Toni Negri
Filósofo, militante y escritor italiano
Autor, junto a Michael Hardt, de la trilogía formada por
Imperio, Multitud y Commonwealth
Traducción de Víctor Manuel Moncayo C.
He vivido suficientemente, aun así, espero que sea un pasaje llevadero (la muerte). Usando las palabras de Montaigne, confío en que me sorprenda mientras cultivo mis hortalizas en el huerto”.
Mario Tronti
Debo admitir que me siento un poco incómodo al pensar en discutir este volumen de escritos de Mario Tronti, que abarca la totalidad de su vida como investigador y militante. Cuando era joven, no tan joven en realidad, poco antes de cumplir los treinta, Mario me enseñó a leer a Marx. No fue una responsabilidad pequeña y le estoy infinitamente agradecido hasta el día de hoy por eso. A partir de esa lectura, mi propia vida militante pudo tomar forma y existir. Sin embargo, seis o siete años después de ese inicio, precisamente en el año en que Mario nos brindó ese maravilloso texto que es Ouvriers et capital, Mario decidió dejarnos, iba a decir: decidió abandonarnos. No digo que me haya dejado a mí, digo que nos dejó a todos nosotros, porque para entonces, los operaístas en que nos habíamos convertido, habíamos crecido en número, no solo en las universidades, sino en todas las grandes fábricas del norte de Italia.
Estábamos en 1966: Mario nos dijo entonces que la década de los años sesenta estaba llegando a su fin antes de tiempo, y con esa década acortada, también estaba llegando a su fin la era de la autonomía obrera; nos explicó que debíamos encontrar un nivel más elevado para las luchas que habíamos llevado a cabo y seguíamos llevando a cabo, que debíamos llevar la lucha al propio Partido Comunista Italiano. Le respondimos: ¿pero no es eso lo que ya estamos haciendo? Nunca fuimos, ni en ese momento ni después, indiferentes al problema del desarrollo político de las luchas obreras y a la tarea que esto implicaba. El hecho es que el Partido no apreciaba realmente lo que estábamos haciendo, si me permiten este eufemismo.
En el crescendo de las luchas obreras que nos llevarían pronto a esos dos años fundamentales para Italia, 1968 y 1969, no entendíamos por qué debíamos abandonar la autonomía obrera a su suerte.
Una vez pasado 1968, Mario nos explicó que los eventos nos habían sumido definitivamente en la confusión. En su opinión, habíamos confundido el amanecer con el atardecer. Pero, ¿cuál atardecer? Por supuesto, el final de la hegemonía del obrero-masa comenzaba a vislumbrarse, pero ¿era necesario confundirlo con el fin de la lucha de clases? Durante todos los años setenta, años que fueron la larga prolongación de 1968 en Italia, esa transformación que Mario había experimentado nunca logró convencernos más. No entendíamos, y seguimos sin entender.
Cuando el volumen del que estamos hablando llegó a mis manos recientemente, me di cuenta de que solo conocía un tercio de los textos que lo componen. Los otros dos tercios me eran desconocidos, estaban por leer. Dicho esto, para decirlo a su manera surgía una profunda escisión. Si digo que en cierto momento dejé de leer sus textos, por supuesto no significa que Mario hubiera desaparecido por completo de mi horizonte diario. Recuerdo haber leído con cierta molestia un ensayo sobre la historia del pensamiento político moderno que Mario había escrito y que encontré parcial; en ese momento me estaba acercando al espinozismo, y no aprecié realmente la exaltación sin reservas de la teoría hobbesiana del poder que se presentaba allí. Como si la historia del pensamiento político moderno pudiera no estar atravesada siempre por el pensamiento y la historia de los vencidos, por la línea de la revuelta, por el sueño comunista, hasta encarnarse con Marx en forma de crítica de la economía política y de una intuición del poder de subjetivación de la clase.
