
Sergio De Zubiría Samper
Profesor Titular Doctorado en Bioética
Universidad El Bosque
Presidente Fundación Walter Benjamin
En un clima intelectual caracterizado por evitar la polémica o estigmatizar al opositor, resulta estimulante perseverar el debate sobre los problemas centrales de la idea y vida de las universidades contemporáneas. Por ello, no podemos menos que agradecer a los profesores Jorge Iván González y Edna Bonilla que hayan decidido el camino de subrayar nuestras divergencias en su artículo enviado a Revista Izquierda con el título El maestro que enseña la lógica discursiva: Respuesta a Sergio De Zubiría. Grandes aportes a la filosofía y la ciencia han nacido de la profundidad de ciertas preguntas y del cuidado en el ejercicio de las tareas de la crítica.
Reiterar la existencia de profundas distancias en las concepciones de pedagogía, el papel de la universidad, la noción de conocimiento y democracia educativa. Saludar la urgencia de profundización en estas problemáticas, frente a la “anemia pedagógica”, como la caracterizara el filósofo y primer rector elegido popularmente en nuestro continente, Risiere Frondizi: a los maestros y a la universidad se les ha expropiado el saber pedagógico por varias vías, pero, principalmente, por el predominio de las perspectivas tecnocráticas del neoliberalismo educativo, la centralidad otorgada exclusivamente a lo administrativo o a lo financiero o porque hemos dejado de estudiar y producir pedagogía. Subrayar la conveniencia de develar nuestras divergencias con González y Bonilla, centrándonos en dos temáticas que no eran tan notables en nuestro diálogo epistolar anterior: la “comunidad académica” y el “poder constituyente”.
Una Comunidad Académica en libertad y entre iguales
Desde la primera frase de la Respuesta habría que señalar ciertos matices. Se saluda la “excelente oportunidad para reflexionar sobre aspectos substantivos relacionados con el método de conocer y el papel de la universidad. Quizá el punto central de la discusión con De Zubiría tiene que ver con la jerarquía del proceso cognitivo” (p. 33). Parten González y Bonilla de tres premisas que consideramos problemáticas. La primera, la existencia de “un” o “único” método de conocer en las aulas universitarias. La segunda, la reiteración de que este método tiene que ser “jerárquico” (término usado varias veces en el documento). Tercera, las disciplinas “científicas” desarrollan códigos lingüísticos que por su naturaleza “dejan por fuera a los legos”.
La primera premisa tiene objeciones substantivas y consideramos que niegan la idea filosófica de universidad en el proyecto ilustrado de la modernidad. La primera es la exigencia de diversos métodos, caminos, pedagogías, saberes, prácticas, para cultivar el reino de la libertad en la búsqueda de la verdad. En La idea de la Universidad (1945), el filósofo Karl Jaspers, expresa bellamente el núcleo de estos fines: “La tarea de la universidad es la ciencia. Pero la investigación y el aprendizaje de la ciencia están al servicio de la formación de la vida espiritual como el manifestarse de la verdad. La tarea, por tanto, puede entenderse como investigación, como aprendizaje y como formación. Aunque cada una de estas tres tareas puede explicarse por sí misma, se muestra a la vez su unidad indisoluble” (Jaspers, K., 2022, p. 57). Para Jaspers, la formación espiritual y no exclusivamente el “conocimiento científico”, alimenta la docencia y la investigación. En la famosa conferencia de K. Popper sobre la “Lógica de las ciencias sociales” también lo expresa de forma contundente: “[…] la objetividad de la ciencia no es asunto individual de los propios científicos, sino el asunto social de su crítica recíproca, de la amistad-enemistosa división de trabajo de los científicos, de su trabajo en equipo y también de su trabajo por caminos diferentes e incluso opuestos entre sí” (Popper, 1972, p. 110). Son destacables las afirmaciones de este filósofo al centrar la “objetividad científica” en la crítica recíproca, la división del trabajo, el fortalecimiento de los equipos y la duda sobre la uniformidad de los métodos. La segunda objeción se nutre de una visión “unidimensional” o “unilateral” de la educación superior, como sí fuera sólo un tipo de método de “conocimiento científico”, que no asume otras perspectivas científicas, como tampoco el entrecruzamiento con artes, filosofías, culturas, mitos, religiosidades, saberes ancestrales y populares que cohabitan en las universidades. La idea y vitalidad de la educación superior, como también su riqueza, consiste en su amalgama de “pluriverso”; solo potenciando el universitas que la conforma puede ser la más nítida conciencia de una época.
