Jairo Estrada Álvarez
Profesor del Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia
El inicio del cese al fuego bilateral y temporal de carácter nacional entre el Gobierno de Gustavo Petro y el Ejército de Liberación Nacional a partir de las cero horas del 3 de agosto del año en curso, junto con la instalación ‒el mismo día‒ del Comité Nacional de Participación, son sin duda muy buenas noticias del reciente acontecer nacional, cuando este se concibe bajo la idea de que uno de los más importantes propósitos de sectores mayoritarios de la sociedad colombiana consiste en continuar el camino de la superación definitiva de la violencia y el conflicto social armado.
El cese al fuego bilateral y temporal con el ELN
En la trasescena de esos hechos hay varios aspectos que merecen ser destacados: Primero, se ha dado un paso significativo a comprender en dos sentidos. Por una parte, se proveen condiciones para el desescalamiento del conflicto y el mejoramiento de las condiciones de la vida cotidiana de las poblaciones que de manera directa se ven afectadas por la persistencia de la confrontación armada, que pueden extenderse en el tiempo si las partes cumplen el conjunto de disposiciones diseñadas para regular el cese bilateral pactado, y, en general, si el proceso sigue registrando avances en los otros puntos de la agenda de diálogos y negociaciones. Por otra parte, se avanza en el proceso de configuración de una derrota de aquellos sectores del poder constituido que han convertido la prolongación de la guerra en el eje de su política, desde el cual además acrecentar su riqueza, han reproducido y ampliado la dominación de clase en diferentes ámbitos, niveles y escalas. Debe recordarse que el cese al fuego que se ha acordado, representa en sentido estricto la continuidad de un proceso interrumpido abruptamente durante el gobierno de Iván Duque, cuyas consecuencias estamos viviendo en el presente. Asimismo, que en la “estrategia de paz” del gobierno de Juan Manuel Santos se descartó la posibilidad de adelantar una salida integral al conflicto social armado, propuesta por sectores de la sociedad bajo la idea de “dos mesas, un proceso”. Solo tras el cierre del proceso con las FARC-EP, ya en el último año de su mandato, Santos quiso “mover” la agenda con el ELN y pactar a la carrera un cese al fuego.
El inicio del cese al fuego bilateral y temporal de carácter nacional entre el Gobierno de Gustavo Petro y el Ejército de Liberación Nacional a partir de las cero horas del 3 de agosto del año en curso, junto con la instalación ‒el mismo día‒ del Comité Nacional de Participación, son sin duda muy buenas noticias del reciente acontecer nacional, cuando este se concibe bajo la idea de que uno de los más importantes propósitos de sectores mayoritarios de la sociedad colombiana consiste en continuar el camino de la superación definitiva de la violencia y el conflicto social armado.
El cese al fuego con el ELN se desenvolverá en el contexto enrarecido y difuso propio de las reconfiguraciones más recientes de la violencia y el conflicto armado, heredadas algunas de ellas del gobierno de Duque, las cuales le imponen mayores compromisos al Gobierno como responsable constitucional del orden público. Desde luego que el ELN ha asumido el compromiso de responder por lo que le corresponde. El cese al fuego es bilateral y se refiere a la confrontación militar de esa guerrilla con el Estado colombiano; no compromete aquellas acciones que puedan involucrar otros grupos armados, que a juicio de esa guerrilla se inscriben dentro del entramado paramilitar y cumplen funciones de contrainsurgencia en los territorios. El cese al fuego pactado descansa sobre un entendimiento del conflicto que trasciende la tesis sobre la guerra como un enfrentamiento entre los “armados” y la idea de un Estado que puede “mediar” en esos enfrentamientos. El cese al fuego así concebido no contempla la idea de un cese multilateral, que es una deriva de la problemática caracterización que tiene el Gobierno Nacional sobre la violencia y el conflicto armado.
