José Honorio Martínez
Profesor Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia
En el presente artículo se describe de manera breve la crisis que en la mayor parte de América Latina ha venido sufriendo el progresismo, planteando algunos elementos para entender sus fracturas organizativas y sus derrotas electorales, y la forma en que en el escenario político tienden a reaparecer las derechas con nítidas apuestas por la instauración de concepciones y prácticas fascistas.
Elementos sobre la crisis en el campo progresista
Como marcha la situación política en América Latina el progresismo parece será en poco tiempo cosa del pasado. Lo más llamativo de la tendencia ‒general‒ a su implosión es el peso con el que concurren a ello las subjetividades y las propias fuerzas que lo componen. Para ser más precisos: en Ecuador, donde el correísmo alcanzó incluso a erigir una nueva constitución política (Montecristi 2008), el devenir político de su máximo dirigente, Rafael Correa, se saldó con el exilio a manos de su heredero, Lenin Moreno; este mismo cuadro aconteció en Perú en diciembre de 2022, cuando la vicepresidente Dina Boluarte participó decididamente en la conspiración que condujo al derrocamiento del presidente Pedro Castillo, pero también se está viviendo hoy en Bolivia, donde el expresidente Evo Morales, máximo dirigente del Movimiento Al Socialismo (MAS), es objeto de persecución por su ayer ministro de economía y actual presidente, Luis Arce. Con alcances distintos, en Argentina ocurrió una situación similar en 2008 cuando el vicepresidente del gobierno de Cristina Kirchner, Julio Cobos, votó en el Congreso en contra del establecimiento de retenciones (tributarias) a las ganancias extraordinarias de los sojeros.
Las claves de la crisis del progresismo quizá anidan en su propio origen. El progresismo apareció en la mayor parte de los países latinoamericanos como una “salida de emergencia” ante la crisis de los sistemas políticos vigentes. Crisis que, como fue suficientemente analizado por distintos autores en su momento, era el resultado del agotamiento del proyecto neoliberal y la impugnación planteada por las masas en las calles mediante distintos repertorios de la protesta popular.
Lo que se denota en los casos mencionados es que el progresismo al estar caracterizado por los liderazgos personalistas carece de la fortaleza orgánica (del común) necesaria para enfrentar las fracturas entre sus dirigentes. Se trata de fracturas que han sido costosas, pues marcaron virajes que enrutaron los procesos políticos mencionados hacia la derechización. En Ecuador, el gobierno de Lenin Moreno volvió a colocar el país en la égida del FMI y abrió el paso a los gobiernos del banquero Guillermo Lasso y del bananero Daniel Noboa, quienes restablecieron la injerencia norteamericana y gobernaron regodeándose con la aplicación del estado de excepción; en Perú, la presidencia de Boluarte, luego de masacrar las protestas en contra del golpe contra el presidente Castillo, corrió presurosa a extender por otras tres y cuatro décadas las concesiones mineras a las corporaciones transnacionales, al tiempo que amplía la presencia militar norteamericana en el país 1 ; en Bolivia, el gobierno Arce se ha empeñado en el disciplinamiento fiscal conduciendo el país a una crítica situación económica y social, enfilando simultáneamente las baterías de la represión contra el campesinado cocalero y el masismo rural y agrario.
Lo que ejemplifican los casos de Lenin Moreno, Dina Boluarte y Luis Arce es que el campo progresista presenta serios problemas de unidad organizativa y perspectiva política.
En países como Argentina, Chile y Brasil no son las disputas entre sus dirigentes las que dan al traste con el curso del progresismo, sino las derrotas electorales. En las recientes elecciones regionales tanto el Partido de los Trabajadores de Lula como la alianza de partidos (Chile contigo mucho mejor) de Boric sufrieron serias derrotas. En Argentina hace un año el kirchnerismo fue derrotado en las presidenciales.
Lo que salta a la vista es que el progresismo no consolida avances que le permitan la continuidad. Y no lo hace porque se sujeta al inercial disciplinamiento impuesto por el endeudamiento y la financiarización en el caso argentino, o a los mandatos comerciales y extractivistas de la Unión Europea y al leguleyismo (poder constituyente estratégicamente limitado) en el caso de Boric o al anclaje judicial y militar que imponen los segmentos burocráticos que ostentan “la propiedad” del Estado al gobierno Lula. Es decir, en los tres casos acaba por pesar más el “instinto de conservación” del régimen político y sus “sagradas instituciones” que el compromiso con la exigencia popular de cambios y transformaciones.
