
Santos Alonso Beltrán Beltrán
Ph.D. en Estudios Políticos
Profesor UN-ESAP
Gustavo Petro llega al poder como el primer presidente de izquierda en la historia política del país, en medio de un ambiente muy caldeado, con una división política muy profunda y con la necesidad de construir puentes entre los sectores alternativos y el viejo establecimiento político. El otrora histórico jefe de la oposición política debe liderar al país sin las rupturas tajantes que esperan los sectores más radicales de la izquierda tradicional colombiana, pero sin defraudar los anhelos de cambio de quienes, desde visiones muy diversas, votaron por él y Francia Márquez, su fórmula vicepresidencial. De la misma manera debe acercar a sectores de centro, a los representantes de los grupos económicos y a una cantidad importante de sectores de poder que desde una derecha civilista miran con mucha desconfianza las medidas que puede tomar su gobierno. Petro debe conducir y dominar, debe construir hegemonía política.
Los aportes de Antonio Gramsci, el teórico y político italiano de principios del siglo XX, pueden ayudar a entender la estrategia que debe emprender el nuevo presidente de Colombia para construir su equipo de gobierno y con ello convertirse en una opción de poder cierta para el país. A ese objetivo se encamina el presente escrito.

La hegemonía política: dirigir y dominar
Una discusión importante en los teóricos de izquierda del siglo XX, que vuelve a tomar actualidad e importancia, tiene que ver con la relación entre hegemonía e ideología. Incluso algunos ubican entre las dos categorías una tensión que se expresa en las luchas internas de la izquierda marxista, orientada desde la ortodoxia del marxismo-leninismo, y los sectores renovadores, que lejos del dogmatismo, pero fieles a lo que consideraban sus principios revolucionarios, exploraban nuevas vías para la toma del poder político. En los extremos de esta discusión solía ubicarse a la vieja izquierda marxista con Louis Althusser, el estructuralista marxista francés, y en el otro extremo, con las corrientes alternativas, a Antonio Gramsci, un activista del partido comunista de Italia perseguido y martirizado en el ascenso del fascismo de Mussolini.
Las corrientes de izquierda tradicional marxista sostenían una visión de la ideología como falsa conciencia de clase, como una especie de aparato al servicio de las clases dominantes. Las clases y sectores de clase dominadas se consideraban sujetos vacíos de ideología, simples objetos de moldeamiento intelectual, y a merced de la conculcación que podría ejercer sobre ellos los aparatos ideológicos que, como apéndices de la estructura de Estado al servicio de la burguesía, actuaban en línea con los intereses de los dominadores. La disputa ideológica solo podría ser favorable a los dominados cuando se tomaran la totalidad del aparato de Estado, solo entonces podían utilizar los aparatos de Estado para crear e insuflar en la sociedad su propia ideología. Esta visión además de mecanicista era sectaria y cerrada sobre sí misma, despreciaba la posibilidad de encuentro ente los intereses de diversos sectores de clase opuestos a la ideología dominante sólo por que los consideraban parte de toda la maquinaria ideológica de los dominadores. Una visión incluso maniqueísta, que dividía a la sociedad en su conjunto entre una muy poco numerosa clase burguesa, reaccionaria, conservadora y explotadora, y una mayoría obrera, revolucionaria y justiciera.
La otra visión, aunque abrevaba de fuentes ortodoxas del marxismo, desarrollaba un espectro más amplio del uso y la naturaleza de la ideología. En esta vertiente la ideología no era un simple aparato de clase al servicio de los dominantes. Al contrario, la ideología era una visión objetiva, subjetiva y practica de la posición y los intereses de una clase o sector de clase en particular. Era objetiva, y con ello no era simplemente una falsa conciencia, no era un discurso mixtificado de la realidad vivida. La objetividad de la ideología estaba directamente relacionada con la experiencia y la percepción directa de los sujetos respecto de su papel en toda la estructura social. También, era una construcción subjetiva, una posición particular, una interpretación de los sujetos, una forma de traducir en su mundo las diferentes tensiones de las que eran objeto. Y finalmente, la ideología tenia un fuerte cariz práctico, no se creaba ideología con una intención diferente de convencer a otro, de sumar a otros a esa visión. La ideología no era un discurso, una perorata alambicada creada para engañar, para movilizar de forma estratégica a las masas ignaras, pero no era tampoco un instrumento neutral del que se apropiaba una clase o sector de clase.
Allí justamente surgía el concepto de hegemonía, que, si bien tuvo un tratamiento más detenido en Gramsci, fue utilizada en un sentido similar por Lenin. La hegemonía se conceptuaba como la capacidad de una clase, y de los sectores de clase que se le sumaban, para crear una imagen-mundo, una visión, un universo ideológico subjetivo, objetivo y práctico que le permitiera conducir a todos los sectores de clase aliadas y dominar, subordinar a los sectores de clase contrapuestos. Aquí la ideología hacia parte de todo el mecanismo hegemónico, y lo hacia no desde la visión sectaria, cerrada y maniquea de un aparato de clase, sino desde la condición de un campo de disputa en la que se iba desarrollando un proceso de agregación, mixtura y consolidación de una visión común, que incluso no se paraba en mientes para atraer posiciones e intereses contrapuestos.