Mientras la primera perspectiva llama a la inactividad, al respeto a las jerarquías, al monólogo entre expertos y al cultivo de una “ciencia normal” ‒sometida a los usuales mecanismos de control de la ciencia‒, esto es, se trata de una pedagogía para el respeto a la autoridad y no para la emancipación, como plantearía T. Adorno, y rechaza, por principio, la convocatoria de procesos constituyentes en la vida universitaria, la segunda ‒próxima a la idea de la universidad como un bien común‒ convoca a la juntanza de voluntades, la conversación entre diferentes y la invención de caminos originales de investigación y conocimiento. La primera fomenta la adaptabilidad y la cooptación al orden social establecido; la segunda abre las puertas a una educación para la emancipación.
La segunda premisa, como en los escritos anteriores, insiste en el carácter “jerárquico” y “subordinado” del proceso pedagógico: los maestros “que saben” y los estudiantes que “no saben”; los primeros “transmiten” un conocimiento y los otros lo “aprenden”. “el maestro indica cuál es la senda del conocimiento”. Las críticas de J. Ranciére, en El Maestro Ignorante, a ese “orden explicador” son demoledoras: “El explicador es el que necesita del incapaz y no al revés, es él el que constituye al incapaz como tal. Explicar alguna cosa a alguien, es primero demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo. Antes de ser el acto del pedagogo, la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos. La trampa del explicador consiste en este doble gesto inaugural. Por un lado, es él quien decreta el comienzo absoluto: sólo ahora va a comenzar el acto de aprender. Por otro lado, sobre todas las cosas que deben aprenderse, es él quien lanza ese velo de ignorancia que luego se encargará de levantar” (Ranciére,2003, p. 8). Se trata de una perspectiva de la “pedagogía”, para Ranciére, que además de dividir el mundo en dos, propicia también la separación de dos inteligencias: la superior y la inferior; construye un muro entre los supuestos “sabios” y la ignorancia de los ignorantes; despreciando a los niños y los seres humanos del pueblo; cultiva el prejuicio de la desigualdad de las inteligencias; puede colaborar en el afianzamiento de prejuicios racistas, xenófobos y clasistas. También subestima el azar, el tanteo, la confusión, la crisis, al obsesionarse por el fetichismo del método de los que “saben”. Se convierte en voluntad de dominación y megalomanía de los que “saben”, al no promover una educación para la emancipación, para atreverse a pensar y descubrir por cuenta propia. Una educación para la heteronomía y no para la autonomía. No existen sobre la tierra hombres y mujeres algunos que no hayan aprendido alguna cosa por sí mismos y sin maestro “explicador”. La obstinación por subrayar las “jerarquías” se convierte en una forma de evadir verdades profundas del acto pedagógico: todos los seres humanos tienen una inteligencia igual; el ejercicio autónomo, igualitario y libre entre maestros y estudiantes debe ser el sendero para potenciar la inteligencia colectiva de lo humano; la educación para la emancipación debe preguntar a la manera de los seres humanos y no a la de los sabios, aquel preguntar que no sepa más que el alumno, el maestro ignorante.
La tercera premisa expone una noción de “disciplina científica” y la exclusión de los “legos”, que también consideramos problemáticas. Apoyándose en la economista norteamericana Deirdre McCloskey sostienen que una “disciplina” es científica porque desarrolla un lenguaje que “deja por fuera a los legos”, porque transmite “códigos” y “símbolos” solamente para los “especialistas”. Una visión demasiado semiológica del “conocimiento científico”. Incitados por la polémica, decidimos realizar una inmersión en su texto La retórica de la economía (1985). Una obra muy original que intenta comprender la retórica del discurso económico a partir de 1930 y mejorar el razonamiento económico por medio de la retórica. El “giro retórico” realizado por esta investigadora, desde nuestra interpretación, no identifica el lenguaje exclusivamente con “códigos” y “símbolos”, porque en su apertura a la “retórica” está aproximando las ciencias a la persuasión, las anécdotas, las narrativas, la historia, la literatura, las culturas y la teoría social. “Los buenos científicos también hacen uso del lenguaje, y lo que es más (si bien hay que demostrarlo) emplean la sutiliza del lenguaje sin proponérselo de forma especial. El lenguaje empleado es un objeto social, y utilizar el lenguaje es un acto social; se necesita habilidad (o, si se prefiere, consideración) y prestar atención a las personas que están presentes cuando se habla. El prestar atención al propio público se denomina “retórica”, una palabra que emplearé con asiduidad” (McCloskey, 1990, p. 20). Para la economista, no tiene ningún sentido el lenguaje como una “logro solitario”; el propio “erudito” no habla en el vacío o solo para sí mismo o solo para sus pares: “habla para la comunidad de voces”. Tampoco, nos parece, que esté legitimando una “disciplina científica” como expertos en códigos solipsistas para la exclusión de los legos. Tres son nuestros argumentos. El primero, para McCloskey una “buena ciencia” es la que potencia una “buena conversación” con diversas ciencias, saberes, artes, filosofías, etc. El segundo, la retórica es la mejor manera de comprender cualquier tipo de ciencia. La tercera, las alusiones que hace McCloskey a los “legos” o “iniciados” se hacen en el contexto de críticas al “modernismo cientifista” o a los recursos retóricos de los “expertos eruditos”; no se trata de una defensa de esa discursividad científica, todo lo contario, es una crítica.
