
Víctor Manuel Moncayo C.
Exrector y profesor emérito
Universidad Nacional de Colombia
Hace pocos días, con ocasión de la apertura de la restauración de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, presentamos un ensayo sobre su historia2 , que me obligó a rememorar cuando llegamos a sus aulas a finales de 1959, después de cruzar su patio de entrada circundado por setos de pinos, que alcanza a registrar la fotografía generosamente cedida por el maestro Carlos Niño para la edición. Ya no estaban el mural ni las obras de Alipio Jaramillo, borradas y eliminadas en 1953 por orden de un decano de la época de la dictadura de Rojas Pinilla. Alipio había pintado “el sufrimiento y la injusticia, pintó las voces de aquellos a quienes la opresión les quiso quitar la voz, pintó la muerte en la batalla libertadora y en los campos olvidados a los que solo llegaban los ejércitos y las balas. Pintó la aberrante guerra y pintó también la muerte en muchos tonos y en muchos rostros”3 .
La Universidad y la Facultad restaurada están edificadas sobre una función crítica que se despliega en todas sus tareas misionales, para construir y ejecutar sus programas, así como para formular alternativas y soluciones políticas a la sociedad colombiana y a su organización estatal, siempre sobre la base de que reciben, conservan, transforman y enriquecen el conocimiento, entendido este también como un bien común construido por la humanidad a lo largo de su existencia histórica, que pertenece a todos, al cual se tiene derecho en términos de igualdad y equidad y que, en ningún caso puede considerarse como un bien mercantil reglado en su contenido y en su valor por las reglas del intercambio.

Ese carácter hemos tratado de rastrearlo desde la primera fundación en 1826, coincidente con la creación de la Universidad Central por el General Francisco de Paula Santander, pasando por la supresión de las universidades dispuesta por el radicalismo liberal en 1850, hasta su reconstitución como parte esencial de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia en 1867. Esa construcción histórica pasó por los avatares derivados de las orientaciones políticas de la Regeneración y, sobre todo, de su práctica desaparición durante la Guerra de 1895 y la Guerra de los Mil Días, para renacer fortalecida durante la llamada Revolución en Marcha liderada por Alfonso López Pumarejo. Vivió los debates y situaciones derivados de la desarticulación institucional que significó la Primera Violencia, bajo los gobiernos conservadores de Ospina Pérez, Laureano Gómez y Urdaneta Arbeláez, que se prolongó durante el tiempo dictatorial militar de Gustavo Rojas Pinilla, para desembocar en nuevas transformaciones internas y externas durante los comienzos del Frente Nacional; en las acaecidas durante los años sesenta; en los acontecimientos de intento de ruptura de los años setenta, y en los nuevos tiempos históricos de enfrentamiento abierto de la sociedad capitalista, de búsqueda de una ruptura de las relaciones vigentes, anunciados por novedosos movimientos como el promovido por la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE) y por los estallidos sociales de los años 2019 y 2021.
Esa prolongada y compleja construcción histórica, evidencia que en correspondencia con esa naturaleza, la Universidad y la Facultad restaurada, están edificadas sobre una función crítica que se despliega en todas sus tareas misionales, para construir y ejecutar sus programas, así como para formular alternativas y soluciones políticas a la sociedad colombiana y a su organización estatal, siempre sobre la base de que reciben, conservan, transforman y enriquecen el conocimiento, entendido este también como un bien común construido por la humanidad a lo largo de su existencia histórica, que pertenece a todos, al cual se tiene derecho en términos de igualdad y equidad y que, en ningún caso puede considerarse como un bien mercantil reglado en su contenido y en su valor por las reglas del intercambio.
Ese es el sentido y la orientación del nuevo Plan de Desarrollo de la Universidad Nacional, que quiere plantear como desafíos una construcción permanente de comunidad universitaria, una universidad dialogante con los territorios y una democratización de la vida institucional y académica, a partir de la Universidad como un bien común de la sociedad colombiana, que encara el conocimiento igualmente como un bien común, ajeno a toda forma de mercantilización.