Era a esa figura de la historia moderna, tan diferente de la suya, a la que yo estaba profundamente ligado; y había aprendido precisamente esto de “Ouvriers et capital”: debíamos seguir la “historia interna de la clase obrera”, es decir, la historia de su subjetivación progresiva. Lo que estaba tratando de poner en práctica era el desarrollo de la intuición trontiana que enfatizaba la necesidad de evaluar el grado de madurez al que había llegado la subjetivación de la fuerza laboral, hasta el punto de ‒cito “Ouvriers et capital”‒ “contar realmente dos veces en el sistema capitalista: una vez como fuerza que produce capital y otra vez como fuerza que se niega a producirlo; una vez en el capital, otra vez contra el capital”.
Entonces, ¿por qué de repente Mario parecía olvidar, en su trabajo histórico, la lucha contra el capital y la poderosa manera en que el proletariado se subjetiviza? En esos mismos años, creo que me enfadé mucho cuando Massimo Cacciari y Alberto Asor Rosa, siguiendo el análisis de Mario, atacaron a Foucault, porque decían que Foucault disolvía al Estado, que representaba al mismo tiempo el objeto y el sujeto exclusivos de su concepción de lo político. No había margen para la ambigüedad. Fue entonces cuando finalmente entendí que el terreno político que mis viejos camaradas habían elegido estaba representado exclusivamente por el aparato estatal, y que estaba completamente separado del nivel de la lucha de clases. Que increíble limitación en relación con el punto de vista que nos ofrecía Foucault. No había más ambigüedad posible. Fue en ese momento que finalmente comprendí que el terreno político que mis viejos camaradas habían elegido estaba representado exclusivamente por el aparato del Estado, y que estaba radicalmente desconectado del nivel de la lucha de clases. ¡Qué increíble limitación en comparación con el punto de vista que nos ofrecía, por ejemplo, Foucault! Foucault, cuyo concepto de poder era para mí, por el contrario, el eco del dualismo del concepto marxista de capital, en el cual reconocía “mi” propio Marx.
Más recientemente, me he preguntado con cierta perplejidad qué puede significar todavía el “operaísmo” hoy en día, y qué concepción pueden tener de él los jóvenes investigadores o estudiantes, ya que a mí me llaman “post-operaísta”, aun cuando nunca cesé de reconocer la necesidad de desarrollar las intuiciones políticas y los dispositivos metodológicos del “primer operaísmo”, del operaísmo “auténtico”, si se quiere, el de los años 1960. Siempre he intentado hacerlo y he continuado en el análisis de la transformación de la composición de la clase y de la lucha de clases a nivel internacional. Me importa mucho ser reconocido como operaísta en el debate filosófico y político actual. Es algo que admito sin falsa modestia, porque es mi historia y, además, he pagado bastante caro esa fidelidad. Así que dejo muy gustosamente este “post-” a aquellos que, por el contrario, han elegido abandonar el operaísmo y seguir otro camino hace ya mucho tiempo. En el momento de la escisión, que fue un desgarramiento, yo era minoría en ese entonces; pero como a menudo sucede con las minorías, ya sentía en ese momento que la elección del Partido y del Estado, la elección que hacían o iban a hacer aquellos que habían sido operaístas y ya no querían serlo, aquellos a quienes hoy en día siguen llamando operaístas aunque no lo sean desde hace cincuenta años, yo ya sentía, por lo tanto, siendo considerado hoy en día como un “post-operaísta”, que esta elección acabaría por desmoronarse en cuanto presenciáramos el renacimiento de la lucha de clases.
Para evitar enojarme con tanta frecuencia, llegué a pensar: debería ir a escuchar a Mario más seguido, solo para comprender. Había regresado voluntariamente a Italia en 1997, después de catorce años de exilio; estaba en prisión y Mario impartía la gran lección que pondría fin a su carrera universitaria en Siena en 2001. Así que solicité un permiso de salida especial y, para mi gran sorpresa, me fue concedido. Finalmente volvía a ver Siena después de tantos años (ese placer tampoco era completamente indiferente). La lección de Mario llevaba el título “Politica e destino” – “Política y destino”.