Segundo, ha quedado en evidencia que el “fin del conflicto” con las FARC-EP no representó el fin de las guerrillas y el paso a nuevas modalidades de organización armada tipificadas por el gobierno de Santos como “grupos armados organizados (GAO)”, denominación con la que se pretendía vaciar de contenido político el accionar rebelde de los alzados en armas y equipararlos con grupos y bandas mercenarias paramilitares y del negocio del narcotráfico. Asimismo, se superó el debate entre el ELN y el gobierno de Petro acerca de la caracterización de esa guerrilla. Este último, concediéndole a la teoría económica del conflicto, según la cual las guerrillas habrían dejado sus propósitos políticos para privilegiar la captura de rentas ilícitas, mantuvo la denominación de GAO e introdujo la caracterización genérica de organizaciones multicrimen, distinguiendo en todo caso entre aquellas que tendrían origen político y otras dedicadas a la acumulación ilícita privada. En el Decreto 1117 del 5 de julio de 2023, que ordena cese al fuego bilateral y temporal de carácter nacional con el ELN entre el 3 de agosto de 2023 y el 29 de enero de 2024, quedó definido expresamente que este es una “organización armada rebelde”. El asunto no era menor, sobre todo tratándose de una guerrilla histórica revolucionaria y de los alcances de la agenda de diálogos y negociaciones que se encuentra en discusión entre las partes.
Tercero, se ha demostrado que se está frente a un proceso de paz en el que las partes actúan con seriedad y rigor, lo cual se erige en garantía indiscutible para que los términos del cese bilateral se cumplan. Es preferible dar pasos aparentemente lentos pero seguros, que brinden certezas y fortalezcan la confianza, a enfrentar situaciones que pongan en entredicho la credibilidad de las partes y afecten la legitimidad del proceso. El voluntarismo o la idea de que “en el camino se ajustan las cargas” no deben tener cabida en procesos de paz. Si bien la voluntad y decisión de las partes es un aspecto fundamental de cualquier proceso de paz, estos se desenvuelven en contextos y circunstancias de altísima complejidad, dentro de las cuales deben contarse los factores que ejercen férrea oposición y trabajan para propiciar el fracaso. En el caso del proceso con el ELN debe considerarse además que el acuerdo del cese al fuego, más allá de los componentes estrictamente militares y de alivio a la situación que vive la población en los territorios, se encuentra íntimamente ligado con el propósito de contribuir a brindar condiciones para que pueda haber la más amplia participación social y ciudadana.
La participación de la sociedad en la construcción de la paz
Por otra parte, debe decirse que no fue en absoluto accidental que el inicio del cese al fuego coincidiera con la instalación del Comité Nacional de Participación y la presencia muy nutrida y diversa de representantes de organizaciones y procesos sociales provenientes de los territorios. Más allá de ese hecho, ha asomado un propósito en el cual coinciden el ELN y el Gobierno de Petro: la paz debe ser ante todo un proceso social, sustentado en el más amplio diálogo nacional orientado a “construir una agenda de transformaciones para la paz, impulsada a partir de una alianza social y política que conlleve a un Gran Acuerdo Nacional para la superación del conflicto político, social, y armado” (Acuerdo No. 9).
La idea de la más amplia participación de la sociedad ha estado presente en la concepción de paz del ELN, elaborada a lo largo de las últimas décadas y expresada en el pasado en su propuesta de Convención Nacional, la cual fue desatendida y pospuesta por las dinámicas propias de la confrontación armada y el curso histórico-concreto asumido por los procesos de paz. El acuerdo sobre “El Proceso de Participación de la Sociedad en la Construcción de la Paz” de junio 9 de 2023, definido como el “Primer Acuerdo de Cuba”, es una forma de concreción de esa aspiración; ahora bajo las nuevas condiciones políticas surgidas del mandato popular para un gobierno de corte progresista social liberal, producto este del terreno abonado por los impactos políticos y culturales del Acuerdo de paz con las FARC-EP, de la revuelta social de 2021 contra el orden social vigente y de la trayectoria misma del proyecto político de Gustavo Petro.
