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El progresismo latinoamericano ¿Primero como “solución” después como sin-salida?

José Francisco Puello-Socarrás

Escuela Superior de Administración Pública

(…) El Gobierno necesita una mayoría liberal-octubrista para tratar de sacar adelante a Rusia preservando la omnipotencia de los Purishkévich. Por lo que hace a los medios para frenar, para moderar ese “progresismo” liberal-octubrista excepcionalmente rápido y desmedidamente acucioso, el Gobierno tiene cuantos quiera: el Consejo de Estado e infinidad de recursos diversos… ¿Y quiénes son los progresistas? Tanto por su composición como por su ideología son una mezcla de octubristas y demócratas constitucionalistas.
V.I. Lenin, Balance de las elecciones. Obras completas. Tomo 22.

 

Sr. Niven: “¿Existe algún gobierno en este hemisferio al cual Cuba considere como progresista?”
Comandante Guevara: “La palabra ‘progresista’ es una palabra ambigua…”.
Entrevista a Ernesto “El Che” Guevara en Face the Nation, 13 diciembre de 1964.

 

El recambio de milenios trajo consigo la “renovación” política y, en todo caso, estrictamente electoral de los partidos políticos y en menor medida de las fuerzas sociopolíticas a la derecha y a la izquierda del espectro ideológico latinoamericano en el trance de lo que se conocería superficialmente como la tercera oleada de “democratizaciones” durante la década de 1980. 

Esa etapa, sin embargo, escribía en su momento Franz J. Hinkelammert (“Democracia y Nueva Derecha en América Latina”. Nueva Sociedad, No. 98, 1998, p. 104), se caracterizaría “(…) por su sentido instrumental”. Dejaba de lado entonces “toda auténtica integración participativa de la población”. El retorno a las elecciones prevenía estar presenciando una reversión dictatorial pero sin reversión autoritaria, identificando la Nueva derecha como la “heredera de las dictaduras militares de Seguridad Nacional” bajo la vocación de “asegurar el esquema de poder originado por esas dictaduras bajo formas democráticas, en beneficio de las élites y con la bendición de Estados Unidos”.

En simultáneo, gran parte de las fuerzas electorales a la izquierda parecieron resignar el proyecto de las transformaciones sociales de la tradición de luchas históricas adoptando una actitud meramente defensiva ⎼casi contemplativa⎼, aceptando el papel que le reservaba la institucionalidad del neoliberalismo, en esta coyuntura, autoproclamado triunfante. En torno a las democracias “delegativas” y “gobernables”, las “alternancias” entre élites partidistas reivindicaron el formato hegemónico y una manera de consolidar la oposición sistémica, es decir, moderada, disciplinada, neutralizada, justamente como la historia las viene absolviendo: abúlica.

Desaparecían de la historia efectiva las contradicciones objetivas inherentes a la sociedad capitalista y sus procesos de explotación, opresión, alienación. Si en el mejor de los casos emergían los conflictos, estos probarían ser a lo sumo antagonismos, pues siempre se mantienen en la posibilidad de ser resueltos, matizados o simplemente consentidos; en últimas, reconciliados, complementando el consenso innato, casi automático, razón de ser de esta nueva época.

Ante la falta en el cálculo del disenso neoliberal y la profundización de sus crisis se abrieron las victorias electorales y accesos al poder gubernamental ⎼que no al poder político o social⎼ de las fuerzas políticas que en la región durante la primera década del siglo XXI ⎼para varios analistas⎼ reforzaron la idea sobre una “Oleada”, o al menos un “giro” en lo político, lo económico y lo social que, también se aseguraba, compartía una denominación en común y que convergía alrededor de una identidad política propia y específica: la de ser “progresistas” (i.e. Gudynas, Sader).