Llorar por las derrotas siempre produce una huida metafísica estéril. En cambio, lo que se necesitaría ‒aunque Mario esté lejos de considerarlo‒, es un repliegue difícil pero positivo en la economía política, una nueva interrogación sobre la “composición” técnica y política de la clase trabajadora que, en las contingencias que enfrentamos, se está constituyendo y ofreciendo en nuevas formas. ¿Cómo han cambiado la fuerza laboral y el capital variable en su relación con el capital fijo, en las transformaciones del modo de producción capitalista y en el paso de la fase industrial a la fase postindustrial? ¿Qué es esta “intelectualidad” que constituye o atraviesa a la multitud de trabajadores y cuáles son las formas de su ser productivo? ¿Y qué hay de la nueva centralidad de la cooperación en el trabajo, del aumento de su intensidad en el trabajo inmaterial, cognitivo, en red, etc., de esta poderosa transversalidad? ¿Qué consecuencias determina todo esto?
Lo digo con el cariño de siempre, y quiero que quede claro: este cariño nunca disminuyó, ni en 1966, ni en la década de 1970, ni en 2001, ni hoy en día: comprendí cuán distantes habíamos llegado a estar Mario y yo. Conocía bien “Freiheit und Schicksal” (“Libertad y destino”), el texto del joven Hegel, que había sido traducido y comentado en Italia por Luporini, y que Mario tomó como punto de partida para su propia exposición ese día. Yo mismo había trabajado extensamente en el texto para mi habilitación. Entonces, ¿qué le sucedía a este texto fuertemente republicano del joven Hegel en la interpretación que Mario le daba? En realidad, Mario realizaba una especie de desplazamiento desde la “Bestimmung” hegeliana hacia la “Geschick” heideggeriana, desde la determinación ético-política de Hegel y su proyección revolucionaria sobre la “Begeisterung” popular, hacia la decisión heideggeriana de “abandono (del ente) en el ser”. Pero, ¿por qué este desplazamiento? ¿Cómo se podía pasar del entusiasmo hegeliano a la reflexión mortífera heideggeriana? La respuesta era en realidad altamente metafórica. Para él, se trataba de la toma de conciencia definitiva de la crisis de un destino político completamente basado en la pertenencia al Partido. Porque era necesario reconocerlo: en 2001, el Partido ya no existía. ¿Por qué? Mario respondía de manera metafórica: “¡Porque ya no hay pueblo!” (Il demone della politica, p. 577). Y, por tanto: la “vocación” o, en palabras de Mario, “la tarea que nos correspondía de organizarnos como clase dirigente, hegemónicamente dominante”, ya no existía.
Me pregunté entonces: ¿pero qué mitología hegemónica es esta que hace que Mario reaccione de manera tan dramática, y en mi opinión tan desastrosa, ante el presente de la lucha de clases? Aquí está lo que constituye para mí “el enigma Tronti”, un enigma que no me parece imposible de resolver: es un desplazamiento del punto de vista, desde aquel que consistía en estar simultáneamente en y contra el capital, hacia aquel que consistía en estar en el Partido, con la propuesta de imponer su hegemonía sobre el desarrollo capitalista. El enigma es la discontinuidad profunda entre el Tronti de “Obreros y capital”, por un lado, y el Tronti de “la autonomía de lo político”. En otras palabras, un desplazamiento de la fuente del poder y de la iniciativa de la lucha de clases ‒ de abajo hacia arriba.
En 1972, el concepto de “autonomía de lo político” emergió con gran claridad en un texto cuyo título era precisamente ese: “La autonomía de lo político”. Ya no se trataba en absoluto del residuo de una tradición histórica, o de la memoria de Hobbes. El concepto emergía más bien de la idea de que era necesario poner fin al “monoteísmo” marxista, es decir, a la pretensión de que la crítica de la economía política y la crítica de la política pudieran tener la misma fuente. Según Mario, eran en cambio dos prácticas críticas diferentes. Políticamente, esta duplicidad estaba justificada, de manera no totalmente ilegítima, por la idea de que en los años 70 el capitalismo había demostrado ser insuficiente para sostener al Estado moderno, o más precisamente insuficiente para sostener el desarrollo capitalista bajo la forma del Estado moderno. Pero si el capitalismo estaba rezagado, razonaba Mario, entonces era la política la que tenía la tarea de agitarlo. Había que pedirle a lo político que modernizara al Estado. Y por “política”, solo se podía entender la fuerza de la clase organizada en el Partido. ¿Entonces a quién le corresponde modernizar al Estado? Lo cito: a “la clase obrera (que) aparece desde este punto de vista como la única verdadera racionalidad del Estado moderno” (DdP, p. 297).