El caso del presidente Boric en Chile resulta llamativo por la aguda impronta antipopular impresa en su gobierno2 . Boric, quien llegó a la presidencia aupado por las protestas antineoliberales de octubre de 2019, se ha distinguido por acentuar el carácter represivo del régimen político. La prolongación del estado de excepción en la Araucanía, la creciente persecución contra el movimiento mapuche, la expedición de legislación que legaliza el “gatillo fácil” por parte de la policía (los carabineros o “pacos”) y la criminalización de las tomas de tierras son muestra patente del torcido curso del progresismo chileno.
En Brasil el gobierno Lula, otrora líder de la integración latinoamericana, hoy le cierra las puertas a Venezuela para su ingreso a los BRICS. Y en Argentina, donde el gobierno del neofascista Javier Milei lleva adelante una agenda de guerra contra los sectores populares, congresistas del kirchnerismo han acabado dando su voto a las iniciativas que conculcan los derechos económicos y sociales de los ciudadanos.
En la medida que el origen de las fuerzas políticas englobadas bajo el término progresismo se ligó a las difíciles contingencias de los regímenes políticos, no existieron en ellas elaboradas conceptualizaciones teóricas, ni se distinguieron por su fortaleza orgánica ni ‒menos‒ ostentaron claras perspectivas estratégicas.
En México la llegada del progresismo no modificó las relaciones con Estados Unidos en ninguna de las materias más importantes: energética, migratoria y de seguridad, por el contrario, fue creada una Guardia Nacional (militarizada) que se encargará de tareas de seguridad pública durante cinco años. El Movimiento de Restauración Nacional (MORENA) de Andrés Manuel López Obrador se aplicó en retomar los proyectos desarrollistas del PRI en el sudeste mexicano (Tren Maya) con grandes consecuencias negativas para los pueblos rurales y sus territorios3.
¿Por qué razones el progresismo que ganó un importante espacio político en América Latina durante la primera década del siglo XXI hoy torna hacia la crisis y su declive como fuerza representativa de los intereses de las clases subalternas?
Las claves de la crisis del progresismo quizá anidan en su propio origen. El progresismo apareció en la mayor parte de los países latinoamericanos como una “salida de emergencia” ante la crisis de los sistemas políticos vigentes. Crisis que, como fue suficientemente analizado por distintos autores en su momento, era el resultado del agotamiento del proyecto neoliberal y la impugnación planteada por las masas en las calles mediante distintos repertorios de la protesta popular.
Acogiendo una retórica crítica del neoliberalismo y a través del recurso a las alianzas electorales el progresismo logró llegar al gobierno en casi toda América Latina. Las clases dominantes en general se dividieron entre sectores que reconocieron e incluso respaldaron al progresismo y sectores que, enriquecidos en los privilegios derivados del ejercicio del poder, enfundados en imaginarios anacrónicos y temerosos de que se abrieran las puertas de la justicia social, oficiaron como la nueva derecha en la oposición. Estos sectores en general se han distinguido por recuperar el macabro legado de las dictaduras militares o de los gobiernos genocidas de reciente data, de tal modo han sido resucitados numerosos terroristas de Estado, como los Pinochet, los Videla, los Castelo Branco, los Banzer y los Fujimori, por mencionar algunos.
En la medida que el origen de las fuerzas políticas englobadas bajo el término progresismo se ligó a las difíciles contingencias de los regímenes políticos, no existieron en ellas elaboradas conceptualizaciones teóricas, ni se distinguieron por su fortaleza orgánica ni ‒menos‒ ostentaron claras perspectivas estratégicas.
Como factor adicional el progresismo irrumpió en el panorama político en momentos en que la política y la democracia realmente existente se transan como mercancía. La política reglada por la mercantilización no exige ideas sino grandes sumas de dinero. La “democracia estadounidense” es un caso modelo, allí el triunfo electoral suele estar asegurado para quien realice los mayores recaudos. El influjo de este “modelo de democracia” sobre América Latina siempre ha estado presente a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en el siglo XXI ha tendido a acrecentarse. En la política reglada por la mercantilización, el pensamiento y la reflexión no encuentran cabida, siendo lo fundamental la mediación producida por las emociones y las imágenes, las cuales propician la identificación necesaria para que los líderes carismáticos tengan los seguidores y votos suficientes. Cuando las fuerzas políticas contrahegemónicas se instalan en este terreno pierden, así ganen las elecciones.