Parte de los límites que ha exhibido el Acuerdo de paz de La Habana se explica por la insuficiente aprehensión social y por el hecho de presentarse como un acuerdo de partes, negociado al margen de la participación social y ciudadana. Debe decirse que esa no fue una situación consentida o deseada por las FARC-EP; se trató más bien de las condiciones políticas bajo las cuales se adelantó ese proceso y de una imposición del gobierno de Santos, consecuente con su concepción de una negociación secreta y discreta, de la cual no podían salir unas FARC fortalecidas en su tránsito a la vida civil. Tal imposición se terminó fisurando en todo caso. La participación llegó a regañadientes y por los lados, a través de los “foros temáticos” según puntos de la agenda, útiles para enriquecer las negociaciones y para contribuir a procesos de politización del campo popular, pero sin efectos vinculantes; adquirió su mayor expresión en la inclusión del enfoque de género (conquista de las organizaciones de mujeres) y, muy al final y en medio de afugias, del capítulo étnico, acordado con los pueblos étnicos.
Desde luego que está por verse cómo se logran concretar los propósitos del acuerdo de participación pactado con el ELN y especialmente el compromiso de que “el proceso de participación abarca los tres primero puntos del Acuerdo de México y se desarrollará hasta el mes de mayo de 2025; momento en el cual se establecerán los resultados de los puntos 1.2 y 3 del Acuerdo de México1 y se firmarán los acuerdos correspondientes a los mismos” (Acuerdo No. 9).
Más allá de ello, el señalado acuerdo representa una muy importante contribución del proceso de paz con el ELN a la cualificación del proceso y del debate político colombiano y al impulso de procesos organizativos del campo popular por efecto del significado político y cultural de la prevista participación activa de sectores sociales hasta ahora excluidos, abriendo otro camino frente a comprensiones de la política atrapadas por las meras lógicas electorales y concebidas como campo exclusivo de los partidos políticos que actúan en marcos institucionales y reglas de juego predeterminados, que incluyen también a todas la fuerzas que conforman la coalición del Pacto Histórico. En ese caso, no con el propósito de oponerse a ellas o de desconocer que ese campo de constitución del poder también tiene que ser disputado, sino más bien de mostrar que cualquier proyecto político que pretenda transformaciones del orden social vigente debe incorporar en su concepción y sus prácticas la organización del “movimiento real” de las clases trabajadoras y el impulso a las diferentes formas de producción del poder social “desde abajo”. Mientras la movilización social no tenga como fundamento el movimiento o los movimientos, será solo eso, movilización, con amague de seguidismo.
El señalado acuerdo representa una muy importante contribución del proceso de paz con el ELN a la cualificación del proceso y del debate político colombiano y al impulso de procesos organizativos del campo popular por efecto del significado político y cultural de la prevista participación activa de sectores sociales hasta ahora excluidos, abriendo otro camino frente a comprensiones de la política atrapadas por las meras lógicas electorales y concebidas como campo exclusivo de los partidos políticos que actúan en marcos institucionales y reglas de juego predeterminados, que incluyen también a todas la fuerzas que conforman la coalición del Pacto Histórico.
El acuerdo de participación con el ELN descansa sobre una visión integral, diseñada juiciosamente y anuncia ser un proceso planificado, cuyo primer paso ya se dio con la instalación el 3 de agosto del Comité Nacional de Participación. Resta esperar a que lo concebido como voluntad de las partes se traduzca en realidad social. Para bien del proceso, la materialización del principio “acuerdo pactado, acuerdo cumplido” representaría avances sustantivos en la agenda del Acuerdo de México; será también una posibilidad de valorar hasta dónde llega la capacidad del gobierno actual, la disposición del Estado y la posición del “establecimiento”, en general resistente a cualquier propósito de cambio, como se ha visto en el primer año de gobierno de Petro. Sin desconocer los efectos políticos y culturales del Acuerdo de paz de La Habana, es claro que la traición temprana a dicho acuerdo, orquestada con entrampamientos, cumplimientos parciales e incumplimientos en los aspectos más sustantivos, es una experiencia a tener en cuenta en el proceso con el ELN. Asimismo, también está por verse cómo se tramitan las diferencias y se construyen acuerdos en los temas más gruesos entre un gobierno que ha hecho de un “capitalismo progresista” su programa y una guerrilla revolucionaria que preserva las banderas de las transformaciones sustantivas del orden social vigente, como condición necesaria para la solución negociada del conflicto político, social, económico y armado. El trámite de esa relación compleja y contradictoria entre coincidencia y diferencia es, sin duda, una impronta del actual proceso.