Aquí es donde surge lo que para mí es la paradoja total. “Clase obrera como racionalidad del Estado moderno”: la afirmación es difícil de justificar, tanto en relación con el “operaísmo puro” ‒el operaísmo de principios de los años 60‒, como en relación con los destinos que efectivamente serán los de la clase y el Estado moderno. En el primer caso, la racionalidad operaísta representaba exactamente lo opuesto a una función progresiva del desarrollo capitalista; porque si era su causa, era de manera antagonista, pero en ningún caso como una especie de agente instrumental, y mucho menos como una función racional. En el segundo caso, si avanzamos en el tiempo y seguimos el desarrollo de la relación entre la lucha de clases y el Estado, debemos reconocer que en las décadas que siguieron, esta relación terminó agotándose, al menos bajo la forma metaforizada que nos presentaba Mario: la clase, cuando actúa como una fuerza antagonista y al mismo tiempo motora del capital, ya no será representada por el Partido, ni ahora ni nunca más.
Regresemos entonces a 1972.
Tronti reconoce que la autonomía de lo político puede convertirse en un proyecto político directamente capitalista. En este caso, admite con honestidad que esta autonomía de lo político simplemente se convertiría en la última de las ideologías burguesas. Pero hoy en día (hoy: estamos en los años 1970), también afirma que puede ser alcanzable como una demanda obrera. Lo cito: “El Estado moderno entonces aparece como nada menos que la forma moderna de organización autónoma de la clase obrera” (p. 298).
Este informe se perfecciona una década después, en la época de Berlinguer, cuando se comienza a hablar del “compromiso histórico”. Digo “perfeccionado” porque está acompañado de una nueva subvaloración del papel revolucionario de la clase obrera. Teóricamente expresado por Mario, se puede resumir de la siguiente manera: “La clase obrera, basada en la lucha dentro de las relaciones de producción, solo puede ganar de manera ocasional; estratégicamente, no gana, estratégicamente sigue siendo una clase, siempre dominada; pero si no juega simplemente en el campo de la clase, si baraja las cartas para redistribuirlas e invierte en el terreno político, entonces surgen momentos en los que el proceso de la dominación capitalista puede ser revertido”. Aquí, de manera bastante radical en mi opinión, se encuentra la evidente ruptura que Mario hace con el operaísmo de la década de 1960.
En la discusión –dado que el texto sobre la autonomía de lo político es producto de una discusión– esta tesis se modera. A veces, se reintroduce la relación dual de capital teorizada en “Trabajadores y Capital”. Cito: “Dentro de la sociedad capitalista, nunca hay una dominación de clase unívoca” (p. 305). Además, imagino que en 1972, los participantes en la discusión recordaron a Mario la intensidad de las luchas en curso. Así es como reacciona Mario, cito nuevamente: “Un desarrollo capitalista de este tipo no puede funcionar si no elimina, frente a él, este aparato estatal que ya no se corresponde con el nivel actual del desarrollo capitalista. Esa es la previsión que hacemos” (p. 307). En este punto, Mario tenía sin duda razón: es precisamente el momento en que el capital se abre a la reorganización global de la soberanía. Pero esta vez, la “gran política” se le escapa. De manera bastante ingenua, todavía piensa que estas operaciones son internas al entramado del Estado-nación y así, bastante ingenuamente, agrega, cito: “Cuando el capital decide trasladar su acción a este terreno –Tronti insinúa una vez más aquí el tema de la reforma del Estado– todo el juego de la lucha de clases se desplaza, necesariamente, a este terreno y enfrenta el problema de la sofocación política y, por lo tanto, de la reforma del equilibrio estatal, incluso antes de que el capital sea consciente de ello y pueda desarrollar un plan concreto y efectivo para esta reforma. Así, el proceso –no diría de reforma, sino de revolución política del Estado capitalista en sí– es un proyecto que la clase obrera debe anticipar” (p. 307).
