
Sandro Mezzadra
Doctor en Historia de las Ideas Políticas
Universidad de Turín
Profesor de Teoría Política Contemporánea
y de Estudios Poscoloniales
Universidad de Bolonia
Codirige la Revista DeriveApprodi
Brett Neilson
Profesor de Teoría Social y Cultural
Western Sidney University (Australia)
El concepto de transición parece ser casi opuesto al de apocalipsis. Implica que el mundo va hacia alguna parte. Hacia dónde o a qué, quizá ni siquiera lo sepamos. Pero la transición está en desacuerdo con la sensación de final. El concepto parece llevar consigo un rayo de esperanza, aunque, como todos sabemos, en tiempos oscuros como los que vivimos, las cosas empeoran. El planeta se enfrenta a múltiples crisis interconectadas: guerras, cambio climático descontrolado, profundización de las desigualdades, reducción de la capacidad de reproducción social, conflictos en las fronteras y el colapso epistémico provocado por la inteligencia artificial, por nombrar sólo las más obvias.
Sin embargo, por cada crisis en curso parece haber una transición correspondiente: una transición geopolítica, una transición ecológica, una transición energética, una transición digital, por nombrar sólo las más obvias. ¿Qué hacer ante esta proliferación de transiciones? ¿Y cómo se cruzan con la situación actual, que surge sólo cuando una unidad que no está dada en absoluto se proyecta sobre los tiempos y espacios disjuntos del presente?
Poco más que supervivencia
Un problema de escribir sobre la transición es que puede parecer que siempre está en pleno apogeo. Pero es fácil decir lo mismo del fin del mundo, con el que hemos contrastado la transición. Pensemos en los milenaristas durante el interregno británico del siglo XVII o en los oscuros presagios que acompañaron la llegada de la era nuclear a mediados del siglo XX. El pensamiento apocalíptico impregna tanto los sueños revolucionarios de una historia explosiva como las visiones antropológicas del colapso cultural. Y aunque resuena en los mitos diluvianos hindúes y budistas, parece siempre cómplice de los impulsos occidentales de dominación y universalismo. Incluso en el presente, cuando el temor a un fin acompaña los crecientes peligros del cambio climático, los esfuerzos de grupos activistas como Ultima Generazione para bloquear las rutas de circulación logística y el consumo de combustibles fósiles apenas parecen frenar este impulso.
El concepto de transición parece ser casi opuesto al de apocalipsis. Implica que el mundo va hacia alguna parte. Hacia dónde o a qué, quizá ni siquiera lo sepamos. Pero la transición está en desacuerdo con la sensación de final. El concepto parece llevar consigo un rayo de esperanza, aunque, como todos sabemos, en tiempos oscuros como los que vivimos, las cosas empeoran. El planeta se enfrenta a múltiples crisis interconectadas: guerras, cambio climático descontrolado, profundización de las desigualdades, reducción de la capacidad de reproducción social, conflictos en las fronteras y el colapso epistémico provocado por la inteligencia artificial, por nombrar sólo las más obvias.
Transición al comunismo
La transición se produce en el intervalo entre el paso del tiempo y la duración. Implica un movimiento hacia algo más, otro tiempo, otro lugar. Para nosotros sigue siendo importante hablar de la transición al comunismo. Somos conscientes de que ésta es una transición con una historia, y que esta historia está marcada por callejones sin salida, decepciones y desenlaces trágicos. Sin embargo, mientras el capital siga arraigándose en las relaciones sociales y dominándolas, seguirá siendo necesaria una ruptura política, una transición enraizada en la multiplicidad de luchas sociales, en las diferencias y conflictos que ellas encarnan.
No creemos que el capital lo explique todo: las guerras, el calentamiento global, las experiencias indígenas, el sexismo y el racismo, la violencia del genocidio y el colonialismo. Tampoco imaginamos que un solo sujeto político, una especie de sustituto o sucesor de la clase obrera industrial, pueda impulsar al mundo hacia nuevos campos elíseos. Para nosotros el comunismo no es un idilio ni una utopía. Si bien una condición fundamental para su realización es la abolición de la propiedad privada, ésta no coincide con la búsqueda de una comunidad absoluta que niegue toda forma de posesión personal. Lejos de imaginar una sociedad completamente pacificada y paradisíaca, el comunismo coincide para nosotros con el establecimiento de canales de articulación de luchas que no pueden sino continuar.
Esto no significa que la transición al comunismo deba unificar una miríada de luchas sociales en un impulso dialéctico imparable. Nada es dado ni inevitable. Hablamos de una transición que requiere un enorme esfuerzo de organización política, herramientas para traducir entre diferentes luchas en distintas partes del mundo, para deshacer y refundar subjetividades políticas y para forjar un nuevo internacionalismo. En este sentido, la transición al comunismo sólo puede tener lugar en plural, en el movimiento entre muchas transiciones.
