Santos Alonso Beltrán Beltrán
PhD en Estudios Políticos
Profesor ESAP-UN
El ascenso de la propuesta política de Petro se puede relacionar con el rechazo de la población al uso desmedido de la fuerza que hizo la policía durante varios episodios recientes de la movilización ciudadana. Petro se alineó con las voces que rechazaban y condenaban de manera tajante las acciones policiales que condujeron a la muerte, desaparición y lesión de muchos manifestantes. La Policía Nacional en ciudades como Bogotá, pero especialmente en Cali, epicentro del llamado Estallido Social, se involucró en múltiples asesinatos, en lesiones oculares, maltrato y violencia sexual, e incluso desaparición forzada de jóvenes que hacían parte de la movilización ciudadana pacífica, que derivó luego en disturbios y desórdenes. La izquierda, incluido allí Petro, ya venía lanzando críticas muy fuertes a la doctrina, los métodos y el uso de la fuerza por parte de los órganos policiales, llegando incluso a plantear la eliminación del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Esta propuesta recogía la crítica que muchas organizaciones estudiantiles, y juveniles en general, hacían de lo que denominaban la brutalidad policial, que se tradujo en marchas, plantones y acciones políticas contra la policía.
La eliminación del ESMAD era solo la punta del iceberg de una reforma profunda que implicaba desde un cambio de doctrina hasta la separación de la institución policial del Ministerio de Defensa para ser trasladada a la cartera del Interior y de Gobierno, o la creación de un ministerio especifico que la albergara. Petro se alineó con esta demanda y capitalizó la inconformidad de los jóvenes para que se tradujera en apoyo electoral a su propuesta política. Una vez ganó la presidencia, las voces que lo apoyaron presionan para que esta transformación de la policía se realice y para que se avance en la construcción de una nueva institución. Por supuesto, los tiempos de la política son más rápidos que los ritmos de la reforma que deben sortear no solo las barreras de la concertación y los consensos, sino los escollos de la burocracia y la presión de los intereses enquistados en un institución tan longeva e importante. Este artículo busca pasar revista de manera muy somera por la historia de la policía y por las posibilidades de su reforma en medio de un ambiente político tan agitado como el que le espera al gobierno Petro.
La ciudad y el poder de policía
La polis griega y, luego, la cive romana fueron las estructuras políticas más importantes del mundo antiguo y, por ello, también origen de nuestra institucionalidad. La vida en la polis, la vida política, se diferenciaba de manera tajante de la vida privada en la que los individuos eran desiguales, heterónomos y estaban sometidos al instinto y a la pulsión propias de la vida orgánica. Vivir políticamente, vivir humanamente, implicaba justamente superar ese carácter biológico, incluso animal, de la vida en la Domus en el Oikos. En el mundo privado el poder se ejercía principalmente a través de la fuerza, de la violencia. La fuerza física podía ser utilizada de manera arbitraria por el detentador del poder, llegándose incluso a la posibilidad de cegar la vida humana. El mundo privado era el reino del poder despótico, del poder patriarcal, de la labor y la violencia. El mundo público, el mundo político, la vida en la polis, por el contrario, implicaba una relación entre hombres libres, iguales y autónomos; en esa esfera la palabra y la acción signaban la convivencia pacífica. La violencia se consideraba el último recurso a utilizar, y solo por aquellos que eran facultados para hacerlo. Había una diferencia clara entre la autorictas, el poder del padre, la potestas, el poder del Magistrado, y el imperium, el poder del Cónsul, del Dictador y, luego, del Emperador. La posibilidad de ejercer la violencia al interior del cuerpo político solo estaba conferida a quien era investido por la colectividad, y su uso estaba reglado, monopolizado y, posteriormente, institucionalizado. Solo quien estaba investido de imperium podía dirigir la fuerza contra quienes amenazaban la existencia del cuerpo político desde afuera, como en las guerras contra otros pueblos, o desde dentro, como en la contención de las facciones que atentaban contra la unidad, la estabilidad y la paz de la ciudad.
En la ciudad antigua, el uso de la fuerza se confiaba a un cuerpo elite con armas diferentes a los soldados regulares. En Roma, los Vigiles y las Cohortes Urbanae instituidas por Augusto cumplían las labores de ayudar a la convivencia y mantener el orden al interior de la ciudad. Con la explosión demográfica de Roma y la extensión física del Imperio se fueron desarrollando otros cuerpos de control del orden público con funciones más complejas y diversas que iban desde la seguridad personal de las altas autoridades, como la Guardia Pretoriana, hasta la inteligencia y vigilancia de conspiradores y revoltosos, como los Frumentarii. La ciudad medieval desarrolló un sistema diferente de control del orden público, la seguridad y la convivencia, toda vez que la configuración de los centros urbanos que surgieron como consecuencia de la disolución del Imperio Romano eran diferentes. En algunas ciudades medievales esta tarea correspondió a las Rondas, o a los Mozos o a otros grupos de personas investidas para ello.