Y aquí surge la demanda del instrumento que representa la autonomía de lo político – cito: “Encontramos un nivel dentro del movimiento obrero disponible para una acción de este tipo” (p. 309). Y nuevamente: “Para un proyecto de este tipo, nos encontramos con instrumentos de organización que, debido a la política pasada, debido a su estructura interna, están disponibles para una acción de este tipo. Es una situación histórica paradójica, pero es una paradoja para usar” (p. 309). Uno podría burlarse de este “realismo político”, pero ¿qué sentido tendría? Basta con medir, como es posible hacerlo ahora, hasta qué punto el idealismo representaba su verdadero fundamento.
La clase debe convertirse en el Estado: eso es en lo que consiste la autonomía de lo político – y así es como esta autonomía sigue apareciendo en “El Tiempo de la Política”, en 1980. El texto es muy interesante. Por un lado, hay una cierta autocritica con respecto a la condena de 1968 que Mario había hecho en ese momento. Por ejemplo, afirma el origen obrero de 1968 e incluso sostiene que mucho antes de 1968, todo un ciclo de luchas obreras victoriosas, tanto a nivel europeo como mundial, lo habían preparado.
Tronti proporciona ejemplos a partir del “caso italiano”, basados en los procesos que llevaron a los trabajadores en lucha a abandonar las fábricas. Incluso abre su análisis a una definición preliminar de lo “social” como un nuevo terreno para la lucha de clases. Y critica la incapacidad del Partido para absorber y/o relacionarse con los nuevos movimientos – cito: “lentitud de los reflejos, miedo a la novedad, instinto de autodefensa” (p. 382-390). Pero posteriormente, como si nada hubiera ocurrido, vuelve a surgir la insistencia en el Partido como clave de todos los procesos. Lo que es literalmente insoportable es que todo este discurso se presente ahora a partir de la eliminación de cualquier enfoque crítico de la economía política y, en cambio, sea respaldado por un voluntarismo realmente extraño. Cito: “Rosenzweig indicaba una perspectiva para interpretar la política moderna, desde Hegel hasta Bismarck. ¿Es posible extender esta línea y continuar el discurso barajando las cartas – de Bismarck a Lenin? Solo aquellos que carecen de cualquier espíritu de investigación…” Solo aquellos que carecen de espíritu de investigación, aquellos que tienen miedo de salir de sus ideas sumergiendo sus manos en las prácticas del enemigo, aquellos que piensan en pequeño, basados en una coherencia ideológica en lugar de en la productividad política de una elección teórica, se escandalizarán por esto” (p. 408). Estoy de acuerdo. Pero también es necesario recordar que después de haber probado este pasaje a través de Bismarck, Rosenzweig llegó a la conclusión de la mística Stern der Erlösung (La estrella de la redención). No creo que Tronti se haya ofendido por esto, porque me parece que está preparado para seguir un camino similar. Volveré sobre este punto.
Pero quisiera regresar al tema de la autonomía de lo político y seguir su recorrido. Estamos en 1998, y es otro texto importante: “Politica Storia Novecento” – “Política Historia Siglo XX”. Cito: “La fase de la autonomía de lo político se cierra” (p. 524). ¿Por qué se concluye la autonomía de lo político? Porque, dice, “la derrota del movimiento obrero ‒estamos en 1998‒ aparece sin posibilidad de rescate de ningún tipo” (p. 325). Y aquí está la secuencia que se nos presenta como una vía de escape‒ cito: “La clase obrera no está muerta (…) pero el movimiento obrero está muerto. Y no había lucha de clases porque había clase obrera, no había lucha de clases porque había movimiento obrero” (p. 528). En resumen: después de subordinar la lucha de clases a la autonomía de lo político, la lucha de clases llega a su fin con la desaparición del PCI. Se podría añadir: C. Q.E.D., mi general. Y sugerir aquí otra lectura de la cuestión sobre el fin de la autonomía de lo político: porque la línea de pensamiento de Tronti va, en cada ocasión, desde un error político hacia la transfiguración trascendental de este último, y por lo tanto: desde el fracaso del “Partido en la fábrica” hasta la idea de la autonomía de lo político, desde la crisis de 1968 hasta la afirmación de la clase como Estado, desde el fracaso del compromiso histórico hasta la teología política, en una huida hacia adelante absolutamente interminable.