Una vez más tenemos ante nosotros una oportunidad para repensar lo común. Como lo señalamos hace ya algún tiempo4 , es cierto que la Universidad y el sistema educativo en general no es un mundo neutral y separado del orden capitalista, pues siempre ha formado parte de él, cumpliendo funciones necesarias para su reproducción en campos tales como la calificación de la fuerza laboral, la formación de las élites, la transmisión y el reforzamiento de valores políticos y culturales inherentes a la dominación en muchos órdenes y la recepción, comunicación y producción de la ciencia, la técnica y las artes. Sirviendo, como en el caso latinoamericano y colombiano, a la conformación y consolidación de la Nación, como dimensión política y construcción social consubstancial a la existencia del sistema de dominación capitalista. Pero, no es menos verdad, como nos lo han revelado las políticas que en materia de educación superior y en otros campos se vienen promoviendo y ejecutando en los últimos tiempos, que se ha desdibujado la distinción entre lo público y lo privado para hacer más clara la mercantilización y, sobre todo, para que el sistema capitalista pueda apropiarse, sin nada a cambio, de los bienes comunes que están representados en las experiencias y resultados científico-técnicos y en los medios materiales de que disponen para el efecto las instituciones de educación superior, así como en las capacidades y competencias de profesores y estudiantes que integran las comunidades académicas. Se trata, en efecto, de espacios complejos, históricamente construidos, que en realidad no pertenecen al Estado ni a los agentes privados, aunque la formalidad jurídica diga otra cosa; que son un resultado colectivo y acumulado de toda la sociedad, verdaderos bienes comunes, obras del común, que solo artificialmente se pueden concebir como de propiedad pública o privada. Por ello, estos espacios no son solo académicos, sino escenarios para la expresión crítica y, como tales, son de igual manera producto de la construcción común a lo largo del tiempo, que es preciso defender para que no sean desconocidos ni alterados por la visión empresarial que quiere imponerse. Pero no sólo la Universidad ‒como espacio para la crítica‒ es un bien común, sino que también por ella circula un bien esencial del común: el conocimiento. El capitalismo contemporáneo ha llevado a desdibujar casi por completo la noción de lo público por oposición a lo privado, haciendo añicos esa distinción y evidenciando que lo público nada tiene que ver con el interés general. En ese proceso se observa, por lo tanto, no solo un traslado amplio y progresivo de sectores abandonados por el Estado al ámbito de la empresa privada, sino una redefinición de las instituciones públicas para acercarlas al carácter y a la lógica empresariales, hasta el punto que en la práctica en nada se distingan de aquellas, salvo por la formalidad jurídica de su origen y naturaleza. Ese es el verdadero sentido de la privatización: no se trata sólo de que agentes privados asuman la producción de determinados bienes y servicios, sino también de que las entidades públicas continúen atendiendo algunas de esas producciones, bajo reglas de operación análogas a las privadas. En el caso de la educación, esa dinámica tiene una particularidad, pues la privatización así entendida exige la conversión de un bien muy específico, como es el conocimiento, que se transmite y se produce bajo diferentes formas y en niveles distintos, en una verdadera mercancía ficticia.