La afirmación de González y Bonilla, “El estudiante tiene una limitación sustantiva y es la imposibilidad de dialogar” (p. 33), porque no ha aprendido los “códigos” de una “disciplina científica”, nos parece arriesgada y tendencialmente elitista. Parece como si la intención final fuera excluir o retirar a los estudiantes de la “comunidad académica”, limitarla exclusivamente a los “científicos” y de esta manera suprimirles sus derechos a la participación educativa y política. Ya el filósofo J. Stuart Mill había tomado la decisión de otorgar todas las formas de participación política a los seres humanos, independiente de su alfabetización o nivel educativo. Añoran una “comunidad académica” conformada solo por los “pares”. Y el argumento para ello es de “autoridad”: porque la “disciplina científica” así lo decide. Nos situamos en esta temática a una gran distancia de González y Bonilla: las ciencias no pueden limitarse a “‘códigos’ lingüísticos”; unas ciencias alejadas del “mundo de la vida” (Husserl) tienden a profundizar la crisis de ellas mismas y de toda una civilización; todo ser humano por el hecho de serlo, está en capacidad de dialogar y comprender el conocimiento científico; los lenguajes científicos siempre se nutren de los lenguajes ordinarios de la vida: otras ciencias serán posibles, como lo ha planteado la filósofa belga Isabelle Stengers, al consolidar una “inteligencia pública” de las ciencias. Ante todo, tenemos una concepción de la “comunidad académica y universitaria” más vital y democrática. La comunidad se refiere al conjunto de individuos, colectivos, asociaciones y comunidades, que están involucrados en la vida de una institución académica de educación superior, una comunidad compuesta por diversos grupos y roles que contribuyen al funcionamiento y sentido de la institución. Con Paulo Freire, la educación liberadora y la pedagogía del oprimido resalta la importancia de la participación y la construcción colectiva del conocimiento en el contexto educativo, lo que puede influir en la forma en que se concibe la comunidad universitaria como escenario de emancipación. La comunidad universitaria es esencial para el funcionamiento y la vitalidad de una institución educativa superior, ya que cada uno de estos grupos humanos contribuyen de manera singular a la enseñanza, el aprendizaje, la investigación, la solidaridad y el enriquecimiento cultural en el campus y más allá de este. Su condición sine qua non es una comunidad de seres libres y entre iguales.
Desplegando el Poder Constituyente
La noción de “comunidad académica” ha devenido en nuestra polémica en una categoría central. Existen, por lo menos, dos perspectivas divergentes. La primera, postulada por Bonilla y González, que excluye de la “comunidad académica” a los estudiantes, argumentando su imposibilidad de dialogar al no haber “adquirido los códigos de la conversación” (sería impensable para ellos que participaran los niños y las niñas, los trabajadores administrativos, las comunidades barriales, saberes ancestrales no-científicos, saberes populares), donde el encuentro y la conversación sería exclusivamente entre “pares” o “semejantes” en jerarquía. Una especie de “pánico de contagio” con la alteridad radical. La segunda, concibe la acción pedagógica como la interacción entre subjetividades co-participantes en constante diálogo y resignificación, donde la riqueza de esa conversación proviene de diferentes dimensiones, culturas y subjetividades. Los estudiantes son parte constitutiva y determinante de la comunidad académica y el conocimiento es una construcción social colectiva. Evocamos la hermosa enunciación de Marx en la Tesis tercera sobre Feuerbach: “que el propio educador necesitar ser educado”. La tensión no es entre “el ignorante y el científico”, como formulan los profesores, sino entre concepciones divergentes de “comunidad académica” y construcción social del conocimiento.