Tronti nos concede, no obstante, que nos queda la revuelta de las clases subalternas ‒cito… “en su curso eterno”‒ (p. 529). El discurso alcanza así lo eterno ‒de la misma manera, en las pp. 530-534‒ cito: “El Dios que se hace hombre y el hombre que se hace Dios finalmente no se han encontrado… y la undécima tesis de Marx sobre Feuerbach (‘Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de transformarlo’) debe ser profundamente cuestionada… El dogma de la praxis desaparece”. En resumen: el PCI ha terminado, por lo que cualquier política revolucionaria ha terminado también. Pero lo mismo sería válido para cualquier política progresista o revolucionaria. Si esta convicción no fuera tan enfáticamente afirmada, esta creencia casi podría emerger en una luz crepuscular y entrelazar la nostalgia del “pueblo comunista” (una nostalgia que se nos presenta en muchas ocasiones) y el sentido de la incomprensibilidad de los tiempos nuevos. Una suerte de aura pasoliniana de Mario, en resumen.
En el texto “Karl und Carl” (p. 549-560), el discurso sobre la autonomía de lo político, que se creía terminado, regresa, pero en una versión sublimada. Tronti lo presenta como “lo último que queda”. La autonomía de lo político ya no está vinculada a la historia del movimiento obrero o a su política, sino que más bien se propone aquí como un hecho ontológico, como una necesidad del pensamiento, de la vida y de la convivencia humana. Ya no es un modo, sino un atributo del ser, se podría decir irónicamente. Tronti reconoce que, al principio, “la ocasión ingenua del encuentro” con Schmitt fue proporcionada, para los operarios que ingresaban al PCI en 1970, por una cierta ‒cito‒ “ambición práctica de arrancar de Schmitt el secreto de la autonomía de lo político para entregárselo, como arma ofensiva, al partido de la clase obrera” (p. 566). Esto confirma la hipótesis que ya he planteado. Pero también era necesario, agrega Tronti, ir más allá de la contingencia. Era necesario reconocer un giro estratégico y tomar de Schmitt el pensamiento “del carácter originario de lo político, de la política como poder originario” (estas son las palabras de Schmitt). La lógica ya no podía ser consecuencial. De hecho, se había construido un nuevo monoteísmo, opuesto al que Marx había denunciado.
¿Qué decir del resto de este libro?
Que a menudo, el juicio político sobre la realidad presente se ve extraviado por resonancias espirituales, teológicas y trascendentales. El poder se deshistoriciza de manera definitiva. En su lugar, ahora tenemos lo teológico-político. El sentido de lo religioso impregna el nihilismo que a su vez deriva de la declaración del fin del lenguaje político moderno y de su mundo, un fin que es contemporáneo del agotamiento del siglo XX. Nos encontramos frente a una especie de precipitación catastrófica, como cuando se dice que uno se precipita en un abismo; una caída imparable. Ahora todo es igual, todo tiene el mismo valor, y la única función que queda en el pensamiento político es la del katechon. Se trata simplemente de intentar bloquear, detener y desacelerar esta caída en la cual nos encontramos comprometidos.
Me entristece un poco que el intento que representaba originalmente “Obreros y capital” ‒un intento de reconquistar lo político a través de la subjetivación del actor proletario en la lucha de clases‒ termine en una triste compasión por la virtud humana.
Esta virtud se había entrelazado con la fortuna, y así, en el Partido, nos decía Mario, no solo podíamos salvarnos de la ruina, sino también construir un mundo nuevo. Pero una vez que la fortuna desaparece, es la virtud la que también debe desaparecer. Mario entiende poco del pensamiento de Maquiavelo en este destino. En los análisis de Maquiavelo, la “fortuna” que desaparece es siempre portadora de una nueva “virtud” latente. Esa es la situación que enfrentamos hoy. Y un pensamiento genéticamente sólido, como el de Mario, un pensamiento cuyo ADN operario era tan fuerte, nunca debería haber perdido la capacidad de percibirlo: el fin del Partido marca, por supuesto, el fin de una era; pero también señala el nacimiento de nuevas subjetividades.