Por supuesto, si se comparaba el contexto político latinoamericano en el nuevo milenio con aquel de finales del siglo pasado, ampliamente dominado por conservadores o neoliberales ⎼con la afortunada excepción de Cuba, habría que añadir⎼ ab origine el giro “desde” los gobiernos de derecha “hacia” la izquierda prevenía sobre una alianza, o al menos, algún tipo de convergencia entre los avances de estos gobiernos para “destronar” el neoliberalismo y el perfil de los cambios, en principio orientados desde un horizonte de izquierda, cuenca ideológica desde la cual precisamente estos procesos se habrían nutrido.

No obstante, con el correr de los años y al observar varias trayectorias históricas efectivas de los casos en singular y del conjunto regional de estos gobiernos, parecería registrarse todo lo contrario: una gran divergencia – y siguiendo con la alegoría⎼ un divorcio entre el proyecto de izquierda y los gobiernos llamados “progresistas”. Este acontecimiento, sin lugar a dudas, se constituye en una de las mayores encrucijadas políticas hoy por hoy.

Ciertamente, continúa siendo necesario seguir interrogándose, desde la teoría y con mayor urgencia quizás desde las prácticas, por el significado actual del giro “a la izquierda”, los “nuevos gobiernos”, especialmente: el mote “progresismo” a la luz de una hipótesis que hasta el momento sigue sin falsearse: que el neoliberalismo regional sería cosa del pasado.

Como lo prueba la historia reciente, si el “progresismo” se mantiene en sus cauces políticos y sin depurarse ideológicamente en un proyecto anti-neoliberal, es decir, para utilizar una metáfora: si los gusanos no llegan a convertirse en mariposas, pero además continúa con la instrumentalización de las causas populares, este movimiento simplemente degenera en la coyuntura y no sólo traiciona sus propios respaldos electorales, sino que abre casi siempre, casi automáticamente, las compuertas para el regreso ⎼aquí sí, extremista y potenciado⎼ de las ultra(derechas), tal y como ha sucedido en Nuestra América.


La insoportable ambigüedad del “Progresismo”

La designación “progresismo” generalmente pretende abarcar mucho, pero al final dice muy poco y más bien funde y confunde. El calificativo se torna demasiado ambiguo, sobre todo elástico (conceptualmente), rayando en lo insustancial. 

Sobre este asunto, habría que registrar la digresión que sugirió hace un par de años un filósofo argentino quien manifestó su incomodidad con esta palabra al considerarla de “derecha” o, en el mejor de los casos, una noción despectiva.

Pero más allá de las controversias que ello pudiese generar, la opinión que mencionamos ilustra bastante bien los inconvenientes que ha venido representando el “progresismo”, máxime cuando el calificativo parece haber instalado en el sentido político común contemporáneo una contraposición casi automática frente a los gobiernos “del pasado” en la combinatoria neoliberal conservadora. 

Seguramente, la frase: “No soy de izquierda ni de derecha. Soy progresista” resultaría más que ilustrativa. A primera vista, parecería ser simplemente una especie de eslogan. No obstante, la anécdota permite revelar un par de situaciones que, al día de hoy, parecen haberse archivado en la sin-memoria “del pasado” e impiden analizar el acontecimiento histórico actual en forma más compleja.

La personalidad política argentina que pronunció esa frase en la década de 1990s (y que orgullosamente replica el Progresismo 2.0 más recientemente del Río Bravo a la Patagonia en pleno siglo XXI) fue parte –entra otras⎼ de lo que hacia finales del siglo y en plena crisis neoliberal se denominara el Consenso de Buenos Aires (CBA), de seguro, la crítica neoliberal más crítica del neoliberalismo hasta ese momento conocido.

Más puntualmente, el CBA fue un consenso “crítico” del tristemente célebre Consenso de Washington (CW) (original de 1989). Pero a diferencia de las distintas versiones sucedáneas del Consenso de Washington (por ejemplo: el Consenso “revisado” de John Williamson, el “ampliado” de Burki y Perry, “post-Washington” de Stiglitz, etc.), el de Buenos Aires tenía la particularidad de autoproclamarse de “izquierda” más allá que en la letra fina de su contenido claramente se podía concluir que a lo sumo se trataba de una denuncia del capitalismo “salvaje” rogando por otro tipo de capitalismo: el neoliberalismo del buen salvaje, es decir, “humanizando” aquel realmente existente. 