Contexto general de los primeros acuerdos con el ELN
Por otra parte, el acuerdo de participación, como el proceso con el ELN en general, se inscribe a mi juicio en un contexto más general, en el que se disputa una redefinición relativamente duradera del campo político y de fuerzas y se discute ‒más allá del actual gobierno‒ la posibilidad de proyectos políticos distintos a los que expresan ideologías, intereses y partidos de derechas, independientemente de cómo se les pueda definir, incluido el muy difuso concepto de progresismo. Hay un interés indiscutible en el campo popular por lograr en el mediano y largo plazo que las derechas no vuelvan a gobernar; la idea de proyecto alternativo de sociedad, ante la derrota de la izquierda anticapitalista, se encuentra por ahora resumida y representada en el proyecto político del progresismo.
Las pretensiones reformistas de tal proyecto poseen evidentes limitaciones si ellas se contrastan con las condiciones del “capitalismo realmente existente”. Esas pretensiones se desenvuelven en medio de determinantes objetivos tales como los geopolíticos derivados de la relación con los Estados Unidos, los asociados con instituciones y regulaciones supranacionales que imponen un marco de gestión de la economía para bien del “interés capitalista general”, y los expresados en poderes fácticos nacionales y locales de diversa naturaleza. Se trata de un complejo entramado de constitución del poder real, cobijado por un orden del derecho, diseñado para garantizar la preservación y reproducción del statu quo. En ese marco, las pretensiones reformistas se admiten mientras ellas se conciban como “estiramiento” de las condiciones existentes, pero sin modificarlas sustantivamente; o simplemente se rechazan, cuando buscan avanzar ‒así sea con timidez‒ hacia procesos de “desneoliberalización”. En materia electoral, se asume a regañadientes la posibilidad de la “alternancia” en el gobierno, bajo el supuesto de que esta no tendrá mayores posibilidades dados los señalados determinantes objetivos, o que podrá cumplir la función de una “explosión controlada”, de estabilización del régimen de dominación de clase.
Sin que haga parte de una agenda progresista, se pretende obligar a reconducir esa agenda hacia un proyecto estabilizador; si no es posible, se busca bloquearlo y desprestigiarlo, pensando en los efectos políticos y culturales de cara a lo momentos de nueva validación electoral. En experiencias de este siglo, en Nuestra América se ha ido incluso más allá: además de golpes cívico-militares, se han impulsado los llamados golpes blandos, o la conjunción de ambos.
Hay procesos en curso por cuidar y apoyar que hacen parte de la disputa política más general, no solo para consolidar el camino de la solución política negociada, sino en dirección a fortalecer los contenidos democráticos, sociales y populares del proceso político colombiano. Estamos frente a procesos sin predeterminación, que se van definiendo en medio de los conflictos y contradicciones propias del orden social vigente, de las luchas sociales y populares. El previsto proceso de participación de la sociedad en la construcción de la paz es una oportunidad para fortalecer el campo popular, apoyar su organización y avanzar en su politización; es esencialmente un proceso de contribución a la acumulación de fuerzas.
Alcances y posibilidades actuales del gobierno Petro
Esta digresión me permite introducir elementos para una mejor compresión del primer año de la presidencia de Gustavo Petro, para explicar las notorias distancias entre el discurso presidencial y la acción y gestión gubernamentales, así como las muy limitades posibilidades de sus reformas y la férrea oposición que enfrenta. Al mismo tiempo, me permite también complejizar el análisis, pues con el gobierno progresista estamos frente a un proyecto que por convicción privilegia un proceso que habilite posibilidades para una extensión en el tiempo de un reformismo continuado, más que una transformación sustantiva del orden vigente, y que, por determinantes objetivos, como los señalados, aunque así lo quisiera, no puede hacer sus reformas en los términos y tiempos en los que las ha concebido. Dado el marco institucional existente tendrá que “negociarlas”, que no es otra cosa que reducirlas en sus alcances ya limitados, o incluso desistir de ellas, si lo que resultara de una eventual negociación fuese nada más que un ejercicio de reforma gatopardista. Es una valoración que resolverá el Gobierno sobre la marcha. Por lo pronto, si se persiste en el cambio “desde dentro”, tendrá que supeditarse muy seguramente a la gestión y acción gubernamentales dentro de las posibilidades que le brindan el Plan Nacional de Desarrollo y el presupuesto público; se esperaría que hiciese mayores esfuerzos para avanzar en procesos de politización y de impulso a una cultura política que agregue mayores contenidos democráticos, sociales y populares. En el fortalecimiento de tales contenidos, más que en la “gobernabilidad” ‒que no podrá desatender completamente‒ están las mayores posibilidades, si lo que se contempla es un proyecto que trascienda el período de gobierno.