En efecto, los resultados de la función humana del pensar y el saber no solo no son producidos como bienes mercantiles, sino que no son el producto de algunas mentes dotadas o iluminadas: son productos sociales de la humanidad, acumulados en su trasegar histórico, verdaderos bienes comunes, que a nadie pertenecen ni pueden pertenecer en términos de propiedad, pero que el capitalismo nos los trata y nos los presenta como cualquier otro bien para atribuirles características mercantiles, para erigirlos en valores de cambio, para hacer posible que sean monopolizados en orden a su utilización o disposición, de la misma manera como procede con otros bienes comunes, como son los recursos de la naturaleza y las mismas propiedades de la vida en sus distintas manifestaciones. Ese rasgo es tanto más importante cuanto que el conocimiento, como resultado de las transformaciones contemporáneas del capitalismo, no es que se haya convertido en un factor de la producción o en parte del factor capital como “capital humano”, que siempre lo ha sido, sino que ahora ‒más allá del incorporado en las máquinas‒ recobra importancia el que está presente en los sujetos concretos, convertidos en unidades productivas aunque no estén vinculados salarialmente, que en forma progresiva son portadores, como conjunto cooperativo y comunicativo, de una productividad derivada del conocimiento pasado y presente que está en sus cerebros y no en medios materiales exteriores e independientes. Esto es apenas parte del debate sobre lo común que se dará en el seminario del 12 y 13 de febrero de 2025 en el aula Camilo Torres de la Universidad.
Una vez más, sobre todo por los acontecimientos recientes del orden mundial, tendremos que apreciar cómo el Estado-nación ya no está en capacidad de ejercer el control de la relación del capital, pues las luchas obreras internas a que dio lugar el mismo Estado-nación y las luchas antiimperialistas y anticoloniales agotaron esa forma histórica como modalidad garante del desarrollo capitalista, poniendo fin a la fase imperialista del desarrollo capitalista, entendida como proceso expansivo del poder del Estado-nación. La subsunción real del trabajo al capital ha comprometido ahora a todo el conjunto de la vida social, de tal manera que la explotación ya no remite a la teoría del valor-trabajo y a la relación salarial clásica, pues ha quedado atrás la prevalencia del trabajo material sustituido por la dominación hegemónica del trabajo inmaterial. Estamos en la “época de la producción biopolítica”. Estamos llamados a dar una respuesta nueva y satisfactoria a la caducidad de las categorías con las cuales se comprendía la explotación capitalista en otro momento. El clásico concepto marxista de plusvalía ya no da cuenta de la realidad, ni apoya la acción política, y hay que “reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión han cambiado profundamente”.
Los resultados de la función humana del pensar y el saber no solo no son producidos como bienes mercantiles, sino que no son el producto de algunas mentes dotadas o iluminadas: son productos sociales de la humanidad, acumulados en su trasegar histórico, verdaderos bienes comunes, que a nadie pertenecen ni pueden pertenecer en términos de propiedad, pero que el capitalismo nos los trata y nos los presenta como cualquier otro bien para atribuirles características mercantiles, para erigirlos en valores de cambio, para hacer posible que sean monopolizados en orden a su utilización o disposición, de la misma manera como procede con otros bienes comunes, como son los recursos de la naturaleza y las mismas propiedades de la vida en sus distintas manifestaciones.

Es en ese contexto, donde reaparece la Multitud, que no está compuesta por “ciudadanos” ni por “productores” sino por singularidades productivas que ya no necesitan la unidad de la forma del Estado-nacional, sino que han reencontrado su unidad en las facultades genéricas de la especie humana. Es esa Multitud la que va al rescate de lo común, con todas sus implicaciones en los movimientos que hoy se escenifican en todas las latitudes, y que son definitivamente al mismo tiempo la realidad y el porvenir de las luchas anticapitalistas en el mundo global al cual pertenecemos.
Al espacio de la Universidad y de esta Facultad le esperan nuevos tiempos históricos de enfrentamiento abierto de la sociedad capitalista, de búsqueda de una ruptura de las relaciones vigentes, para que los movimientos no solo redescubran la tierra prometida, sino siembren en ella nuevos gérmenes de ruptura crítica, que rescaten y defiendan los bienes comunes.
1 Este texto recoge parte de la intervención del 4 de febrero de 2025, en el contexto de reflexiones sobre la Universidad y los bienes comunes expuestas en otros números de esta Revista.
2 MONCAYO, V.M. y CORREO, H.D. De Santa Clara a la tierra prometida. La huella histórica de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. Ed. UN, Bogotá 2024.
3 Relato de Eva María Rodríguez
4 Revista Izquierda N.o 31 de 2013.
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