Llorar por las derrotas siempre produce una huida metafísica estéril. En cambio, lo que se necesitaría ‒aunque Mario esté lejos de considerarlo‒, es un repliegue difícil pero positivo en la economía política, una nueva interrogación sobre la “composición” técnica y política de la clase trabajadora que, en las contingencias que enfrentamos, se está constituyendo y ofreciendo en nuevas formas. ¿Cómo han cambiado la fuerza laboral y el capital variable en su relación con el capital fijo, en las transformaciones del modo de producción capitalista y en el paso de la fase industrial a la fase postindustrial? ¿Qué es esta “intelectualidad” que constituye o atraviesa a la multitud de trabajadores y cuáles son las formas de su ser productivo? ¿Y qué hay de la nueva centralidad de la cooperación en el trabajo, del aumento de su intensidad en el trabajo inmaterial, cognitivo, en red, etc., de esta poderosa transversalidad? ¿Qué consecuencias determina todo esto? Si el obrero social se convierte en trabajador cognitivo y fusiona las cualidades que tenía (movilidad y flexibilidad) con la cooperación lingüística y tecnológica, ¿cómo se pueden redefinir la relación y el salto entre la composición técnica y la composición política del nuevo proletariado? Si es cierto que en medio de esta transformación tumultuosa, lo único que no cambia es que el capital se alimenta del sobretrabajo y reconfigura y rearticula constantemente la plusvalía y la ganancia, entonces este vínculo entre la composición técnica y la composición política es posible: es un dispositivo latente por desarrollar y una tarea política que reconocer.
Por supuesto, el operaísmo debe actualizarse. Puede hacerlo: la socialización de la producción y el trabajo cognitivo ahora atraviesan la acumulación y la vida en su totalidad. No es casualidad que en la reproducción social, en el corazón de las vidas, los movimientos feministas se hayan vuelto centrales. Más aún: el punto de vista de los “subalternos”, cualesquiera que sean, muestra una total sintonía, un vínculo, con los movimientos de clase. ¿No podríamos reactualizar desde estas nuevas luchas y nuevos sujetos, este punto de vista que constituyó el operaísmo como tal, esta manera de considerar todos los desarrollos históricos de la lucha por la emancipación desde abajo, desde la lucha de clase de los explotados? Y por lo tanto, ¿no podríamos también reactualizar la capacidad para dotar a este punto de vista de una intensidad biopolítica y de una extensión universal? En resumen: ¿no podríamos pensar que, después del fin de la centralidad de la fábrica, la lucha de clases podría recuperar aquí, completamente, su virtualidad revolucionaria?
Termino aquí mis preguntas, se habrán imaginado las respuestas que yo, como operaísta, aporto. Solo quiero sugerir para finalizar una idea de lo que podríamos descubrir, si solo reactiváramos la investigación sobre la composición técnica del proletariado y tratáramos de deducir hipótesis sobre una posible nueva composición política de este.
Esta composición política solo puede surgir cuando la clase trabajadora, una vez reconocido el exceso productivo del trabajo cooperativo y/o cognitivo que caracteriza la nueva acumulación, se rebele; y cuando demuestre ser capaz de mantener a lo largo del tiempo la ruptura con la relación de producción, construir contra-poder e instituir en este sentido una legitimidad constituyente. Aquí, la palabra “política” está estrechamente ligada al verbo “producir”, no en el sentido que los economistas entienden, sino en el sentido de lo que las luchas construyen: una capacidad libre para producir y ejercer control sobre la vida.
Termino.
Creo que hay un último punto que es fuertemente polémico con respecto a Mario. A diferencia de lo que él sostiene cada vez que intenta articular su teoría política y/o del poder, Lenin no tiene nada que ver con la autonomía de lo político. Porque Lenin fue, precisamente, monoteísta, pero en un sentido opuesto al de Schmitt: encontrando en Marx la idea de lo político, que materialmente consistía en la proyección masificada del trabajo vivo que, en la forma, se representaba en una organización de partido calcada sobre la organización de la fábrica, sobre la comunidad productiva, y que, en proyecto, se plasmaba en una empresa revolucionaria para la construcción del común. En Lenin no hay manera de desprender la materia de la forma. Es la referencia que se hace a menudo a la NEP para mostrar el realismo oportunista de Lenin, que conduce a las políticas estalinistas que más tarde sucederán al modelo político leninista, en el cual los temas de la extinción del Estado, de una transición como fase de reapropiación y de transformación de los poderes del Estado por el proletariado, y de la voluntad de crear una sociedad sin clases, son por el contrario evidentes.