En ese punto es preciso reconocer los límites propios del proyecto y del gobierno progresistas, en su mayor medida dependientes de la figura del presidente Gustavo Petro y de las orientaciones que él traza. Así se ha expresado en la conformación del alto gobierno, en la dificultad para concebir y desarrollar un gabinete ministerial estable, sólido y consistente y en la propia acción gubernamental. El gobierno surgió de un indiscutible respaldo social y popular y posee una importante base social, lo cual puede traducirse en movilización, pero aún sin movimiento o movimientos consolidados coordinados o articulados. En el primer año, más que el mayor despliegue para apoyo a las reformas, se ha apreciado la tendencia al reflujo y la persistencia de la expectativa.
La figura del unificadora del entonces candidato Petro posibilitó la coalición electoral de grupos y partidos políticos en torno al Pacto Histórico y el logro de un importante bancada parlamentaria; empero, esa coalición no es suficiente para el logro de mayorías parlamentarias, ni representa una organización política consistente con reconocida capacidad de incidencia sobre el curso del proceso político, más allá de la labor de contadas individualidades; dista aún de fungir incluso como un frente político claramente unificado en propósitos programáticos.
Para lograr la victoria electoral, el entonces candidato presidencial tuvo que recurrir a apoyos electorales con partidos y sectores de los partidos del establecimiento, reconocidos en sus prácticas por el clientelismo y la corrupción. Esos apoyos, además de contribuir a la elección de Gustavo Petro, se constituyeron luego en factor indispensable para el logro de una mayoría congresual, la llamada coalición de gobierno, que posibilitó, entre otros, la aprobación de la reforma tributaria y el plan nacional de desarrollo; no obstante, cuando se pretendió sacar adelante reformas sociales anunciadas en el programa de gobierno, buena parte de esos sectores evidenciaron que su verdadero interés, además de la cuotas burocráticas, se encontraba en rodear al Presidente para impedir desbordes y garantizar que si había reformas, estas solo podían ser controladas, gatopardistas.
Frente a las reformas previstas, se ha advertido una verdadera “movilización de clase”, que además de los partidos del establecimiento, ha contado con el activismo de los gremios económicos y los medios de comunicación y, en general, de los poderes fácticos. A la par ha estado el accionar de partidos de las derechas, encabezados por el Centro Democrático, que no dejan de soñar con el derrocamiento o la terminación anticipada del gobierno, recurriendo a estrategias probadas a nivel internacional, dentro de las cuales se encuentra la captura de la movilización social basada en la producción y exacerbación del descontento. En ese marco, llama la atención la reiterada apelación al honor y la dignidad de las Fuerzas Militares, presuntamente mancillado por la política de paz total, y la movilización de su reserva. Su manera de hacer política descansa en un trabajo sistemático para propiciar el fracaso del proyecto progresista. Desde ahora están empeñadas en una recomposición del campo de fuerzas, orientada a la conformación de una coalición de las derechas, cuyos resultados deben producir los rendimientos debidos en la elección presidencial de 2026.
La contingencia como niebla espesa
Además de factores previsibles, el curso de los procesos políticos también está marcado por hechos contingentes, como los que han venido irrumpiendo en los últimos meses, derivados en buena medida de la búsqueda pragmática de apoyos para alzarse con la Presidencia de la República, y dentro de los cuales se encuentran las dinámicas territoriales propias de los procesos electorales en el país. Todo “pecado de origen” tiene costos.