La hegemonía política era una forma de poder de carácter relacional. El poder del bloque hegemónico, ese conjunto de clases y sectores de clase capaces de orientar y dominar a la sociedad como un todo, residía en que era capaz de presentar los intereses de la mayoría que representaba, como los intereses universales, de todos, de la sociedad total. Solo en caso extremo el bloque hegemónico en el poder podría utilizar la fuerza o la violencia para garantizar que, quienes no se sentían representados y no podían deconstruir el horizonte ideológico consolidado, no apelaran a la violencia para imponer sus intereses. La hegemonía política era tanto fuerza como consenso, era violencia y legitimidad, incluso se le podría describir como legitimidad acorazada de coerción.
Petro inició su mandato con un claro y contundente llamado a un Gran Acuerdo Nacional. Esa propuesta recordó a muchos desde el “Gran Sancocho Nacional” de Bateman hasta el “Acuerdo por lo Fundamental” de Gómez Hurtado. En el discurso de posesión el recién elegido se rodeó de representantes de sectores políticos aliados, pero también arrojó ramos de olivo, incluso a sus más enconados rivales. Petro no hizo un discurso de venganza o retaliaciones, no hizo hincapié en las heridas abiertas que había dejado la campaña, ni en las distancias, al parecer insalvables, entre las supuestas dos Colombias que había delineado la contienda electoral. Desde allí Petro empezó a abrir el compás ideológico para acercar a todos los que podrían sentirse lejanos o amenazados por su triunfo electoral.

Aquí los sectarismos se consideraban verdaderos lastres para la construcción del poder político. El purismo ideológico, virulento y sectario, debía desecharse para que en su lugar se instalara un proceso de construcción colectiva del horizonte político al cual se debería arribar. Hablar entre los mismos, férreamente convencidos entre sí, solo podría conducir a un coro de áulicos, a una especie de endogamia política que al final despertaría el rechazo de quienes podrían sentirse excluidos. Esa endogamia, esa visión autoreferida solo podría generalizarse mediante la fuerza. Y solo con la fuerza podría ser rechazada. Abrir el espectro político implicaba entonces, aceptar que sectores antes contrapuestos pudieran ser incluidos y su visión fuera revisada y acercada a la visión hegemónica.
Ser hegemónico era alinear desde la discusión política, vencer las resistencias a través del diálogo y construir un nuevo horizonte de sentido que cohesionara aún más al bloque hegemónico. Avanzar en ese sentido implicaba una especie de combate ideológico en el que los avances para arrebatar los referentes de legitimidad a las clases dominantes podrían considerarse avances estratégicos, de largo plazo, una especie de guerra de posiciones, mientras que las victorias electorales y de toma de agencias del Estado se deberían considerar avances meramente tácticos, temporales, victorias en una guerra de movimientos.
Ahora, la actitud dialogante y de construcción de consensos, la necesidad de consolidar un horizonte común, una visión o imagen-mundo universal no podía llevar al empantanamiento, a la inacción. Las clases y sectores de clase irreductibles en términos políticos e ideológicos, y que apostaran por detener o sabotear el ejercicio del poder e interferir en los cambios políticos necesarios, deberían ser reducidos tanto en su capacidad política mediante el falseamiento de sus argumentos y referentes, como en su posibilidad de oponerse de manera violenta a esos mismos cambios. Aquí era claro que no bastaba con dirigir, era necesario dominar, no se podía confiar de manera ciega en el diálogo y el consenso, y esperar la resistencia pasiva de quienes no estaban de acuerdo.

El gobierno de Petro y sus amigos, aliados, cercanos y resignados: los ingredientes del sancocho
Petro inició su mandato con un claro y contundente llamado a un Gran Acuerdo Nacional. Esa propuesta recordó a muchos desde el “Gran Sancocho Nacional” de Bateman hasta el “Acuerdo por lo Fundamental” de Gómez Hurtado. En el discurso de posesión el recién elegido se rodeó de representantes de sectores políticos aliados, pero también arrojó ramos de olivo, incluso a sus más enconados rivales. Petro no hizo un discurso de venganza o retaliaciones, no hizo hincapié en las heridas abiertas que había dejado la campaña, ni en las distancias, al parecer insalvables, entre las supuestas dos Colombias que había delineado la contienda electoral. Desde allí Petro empezó a abrir el compás ideológico para acercar a todos los que podrían sentirse lejanos o amenazados por su triunfo electoral.