Si el obrero social se convierte en trabajador cognitivo y fusiona las cualidades que tenía (movilidad y flexibilidad) con la cooperación lingüística y tecnológica, ¿cómo se pueden redefinir la relación y el salto entre la composición técnica y la composición política del nuevo proletariado? Si es cierto que en medio de esta transformación tumultuosa, lo único que no cambia es que el capital se alimenta del sobretrabajo y reconfigura y rearticula constantemente la plusvalía y la ganancia, entonces este vínculo entre la composición técnica y la composición política es posible: es un dispositivo latente por desarrollar y una tarea política que reconocer.
En verdad, en la medida en que Tronti avanza en su empresa de destrucción de la tradición comunista, atenúa esa manera de reenviar Lenin a la autonomía de lo político. La autocrítica trontiana (no estoy seguro que ella sea sólo una, porque siempre se presenta como potencia de una verdad superior), parece más bien cambiar de terreno. La mitología después de la teoría, lo ascético luego de lo místico. Cito: “el marxismo del siglo XX, bajo la forma del leninismo es bastante filosofía de la mitología”. La modificación, a pesar de todo, es apreciable. Era extremadamente peligroso avanzar en la vía de un Lenin tomado plenamente por la autonomía de lo político, porque la cuestión tenía en sí misma un fuerte acento de revisionismo histórico. Después de Lenin igual a Bismarck, hay Lenin igual a Hitler, idea a pesar de todo aceptada por Schmitt, pero nunca por nosotros. Esa equivalencia para nosotros es imposible.
La referencia a lo político trascendental, que es típica de la patología estatista del siglo XX – “detestable cólera que para los Aqueos significó sufrimientos sin nombre”, tuvo su tiempo. En el mundo globalizado, toda reminiscencia estatal está destinada a plegarse a las necesidades del soberanismo, del identitarismo, y alimenta las derivaciones fascisantes, al mismo tiempo que la figura del Estado palidece siempre en el contexto de la mundialización. El Estado, lejos de reaparecer como un sujeto autónomo, cada vez tiene un papel más subordinado en el “juego mundializado de la tasa de ganancia”. Como lo han escrito recientemente investigadores y amigos más jóvenes que nosotros, pero que son operaístas como lo fuimos hace casi sesenta años, cito “se puede entonces concluir que el Estado no es hoy lo suficientemente poderoso para enfrentar el capitalismo contemporáneo. Para reabrir una perspectiva política de transformación radical, es absolutamente necesario encontrar cualquiera otra cosa, una fuente de poder diferente” (Sandro Mezzadra et Brett Neilson, The Politics of Operations).
He aquí, pues, que la perspectiva operaísta ‒la que nos ofreció Mario hace casi 53 años, pero de la cual él reniega hace bastante tiempo‒ puede ayudarnos. Si mi lectura del volumen se detuvo en su primera tercera parte, ello no quiere decir ‒hoy‒ que, reiniciando desde este primer tercio del volumen, no podamos nosotros ‒hoy‒ redescubrir el nuevo sentido marxiano de la política.
1 Hace pocos días (7 de agosto) falleció a los 92 años Mario Tronti. Estuvo entre los fundadores de la revista Cuadernos Rojos en los años 50, pero que abandonó en 1963 para fundar otra publicación, Clase Obrera, de la que fue director. En 1981 fundó otra importante revista en línea con el Partido Comunista de la época, Laboratorio Político. En 1992 fue elegido senador por el Partido Democrático de la Izquierda (PdS), y en 2013 volvió al Senado italiano, en las listas del Partido Democrático (PD). Para recordar su significación teórica y política en la historia anticapitalista, publicamos esta intervención de Toni Negri en un seminario realizado en Paris a propósito de su obra, especialmente Obreros y Capital, en Panthéon-Sorbonne, el 5 de abril de 2019.
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