Los casos de Laura Sarabia y Armando Benedetti fueron magnificados en su momento al extremo, a fin de desprestigiar el gobierno y la figura presidencial, y socavar el acervo de transparencia y pulcritud que se supone debe ser inherente a proyectos políticos genuinamente democráticos, progresistas o de izquierda. Aunque estos no han tenido aún los desarrollos correspondientes, pues se encuentran en proceso de investigación, y no se puede anticipar si eventualmente pueden derivar en situaciones más problemáticas, es evidente que han producido daño político y cultural, comparable con la labor de la termita.
Más daño, empero, ha producido entre tanto, el proceso contra Nicolás Petro y Day Vázquez, apenas en su inicio. En este caso, no se trata solo de otra expresión de la cultura traqueta y mafiosa entronizada estructuralmente en el conjunto de la sociedad y representada en la “necesidad” de ascenso social y enriquecimiento rápidos, sino de esa “necesidad” materializada en el contexto de la campaña electoral que llevó a Gustavo Petro a la presidencia de la República. Desde ahora son relativamente previsibles los resultados de esos procesos judiciales y de la denuncia que se ha presentado contra el Presidente de la República en la Comisión de Investigación y Acusación del Congreso. El foco de esta última estará centrado tanto en la financiación ilícita de la campaña presidencial como en el ingreso a ella de dineros del narcotráfico (este último desvanecido por las propias declaraciones de Nicolás Petro y Day Vásquez), y la responsabilidad del Presidente en esos hechos. Hay proceso judicial y hay intención de hacer juicio político en el Congreso de la República contra Gustavo Petro.
En ese marco, el verdadero interés de la Fiscalía General de la Nación, más allá de su labor judicial (selectiva), amplificada y exagerada mediáticamente al máximo, se encuentra en la producción de resultados esencialmente políticos, alineados con el proyecto político de las derechas. La justicia en este caso, que desde luego se debe impartir, deviene en propósito político. Por otra parte, haya o no apertura de juicio político contra el Presidente, lo cierto es que habrá debate en el Congreso y su Comisión de Acusación e Investigación, y esa circunstancia tendrá efectos políticos.
En ese sentido, trascendiendo el ámbito judicial, lo que se le ha abierto al gobierno de Petro es otro frente de batalla. Tendrá que destinar esfuerzos y tiempo, más allá de su defensa jurídica, para resarcir el daño político y cultural que se está infringiendo, cuyos primeros impactos se traducen en una mayor limitación de las condiciones de posibilidad hasta ahora mostradas y constituirán uno de los factores de los resultados electorales en las elecciones locales de octubre del presente año. Los procesos en curso se estirarán al extremo y serán instrumentalizados políticamente a favor de las derechas en los meses y años (¿?) venideros, convirtiéndose en factor indiscutible de la disputa por el campo político y la (re)definición de la correlación social y política de fuerzas. Reitero lo afirmado, no se trata sólo de Petro y su gobierno; en juego está más bien la idea de proyectos alternativos de sociedad, así sea en este caso, el limitado del progresismo social liberal.
Salir de la niebla
Expuesto lo anterior, dado ese contexto, quiero retornar a resaltar una vez más la importancia para el campo popular del acuerdo de cese al fuego con el ELN y de la instalación del Comité Nacional de Participación, noticias por cierto cubiertas lamentablemente por el espesor de la niebla que vino con el caso de Nicolás Petro y Day Vásquez. Basta simplemente con hacer seguimiento a la prensa escrita y, en general, a los medios de comunicación en esos días. No obstante, esas buenas noticias, más que anuncios, en realidad ponían de presente que hay procesos en curso por cuidar y apoyar que hacen parte de la disputa política más general, no solo para consolidar el camino de la solución política negociada, sino en dirección a fortalecer los contenidos democráticos, sociales y populares del proceso político colombiano. Estamos frente a procesos sin predeterminación, que se van definiendo en medio de los conflictos y contradicciones propias del orden social vigente, de las luchas sociales y populares. El previsto proceso de participación de la sociedad en la construcción de la paz es una oportunidad para fortalecer el campo popular, apoyar su organización y avanzar en su politización; es esencialmente un proceso de contribución a la acumulación de fuerzas.
1 Según el Acuerdo de México del 10 de marzo de 2023, tales puntos son: 1. La participación de la sociedad en la construcción de la paz; 2. Democracia para la paz; 3. Transformaciones para la paz.
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