De manera general, el progresismo apareció, en cuanto a la coyuntura, como una “tabla de salvación” de los regímenes políticos oligárquicos en momentos de reconfiguración sistémica; en cuanto su carácter de clase, como inofensivo para el régimen de explotación vigente, y en cuanto a su contexto, como un planteamiento que se aviene a las reglas de juego establecidas en la democracia mercantilizada.
Estas tres circunstancias permiten entender porque la suerte del progresismo se torna tan complicada, estando marcada por disputas internas que la llevan a su quiebra abriendo paso ‒casi que necesariamente‒ a la resurrección de las derechas.
En este sentido, mientras las fuerzas políticas “del cambio” y “la transformación social” no se planteen la forja de la política como una dimensión constituyente del anhelo de justicia social (de los subalternos), amasada con convicciones fuertes y horizontes ciertos, imaginados en el establecimiento de otro tipo de relaciones sociales, estaremos asistiendo a un errático devenir del poder redundante en la cretinización de la política y la fascistización de nuestras sociedades.
Mientras las fuerzas políticas “del cambio” y “la transformación social” no se planteen la forja de la política como una dimensión constituyente del anhelo de justicia social (de los subalternos), amasada con convicciones fuertes y horizontes ciertos, imaginados en el establecimiento de otro tipo de relaciones sociales, estaremos asistiendo a un errático devenir del poder redundante en la cretinización de la política y la fascistización de nuestras sociedades.
Las nuevas derechas y el recurso al fascismo
La ideología tendiente a la fascistización en América Latina se encuentra hoy reinstalada. Muestra de ello han venido siendo el bolsonarismo en Brasil4, y los gobiernos de Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador.
La fascistización actual es un fenómeno que implica el recurso casi permanente al estado de excepción como método de gobierno5, dirigiendo el accionar de las fuerzas militares y policiales del Estado contra grupos sociales a los que previamente se les ha cargado de estigmas en aras de legitimar su persecución, exterminio o reclusión perpetua. Desde esta perspectiva son criminales los miles de migrantes que intentan atravesar las fronteras rumbo a Norteamérica, las mujeres que defienden causas ambientales, étnicas o de género, los jóvenes de las favelas en Río de Janeiro y de los barrios pobres en San Salvador y Guayaquil, o los mapuches de la Araucanía que luchan por su territorialidad asediada por el despliegue de megaproyectos forestales, hidroeléctricos y pesqueros.
Las derechas implantadas después del declive de las fuerzas progresistas vienen recargadas con todas las características que distinguieron al fascismo histórico: la política entendida como aniquilación física del enemigo sustancial (Schmitt), la práctica de la violencia contra los débiles y desposeídos, la celebración de la guerra como éxtasis tecnológico (futurismo), el negacionismo científico y la mentira como fundamento del ejercicio propagandístico, agregándose a ello en los caos latinoamericanos, la apología del colonialismo y de las dictaduras militares.
La irrupción de esta derecha recargada de brutalidad es comprensible en el contexto de la crisis del capitalismo en Europa y Norteamérica, y si bien sus referentes ideológicos resultan anacrónicos su génesis aparece plenamente ligada a la crisis estructural del modo de producción capitalista dependiente latinoamericano.
1 Estados Unidos refuerza el control sobre Perú, La Línea, octubre 15 de 2024.
2 Lucha de clases y represión en el gobierno izquierdista de Boric, Colectivo Vamos hacia la vida, abril 6 de 2024.
3 Lo que dejo la Cuarta Transformación de López Obrador, El Sur a fondo, octubre 5 de 2024.
4 Brasil fue el país con el mayor partido fascista fuera de Europa en los años 1930: Alianza Integralista Nacional tenía 1.200.000 miembros. Durante la dictadura militar (1964-1985) dos miembros de este partido, Augusto Rademaker y Márcio Melo, hicieron parte de la Junta Militar de Gobierno.
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