia, el aprendizaje, el intercambio cotidiano de conocimientos; la información y la elaboración personal, que dan acceso al saber individual y al mismo tiempo al acto colectivo, porque compartir implica relacionamiento, poner y elaborar en común esa misma experiencia de saber.
En cuatro décadas, sin embargo, ha sido la clase la que se ha desestructurado, fragmentado, no sin encontrar correspondencias, asonancias, compartiendo desde un mismo trabajo vivo porque es preparatorio para la superación de un entorno social asfixiante e inhibidor (de la creatividad, de la experimentación), homogeneidad conductual, de estilos de vida de las figuras obreras consolidadas del siglo XX. La clase, precisamente porque pone en juego saberes, relaciones, afectos, saberes tácitos o técnico-científicos, se desvincula por tanto del léxico político de la reivindicación del salario o de la jornada o de la salud, de los ritmos del proceso productivo para apalancar la afirmación sobre el derecho al reconocimiento de estilos de vida, formas de ser.
La relación entre capital y trabajo está así marcada por un indiscutible principio de identificación y de políticas de control de la indisponibilidad de las empresas a los procesos de masificación.
Relevantes son, en medio del milenio, los temas de propiedad intelectual, derechos de autor, patentes, marcas registradas. Para el capital significa salvaguardar ese proceso de expolio, de apropiación privada del saber en común, pero también definir un decálogo de lo lícito y lo ilícito por parte del trabajo vivo en cuanto a la lealtad a la empresa.
La historia lo macera todo. La crisis ha vuelto a trastornar y barajar las cartas, las finanzas han cumplido su cometido de suplir muchos límites del régimen de acumulación. Todo parece desmoronarse. La globalización parece cosa del pasado, mientras que el retorno a lo nacional se presenta como el tránsito obligado hacia un sistema de propiedad manejable y menos telúrico que el gran desorden global. La subjetividad cambia, y continúa cambiando, incluido ese principio de individuación en la base de la composición social (y política) proteica del trabajo vivo.
Para el trabajo vivo, en cambio, la ruptura de los códigos propietarios de la propiedad intelectual alude a procesos apreciados y, por lo tanto, siempre incompletos de autosuperación. La lista es larga de cuestiones que están a años luz de las propias -asépticas, abstractas- de la producción de riqueza. La retórica posmoderna sobre las diferencias, sobre las identidades plurales, débil, pero en todo caso adaptable a la realidad, es el viscoso catálogo del reconocimiento -Hegel en su salsa más reaccionaria- que aún destacan hoya la entrada de muchas universidades, que entretanto se han convertido en fábricas. del conocimiento, es decir, empresas productivas como General Motors.
Multitudes
Para los movimientos sociales, esto es un problema. Muchas veces con desprecio del peligro, casi siempre indiferente a los problemas encontrados, se ha hecho un mal uso del concepto de multitud. De poco han servido las invitaciones al rigor analítico por parte de quienes han medido su potencial para analizar una posible alternativa política a la imperante soberanía nacional y a la construcción de un pueblo orgánico que se arrope bajo el manto del monopolio de la decisión política. En cambio, la multitud ha sido reducida a una categoría sociológica, a una imagen refleja de una fragmentación de clases sociales. No es sólo un problema de distancia entre una concepción correcta y justa y su banalización, sino la renuncia a desatar un nudo -cómo desarrollar una organización política propia de la multitud- en nombre de una retórica decididamente impolítica. Más que organización, muchas prácticas sociales de sindicalismo o insurgencia social han perseguido sueños de un poder destituyente capaz de resistir cualquier proceso de cooptación por parte del poder establecido.
La historia, sin embargo, lo macera todo. La crisis ha vuelto a trastornar y barajar las cartas, las finanzas han cumplido su cometido de suplir muchos límites del régimen de acumulación. Todo parece desmoronarse. La globalización parece cosa del pasado, mientras que el retorno a lo nacional se presenta como el tránsito obligado hacia un sistema de propiedad manejable y menos telúrico que el gran desorden global. La subjetividad cambia, y continúa cambiando, incluido ese principio de individuación en la base de la composición social (y política) proteica del trabajo vivo.
Finalmente, existe un proceso complementario de desvalorización del trabajo humano y la necesidad, en cambio, de potenciar la capacidad de innovación de la cooperación social. Como resultado último de las distopías tecnológicas surge una reducción del tamaño de lo humano respecto de lo maquínico. Sin máquinas, sin dosis masivas de silicio, sin inteligencia artificial, sostenido a ambos lados del Atlántico y el Pacífico, el capitalismo estaría destinado a una lenta pero imparable decadencia. A un estancamiento secular, donde la pobreza, el desempleo, la indigencia serían los amos.
Pasos arriesgados
Para las multitudes hambrientas, la renta básica es el viático que debe acompañar el tránsito de una perspectiva humana a una dimensión transhumana, donde las máquinas tienen el cetro del nuevo Príncipe. Ya sea Mark Zuckeberg, Bill Gates, Tim Cook o el buen Musk que quieren impuestos sobre los robots o un gravamen fiscal que penalice ligeramente las ganancias para gestionar una transición larga y peligrosa entre humanos y posthumanos, no importa. El caso es que hablar de trabajo que cambia es aceptar la irrelevancia asignada a la inteligencia humana, los tiempos muertos de respuesta del cuerpo humano a la necesidad de cálculos rápidos y complejos destinados a gestionar el conocimiento, el Big Data, los expertos en sistemas. Esto no borra las jerarquías, ni la creación de espacios de trabajo vivo donde operan líneas de color, género, estilos de vida, de sedentarismo y movilidad que definen las relaciones de sujeción al mando corporativo. En efecto, lo que está en juego es precisamente la capacidad de recomponer no una síntesis, terrenos de coalición, de compartir, de reciprocidad, en fin, una cultura política de clase para las cuencas del trabajo vivo.
Es inútil ocultar las dificultades. No hace falta decir que organizar todo esto puede parecer una misión imposible. Pero es quizás el único laboratorio teórico y político que vale la pena abrir. En este aniversario marxista ‒han pasado doscientos años desde el nacimiento del Moro (el texto es de 2018)‒ se han escrito y afirmado muchas cosas. La única que aún asoma, pero falta, es la más sencilla: interpretar la realidad para cambiarla. Este enfoque es el gran ausente.
1 Traducción revisada del texto publicado en la página Euronomade el 10 de enero de 2023, que corresponde al originalmente aparecido en Alias el 7 de enero de 2023, con ocasión del bicentenario del nacimiento de Marx.
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