Más allá de los cambios a la derecha
Entonces, ¿qué está cambiando en el mundo hoy en día? Parece casi inevitable revisar nuestros recientes reveses políticos e insistir en la triste realidad de que parece ser la derecha, y no la izquierda, la que ofrece a la gente una salida histórica al neoliberalismo. Pero si bien el capitalismo ciertamente está sujeto a transiciones internas, como lo demuestra la propia transición del capitalismo industrial al neoliberalismo, está lejos de ser claro que una salida de ese tipo sea inminente. No se trata sólo de la compatibilidad de los dictados y prácticas de gobernanza neoliberales con el nacionalismo y el fortalecimiento de fronteras favorecidos por la derecha y, no pocas veces, por sectores de la propia izquierda.
Se trata también de la persistencia de procesos y conexiones globales que pueden coexistir con las tendencias nacionalistas e incluso prevalecer sobre ellas. Pensemos en la atención que se presta al comercio en las llamadas políticas populistas preocupadas por el empleo y los aranceles. A pesar del creciente internacionalismo reaccionario en torno a políticos como Trump, Putin, Modi y Milei, el comercio, como la migración, sigue siendo una preocupación central de sus plataformas. Esto ocurre a pesar de que el volumen de transacciones en los mercados financieros mundiales excede con creces las cifras de comercio entre las principales naciones y pone de relieve el alto grado de integración al que sigue estando sujeta la economía mundial. Para identificar los vectores actuales de la transición, debemos mirar más allá de los giros derechistas y dirigir nuestra atención analítica a los procesos y operaciones globales que exceden y se entrelazan con los retrocesos nacionalistas.
Proceder de esta manera ofrece una nueva perspectiva sobre la actual proliferación de transiciones. Por ejemplo, es posible situar las guerras que se han profundizado y explotado a raíz de la pandemia de COVID-19 en el marco de un cambio hacia una multipolaridad inestable en la que las relaciones entre el capitalismo y el territorialismo están experimentando mutaciones importantes, en lugar de ver estas guerras simplemente como impulsadas por rivalidades entre grandes potencias. Los Estados-nación no compiten principalmente por el control soberano del territorio, aunque siguen estallando conflictos territoriales, como en los casos de Ucrania y Taiwán, y todavía existen ambiciones territoriales, como en las aspiraciones de los Estados Unidos con respecto a Groenlandia (por no hablar de Canadá). Hoy en día, los Estados están más interesados en gestionar y controlar las geometrías fracturadas y variables del cambiante sistema mundial, especialmente aquellas asociadas con las operaciones financieras y logísticas y la extracción de materias primas.
Esto es evidente en el uso del dólar como herramienta de dominación financiera por parte de Estados Unidos, en la iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda de China o en el control de los flujos de combustibles fósiles por parte de Rusia. Esto también queda claro en las crecientes tensiones por el Canal de Panamá y en la narrativa de Israel de la guerra de Gaza como una contienda entre la “maldición” de Irán y sus aliados en todo el Medio Oriente y la “bendición” de una ruta logística abierta entre India y Europa basada en acuerdos con Arabia Saudita y otros países. Desde esta perspectiva, la guerra no es una señal del fin del mundo, sino más bien un indicador del fin de un orden mundial basado en preceptos liberales y en la hegemonía estadounidense.
El catastrofismo conlleva una voluntad de poder, una tendencia hacia una totalidad que contiene y destruye a todos los seres humanos y las cosas. Las fantasías ecomodernistas de una salida tecnológica a este caos se vuelven contra sí mismas, buscando salvar al mundo a través de una aceleración que presagia poco más que supervivencia. Mientras tanto, los defensores de la resiliencia adoptan una escatología que oscila entre dejarse llevar y dominar el tiempo a través de prácticas de autogestión y adaptación. Y, sin embargo, frente a toda esta sensación de fin, la vida continúa. Más allá de cualquier espera o salvación, está el tiempo.
Conectando las luchas contra la guerra y las luchas climáticas
La catástrofe ecológica es probablemente el principal motor de las visiones apocalípticas actuales. Por transición ecológica entendemos el conjunto de ajustes sociales, tecnológicos, económicos y políticos necesarios para abordar una serie de problemas interconectados como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la deforestación, la contaminación del agua y del aire, la sobrepesca, la producción de desechos, la acidificación de los océanos, el agotamiento de los recursos naturales, la degradación de la tierra y la urbanización. Aquí, la cuestión de la relación entre el cambio ambiental y el capitalismo plantea un problema. Si bien no creemos que el capitalismo proporcione una explicación completa de la degradación ecológica, tomamos en serio los argumentos sobre la explotación por parte del capital de la “naturaleza de bajo costo” y su superación de los límites del metabolismo social con la naturaleza.
Los debates sobre el decrecimiento, el ecomodernismo o el realismo planetario plantean la cuestión de si una transición ecológica implica necesariamente una transición hacia una vida después del capitalismo. Sin embargo, incluso si respondemos afirmativamente a esta pregunta, sigue existiendo la cuestión de si esta vida debería adoptar la forma de pequeñas sociedades locales colectivizadas capaces de perseguir la sostenibilidad o implicar una transición energética liderada por el proletariado destinada a resolver las contradicciones ecológicas inherentes a la propia sociedad de clases.