La modernidad fue construyendo cuerpos cada vez más robustos con labores que implicaban el control de algunos servicios públicos como la iluminación, el acceso al agua potable, el tránsito de carruajes y vehículos, la intervención de actividades peligrosas, en términos generales, el orden público, la convivencia, el ornato, la salubridad, en fin, la vida urbana, la vida en la ciudad. Así, el dispositivo policial se orientó a garantizar una especie de “vida feliz” mediante el control de los ciudadanos para que cumplieran con las normas de convivencia, salubridad, tránsito, cuidado del entorno, etc., pero lo haría no mediante la pedagogía o disuasión sino del uso de la fuerza, en lo que podría llamarse una especie de control represivo de la vida social y orgánica de los individuos en la urbe. Más allá de las críticas al dispositivo disciplinar que esto implica, ha sido clara la diferencia en la naturaleza, las funciones y el objetivo de la policía como un cuerpo civil armado para garantizar la vida en la ciudad. Un cuerpo uniformado que puede usar un tipo de fuerza orientada a disuadir, a controlar, incluso a aconductar a los ciudadanos, para que cumplan las normas. Una institución de la ciudad, de la polis, para la vida política, para la vida en comunidad.
La esencia de la policía debería ser prestar su ayuda en la construcción de un orden social basado en la democracia, la convivencia, la corresponsabilidad, la autorregulación y la solidaridad ciudadana. En esta tarea debe hacer uso tanto de la educación y la formación de cultura cívica como de la disuasión y control de las conductas lesivas a esos valores mediante el uso de la fuerza de manera proporcional, limitado y respetuoso de los derechos humanos.
La policía en Colombia: de la civilidad a la militarización; de la militarización a la “paramilitarización”
La historia de la Policía Nacional data de los primeros años del siglo XX. Durante el gobierno de Rafael Reyes se realiza el primer gran proceso de modernización de la fuerza pública. En el Quinquenio se contrata una misión chilena, de ascendencia prusiana, que echará las bases del ejército colombiano. En relación con la policía será Juan María Marcelino Gilibert quien a finales del siglo XIX creará el primer cuerpo de policía para la ciudad de Bogotá y quien también en el gobierno de Reyes aceptará nuevamente su dirección. Nuestra policía tuvo así una ascendencia francesa, muy ligada a la percepción de Gilibert respecto del papel que esta cumplía en su país natal como máximo órgano de vigilancia y garante de la convivencia, pero clasista, con principios morales del mundo cristiano y una tendencia inicial a inclinarse políticamente de lado de los conservadores en las disputas partidistas que se vivían. El primer cuerpo de policía organizado eliminó la gendarmería, el cuerpo de serenos y las policías municipales, para construir una institución de carácter nacional adscrita al Ministerio de Gobierno.
En el Periodo de la Gran Violencia, la policía sufrió aún más el sesgo partidista que la fue apartando de manera clara de su papel como garante de la paz y la convivencia y, al contrario, la ubicó como una extensión más de las disputas armadas de los partidos. Los Chulavitas fueron la expresión más clara de esa politización y del uso de la policía con fines partidistas. Este grupo de policías, reclutados en la vereda del mismo nombre, fue utilizado durante el gobierno de Laureano Gómez como una especie de cuerpo armado y clandestino para hostigar, perseguir y asesinar liberales. No obstante, no fueron solo los conservadores los que ayudaron en la politización, elementos liberales al interior del mismo cuerpo policial se declararon abiertamente como tales, y, en la asonada popular del 9 de abril de 1948, apoyaron de manera pública la insurrección, ya como parte del mismo levantamiento armado, permitiendo que la población tomara sus armas, o evitando intervenir para controlar el orden público. Usando como justificación esta situación, la administración de Rojas Pinilla decidió eliminar las policías municipales, unificar todo en un solo cuerpo de policía nacional y, lo más importante, trasladar la policía al Ministerio de Defensa para, según la intención del General, eliminar la politización mediante la aplicación de un régimen castrense, muy parecido al utilizado con las fuerzas militares, que eliminara la participación política y las inclinaciones partidista y, con ello, completar la tarea desarrollada desde la Reforma Constitucional de 1945 que elevaba a rango constitucional la prohibición del sufragio para miembros activos de las fuerzas militares y la Policía Nacional.