Los encargados de esa tarea no fueron precisamente los representantes de la izquierda tradicional, del sindicalismo o de los movimientos sociales. El presidente electo designó para esta tarea a dos representantes de la política clientelar de nuevo cuño: Roy Barreras y Alfonso Prada. Incuso los proyectó en cargos políticos fundamentales: presidente del Senado, el primero y ministro del Interior y Gobierno, el segundo. Los designados empezaron a construir puentes con los partidos tradicionales, con los partidos desgajados de esas colectividades, y exploraron la posibilidad de una reunión con el contradictor más enconado, Álvaro Uribe Vélez. Acto seguido, desde el interior del Partido de gobierno se trazaron las líneas fundamentales de las reformas consideradas estratégicas: agraria, política, tributaria y del sistema general de salud. En estas dos situaciones podría verse el avance hacia una estrategia de construcción de hegemonía política.
El gobierno de Petro debe primero aplicarse con dedicación a construir consensos entre sus aliados. Los extremismos ideológicos, moralmente loables pero políticamente inviables, pueden echar a perder la cohesión de ese bloque hegemónico que se empieza a construir. Para construir hegemonía el gobierno debe dirigir a sus aliados, debe consolidar unos mínimos políticos que se expresen en programas, intervenciones y reformas claras. A su vez, debe dominar a los sectores contrapuestos, reducir ideológica y políticamente a los sectores de oposición de derecha para que se avengan a aceptar un gobierno alternativo. Y debe prepararse para la posible oposición, incluso violenta, que sectores mafiosos y delincuenciales con orientaciones de derecha le puedan plantear.
Un primer filón de la estrategia estaría orientado a dirigir, a liderar, a las clases y sectores de clase que comulgaron con la propuesta política de Petro. Una tarea nada sencilla en vista de la múltiple y variopinta lista de aliados. Allí estaba la izquierda tradicional comunista del PCC, la UP, algunos sectores del MOIR, el partido Comunes emanado de las antiguas FARC-EP y el sindicalismo de la CUT, la CGT y otras centrales cercanas. A esa izquierda tradicional se sumaban fuerzas alternativas y sin una filiación política ortodoxa, como el Partido Verde, el PDA y algunas organizaciones cercanas a las luchas sociales de campesinos, indígenas y obreros. En ese “sancocho” estaban también organizaciones menos estructuradas, con un cariz de movimientos sociales o grupos de presión surgidos de la movilización ciudadana que se conoció como el Estallido Social. Y, por supuesto, figuras independientes, líderes de opinión, artistas y activistas sin partido, sin militancia. Estos ingredientes base del “sancocho” desde el principio han desarrollado acciones y movilizado opiniones contradictorias entre sí. El pánico que crearon los anuncios desconectados e inconsultos sobre impuestos, reformas e iniciativas de paz y justicia transicional avivaron el miedo de los mercados, y le pusieron a Petro el reto de contener tanto a sus aliados, como de tranquilizar a los mercados.
A los ingredientes base, el gobierno empezó a sumar especias, condimentos, y aderezos de sabores muy fuertes. Se unieron a sus propuestas los partidos tradicionales Conservador y Liberal, las escisiones de esos mismos partidos como el Partido de la U y algunos sectores de Cambio Radical y el Nuevo Liberalismo, e incluso algunos sectores cristianos. Muchos gremios de la producción y el comercio, aunque a regañadientes, dieron su beneplácito al gobierno que se armaba, pero mostrando con frialdad que no estaban dispuestos a hacer concesiones que amenazaran la propiedad, la libre empresa, y la competitividad del sector privado en general. La clase política tradicional, como era de esperarse, presionó por burocracia y representación política, mientras que el establecimiento económico lo hacia por ser incluido en la discusión de las reformas que los iban a afectar.
Así las cosas, el gobierno de Petro debe primero aplicarse con dedicación a construir consensos entre sus aliados. Los extremismos ideológicos, moralmente loables pero políticamente inviables, pueden echar a perder la cohesión de ese bloque hegemónico que se empieza a construir. Para construir hegemonía el gobierno debe dirigir a sus aliados, debe consolidar unos mínimos políticos que se expresen en programas, intervenciones y reformas claras. A su vez, debe dominar a los sectores contrapuestos, reducir ideológica y políticamente a los sectores de oposición de derecha para que se avengan a aceptar un gobierno alternativo. Y debe prepararse para la posible oposición, incluso violenta, que sectores mafiosos y delincuenciales con orientaciones de derecha le puedan plantear.
Habrá pues que preparar el Gran Sancocho Nacional, un país completo espera que no se vuelva un potaje insaboro y sin cuerpo por la eliminación de los matices, pero que tampoco se torne en un caldo amargo en el que los ingredientes queden separados, en el fondo de la olla, mientras en la superficie borbotan las mismas injusticias de siempre.

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