El CBA exigía, entre otras cosas, el retorno del Estado para “regular” (sin que ello pudiera significar el retorno a la intervención estatal ni mucho menos la planificación centralizada, variedades por completo distintas, antípodas de la acción estatal neoliberal) varios espacios socioeconómicos que el neoliberalismo de los 90 había desregulado completamente y con el propósito de recomponer las garantías de acumulación extraeconómicas que se tornaban ahora indescifrables. 

En lo fundamental, se trataba de instalar estatalmente medidas compensatorias ante los desajustes causados por la “mano visible” del mercado, entre ellas, las ahora llamadas por el Banco Mundial: Programas de Transferencia Monetaria Condicionada (PTMC), una pieza clave en la llamada “nueva política social” y, después, en medio del shock financiero de los años venideros (2007-2008), la herramienta fundamental para legitimar en lo económico-político el espectacular rescate estatal del Capital a través de un “Salvataje a los pobres” (ver https://bit.ly/3tf9bRt).

El CBA, al final, era la versión latinoamericana de la Tercera Vía global que se sintetizaba en: “El Estado hasta donde sea necesario, el mercado hasta donde sea posible”. Una máxima que hoy por hoy no sin casualidad resuena en el Progresismo 2.0 tanto en el gabinete de las finanzas de la Argentina gobernada por A. Fernández como en Chile en la presidencia de G. Boric, especialmente, cuando se trata de proponer las reorientaciones para el “gobierno de la economía”.


Ir más allá del neoliberalismo…

Lo más importante sería aclarar que si por “progresismo” se entiende una postura “crítica” frente al neoliberalismo conservador (la ortodoxia desreguladora) de las décadas de los 80 y 90 sin advertir que el neoliberalismo actual implica un retorno de la regulación estatal en favor de los mercados (cuestión distinta a la intervención o planificación desde el Estado) y la “activación” de medidas sociales (compensatorias, meramente asistencialistas, por caso también los formatos del Grupo del Banco Mundial en aspectos de la “Seguridad social”, por ejemplo, en pensiones), se podría juzgar fácilmente, por ejemplo, a los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010) y, particularmente, al de Santos (2010-2014) en Colombia como “gobiernos progresistas”. También merecerían ese calificativo las administraciones de Obama en los EE.UU. o las francesas de Sarcozy y Macron, entre otras. Desde luego, esto no parecería ni correcto ni afortunado.

En estos casos, el neoliberalismo practicado incluye uno de nuevo cuño ocultando que la razón de los cambios sobrevinientes no sólo regional sino también mundialmente se registran al nivel de las políticas como una maniobra para continuar profundizando la matriz neoliberal heredada del siglo anterior y que, a pesar de sufrir ciertas mutaciones, al final de cuentas permanece intacta; se ha preservado entonces su actualidad y potencia.

Por eso, la táctica que viene autoprovocando / autoconvocando el progresismo, especialmente para “ganar” elecciones y presentarse como un “recambio” en la orientación política y de las políticas diferente a las derechas, resulta más bien efímera. Por el contrario, genera problemas adyacentes.

Como lo prueba la historia reciente, si el “progresismo” se mantiene en sus cauces políticos y sin depurarse ideológicamente en un proyecto anti-neoliberal, es decir, para utilizar una metáfora: si los gusanos no llegan a convertirse en mariposas, pero además continúa con la instrumentalización de las causas populares, este movimiento simplemente degenera en la coyuntura y no sólo traiciona sus propios respaldos electorales, sino que abre casi siempre, casi automáticamente, las compuertas para el regreso ⎼aquí sí, extremista y potenciado⎼ de las ultra(derechas), tal y como ha sucedido en Nuestra América.

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