La violencia revolucionaria de la década de los ochenta y noventa trajo un nuevo ingrediente a la militarización de la Policía Nacional. El combate contra los grupos armados irregulares profundizó en el ejército, y en la policía, una mentalidad antiinsurgente que fue tomando visos de anticomunismo, combate al enemigo interno, y luego de irregularización de las tácticas de combate mediante el uso de cuerpos paramilitares emergidos de las dos instituciones, tolerados por ellas, o usados de manera pragmática para asestar golpes a las guerrillas de primera generación. A todo ello se sumó una confusión de las tareas entre militares y policías. Los militares asumieron actividades de policía en los territorios, suplantando a quienes estaban investidos para ello, y la policía se involucró de lleno en tareas antiinsurgentes. La policía profundizó así su cariz militarista, se vio involucrada en la estrategia de la Seguridad Nacional y empezó un desdibujamiento acelerado de su papel como garante de la paz y la convivencia urbana. Luego, en los noventa, con la guerra contra el narcotráfico, la policía se vio muy fuertemente permeada por la corrupción mafiosa al interior de sus filas: militarización, politización en términos de la Guerra Fría y serios problemas de corrupción serían sus características más sobresalientes a finales del siglo XX y principios del XXI.
Una reforma urgente y necesaria: más allá de la eliminación del ESMAD
La esencia de la policía debería ser prestar su ayuda en la construcción de un orden social basado en la democracia, la convivencia, la corresponsabilidad, la autorregulación y la solidaridad ciudadana. En esta tarea debe hacer uso tanto de la educación y la formación de cultura cívica como de la disuasión y control de las conductas lesivas a esos valores mediante el uso de la fuerza de manera proporcional, limitado y respetuoso de los derechos humanos. No es posible pensar que estamos en una sociedad donde la fuerza ya no sea necesaria, en la que los conflictos sociales se hayan extinguido. Al contrario, el conflicto es connatural a la vida social, y es deber de los gobernantes dar trámite a los antagonismos mediante la apertura de todos los canales de diálogo para construir e introducir las reformas necesarias, pero también es su deber asegurar la convivencia pacífica mediante el uso de la fuerza contra quienes, apelando a esos conflictos, atentan contra la paz, la convivencia, y la cultura democrática. En ello la policía juega el papel fundamental. Solo podrá haber una mejor democracia si hay una mejor policía.
Por lo anterior, la reforma a la policía deberá arrancar por un cambio profundo en su doctrina y concepción que separe de ella la visión peligrosista, restrictiva y reaccionaria sobre la movilización y la participación ciudadana. En línea con ese cambio doctrinal será necesario separarla ideológicamente de la concepción de la Seguridad Nacional que la ha militarizado para instrumentalizarla en la lucha contra el supuesto enemigo interno en las ciudades. La policía deberá volver al Ministerio del Interior y de Gobierno, o a un Ministerio propio, reducir su concepción militarista y encargarse de la tarea fundamental de garante de la convivencia, la paz y la democracia.
Esta reforma fundamental dará lugar a cambios operativos basados en la cercanía de la policía con la ciudadanía. No se trata solo de combatir el crimen, tarea importante, sino de ayudar a crear las condiciones de convivencia pacífica que permitan a las comunidades solucionar sus conflictos a través de los canales institucionales de diálogo, apelando a las autoridades públicas, haciendo uso de la ley. Así, el uso de la fuerza será un recurso de última instancia para contener los conflictos residuales y las acciones del crimen organizado contra los ciudadanos. La policía debe acercarse al ciudadano para no desconfiar de él; el ciudadano debe acerarse la policía sin la desconfianza de quien supone una institucional abusiva, corrupta y violadora de las libertades individuales.
La policía debe proyectar su acción más allá del mundo urbano. La ciudadanía no se vive solo en los centros poblados, en las cabeceras municipales, en las grandes ciudades. El mundo rural demanda también la ayuda de la policía para garantizar la paz en los territorios. Los campesinos no son ciudadanos de segunda que deban resolver sus conflictos apelando a la violencia o mediante el arbitrio de grupos irregulares. La policía debe ayudar a cimentar en los territorios rurales la convivencia pacífica entre los habitantes, y entre ellos y el medio ambiente que los circunda, y que se convierte en recurso de todos los colombianos. También una policía rural es fundamental para cimentar el Estado en los territorios.
La reforma a la policía deberá arrancar por un cambio profundo en su doctrina y concepción que separe de ella la visión peligrosista, restrictiva y reaccionaria sobre la movilización y la participación ciudadana. En línea con ese cambio doctrinal será necesario separarla ideológicamente de la concepción de la Seguridad Nacional que la ha militarizado para instrumentalizarla en la lucha contra el supuesto enemigo interno en las ciudades. La policía deberá volver al Ministerio del Interior y de Gobierno, o a un Ministerio propio, reducir su concepción militarista y encargarse de la tarea fundamental de garante de la convivencia, la paz y la democracia.
.