Tenemos que recuperar la centralidad protagónica de los sujetos para transformar el mundo y la sociedad; el nudo problemático de toda transformación está en la producción de subjetividades y, por ello, adquiere una centralidad la educación. Las transformaciones revolucionarias las dinamizan los pueblos, las masas, las multitudes; no los individuos aislados o dirigentes iluminados. Las comunidades universitarias tienen toda la capacidad, decisión y entusiasmo para desplegar sus procesos del poder constituyente.
Llegamos acá al punto crítico de nuestra discusión. Mientras la primera perspectiva llama a la inactividad, al respeto a las jerarquías, al monólogo entre expertos y al cultivo de una “ciencia normal” ‒sometida a los usuales mecanismos de control de la ciencia‒, esto es, se trata de una pedagogía para el respeto a la autoridad y no para la emancipación, como plantearía T. Adorno, y rechaza, por principio, la convocatoria de procesos constituyentes en la vida universitaria, la segunda ‒próxima a la idea de la universidad como un bien común‒ convoca a la juntanza de voluntades, la conversación entre diferentes y la invención de caminos originales de investigación y conocimiento. La primera fomenta la adaptabilidad y la cooptación al orden social establecido; la segunda abre las puertas a una educación para la emancipación.
El sentido emancipatorio de la educación desde las pedagogías críticas tiene actualmente dos categorías ineludibles: la construcción de “hegemonía” (A. Gramsci) y el despliegue del “poder constituyente” (T. Negri). Ambas comparten un a priori fundamental: tenemos que recuperar la centralidad protagónica de los sujetos para transformar el mundo y la sociedad; el nudo problemático de toda transformación está en la producción de subjetividades y, por ello, adquiere una centralidad la educación. Las transformaciones revolucionarias las dinamizan los pueblos, las masas, las multitudes; no los individuos aislados o dirigentes iluminados. Las comunidades universitarias tienen toda la capacidad, decisión y entusiasmo para desplegar sus procesos del poder constituyente.
Las lógicas de construcción de hegemonía, para Gramsci, son procesos complejos de articulación. Tres los considera relevantes: (a) La capacidad del proletariado de convertirse en clase dirigente y dominante, a través de una alianza de clases, que le permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de población trabajadora; (b) El reconocimiento como “dirección intelectual y moral” de un sector social dirigente; una alianza política de clases para la dirección intelectual y moral de un proyecto de sociedad; (c) La transformación radical de las “formas” o “modos de vivir” de esa sociedad concreta.
Para T. Negri, existen cuatro condiciones para el despliegue del “poder constituyente”. La primera condición es desatar un proceso de subjetivación que construya un sujeto común rebelde; un “nosotros” preparado para subvertir el derecho y el orden social dominante. “El poder constituyente surge como máquina de excedencia subversiva, por la libertad, por el común, por la paz” (Negri, 2015, p. 20). La segunda condición es la continuidad de acciones de transformación; un proceso abierto, continuo, siempre en movimiento, de plena “generosidad comunitaria”. La tercera condición es que las acciones confronten la “autonomización” de la política, característica de la modernidad, y logren realizar una crítica radical de “lo político” a partir de lo social. La cuarta circunstancia es la emergencia de puntos “múltiples constituyentes”, de un pluralismo multitudinario, que cuestione aquellas formas exclusivas de democracia representativa o delegativa. El “poder constituyente” adquiere su potencia al interpelar los procesos de subjetivación, la continuidad de las transformaciones a partir de “lo común”, las formas de “lo político” y de la “democracia” dominantes.
No existe un escenario más apropiado para estas tareas que la vida comunitaria en las universidades de Colombia y Latinoamérica. Algunos consideran que la educación superior es el camino para la “profesionalización de los científicos”; otros consideramos que las universidades son el “clima espiritual” privilegiado para inventar “otros mundos posibles”.
Referencias bibliográficas
Adorno, Theodor, Popper, Karl y otros (1972). La disputa del positivismo en la sociología alemana. México: Ediciones Grijalbo.
Bonilla, Edna y González Jorge Iván (2025). “El maestro que enseña la lógica discursiva. Respuesta a Sergio De Zubiría”. Revista Izquierda No. 120, febrero de 2025.
Jaspers, Karl. (2022). La idea de la universidad. Pamplona. Universidad de Navarra.
McCloskey, Donald (1990). La retórica de la economía. Madrid: Alianza Editorial.
Negri, Antonio. (2015). El Poder Constituyente. Madrid: Traficantes de Sueños.
Ranciére, Jacques. (2003). El Maestro Ignorante. Barcelona: Ediciones Laertes.
Stengers, Isabelle (2019). Otra ciencia es posible. Manifiesto por una desaceleración de las ciencias. Barcelona: Futuro anterior Ediciones.
.