Lo que nos interesa no es hacer una elección ni proponer una mediación entre estas posiciones. Más bien, observamos que el debate sobre la transición ecológica a menudo tiene lugar en un contexto separado de la dinámica geopolítica y geoeconómica actual. Hoy en día, la tarea política de conectar las luchas contra la guerra y por el clima adquiere una nueva urgencia. No es simplemente que la guerra tenga consecuencias ambientales devastadoras. Tampoco es sólo que la guerra ofrece un instrumento contundente para abordar los problemas sistémicos del capitalismo, de los cuales los desafíos ambientales constituyen un duro recordatorio. El nexo entre geopolítica, geoeconomía y crisis ambiental se hace claramente visible cuando colocamos la cuestión de la transición energética en el centro de la de la transición ecológica, reconociendo que los esfuerzos de descarbonización deben implicar necesariamente el rediseño y la reorganización de los sistemas energéticos y las economías existentes.
En este sentido, la actual posición de liderazgo de China en el control de las cadenas de suministro de minerales críticos y hardware de energía renovable es un factor primordial. Lo mismo ocurre con el espíritu de “perforar, perforar, perforar” que ha revivido el capitalismo fósil en Estados Unidos y acelerado el retroceso de las políticas industriales destinadas a subsidiar la transición energética como parte de una estrategia de “reducción de riesgos”. Es importante recordar que no sólo los grandes Estados imperialistas están involucrados en esta dinámica y que casi en todas partes la transición hacia las energías renovables ha estado acompañada de un aumento en la extracción y el consumo de combustibles fósiles. Sin embargo, aun cuando el capitalismo enfrenta obstáculos para financiar y obtener ganancias de las energías renovables, una perspectiva que considere la transición energética como un medio para estimular una transición hacia una vida después del capitalismo debe operar en el contexto de un entorno geopolítico fragmentado y multipolar. La cuestión no es tanto la decisión que hay que tomar en favor del decrecimiento, del ecomodernismo o de cualquier otro enfoque: lo que se plantea es, ante todo, una cuestión pragmática relacionada con los recursos y las tecnologías disponibles para gestionar colectivamente los sistemas energéticos en escalas relevantes.
La transición se produce en el intervalo entre el paso del tiempo y la duración. Implica un movimiento hacia algo más, otro tiempo, otro lugar. Para nosotros sigue siendo importante hablar de la transición al comunismo. Somos conscientes de que ésta es una transición con una historia, y que esta historia está marcada por callejones sin salida, decepciones y desenlaces trágicos. Sin embargo, mientras el capital siga arraigándose en las relaciones sociales y dominándolas, seguirá siendo necesaria una ruptura política, una transición enraizada en la multiplicidad de luchas sociales, en las diferencias y conflictos que ellas encarnan.
El entrelazamiento de transiciones
La interrelación de las transiciones geopolíticas, ecológicas y energéticas es sólo un ejemplo de cómo se entrecruzan las transiciones actuales. Podríamos multiplicar los ejemplos, observando cómo las transiciones digitales y la Inteligencia Artificial atraviesan las transformaciones de la reproducción social, por ejemplo, o las topologías de cierre y apertura de fronteras. Lo que sostenemos es (1) que cualquier discusión sobre una transición al comunismo o sobre la vida después del capitalismo hoy en día debe tener en cuenta esta proliferación de transiciones. Y (2) que el punto no es tomar la transición al comunismo como una gran narrativa que absorbe y reconcilia todas esas otras transiciones en una única trayectoria de organización y lucha.
En El resto y Occidente: capitalismo y poder en un mundo multipolar (Verso, 2024), describimos cómo el sistema capitalista global se está reorganizando en torno a múltiples polos que fracturan las geografías del poder y la riqueza en espacios operativos anidados y circuitos transnacionales de producción y circulación que divergen y se superponen a nivel global. Los regímenes de guerra contemporáneos están insertos en estos sistemas multipolares y se extienden simultáneamente a través de ellos. En esta situación, la política que pretende imaginar una vida después del capitalismo debe ser necesariamente una política global. Pero una política de este tipo debe ser capaz de abordar condiciones heterogéneas de dominación y explotación y, al mismo tiempo, procurar articular un deseo común de liberación.
En otras palabras, esta política debe estar abierta tanto a las diferencias como a las tendencias unificadoras. La política comunista de transición es, por tanto, necesariamente una política de traducción, en una densa red de intercambios, transfusiones y encuentros con lo intraducible que desplazan y desestabilizan las subjetividades establecidas y las reivindicaciones del nativismo. La política del apocalipsis, por otra parte, busca borrar todas las diferencias en una carrera que lo abarca todo hacia la nada. Es por esto que las visiones del fin del mundo, ya sea impulsadas por escatologías climáticas u otras narrativas de cierre, tienden a obstaculizar una política que pretende abolir un mundo basado en la conquista colonial y capitalista.
1 Publicado el 22 marzo 2025 en Euronomade y originalmente en Berliner Gazette.
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