
Jairo Estrada Álvarez
Profesor del Departamento de Ciencia Política
Universidad Nacional de Colombia
La política de paz total del gobierno progresista social liberal de Gustavo Petro se formuló en respuesta al infausto legado del cuatrienio de Iván Duque, quien además de hacerse a la tarea de hacer trizas ‒con evidentes resultados‒ el Acuerdo de paz suscrito en noviembre de 2016 con la extinta guerrilla de la FARC-EP, entregó al final del mandato presidencial un cuadro de persistencia de la violencia y el conflicto armado por cuenta de la confrontación con el ELN, la entrada en la escena de las denominadas nuevas guerrillas y la continuidad de diversas expresiones organizadas del mercenarismo narcotraficante y paramilitar.
Más allá de las válidas observaciones formuladas al diseño inicial de la política gubernamental, en el sentido de la ausencia de un elaborado concepto de paz, sustentado en estrategias, método y recursos claros, debe reconocerse la intención de recuperar el significado del diálogo y la negociación como opción frente a la solución militar pregonada por los sectores más a la derecha del espectro político y, sobre todo, el loable y ambicioso propósito de propiciar las condiciones para sentar las bases de una senda sostenible de construcción de paz en el mediano y largo plazo.
En ese sentido, la noción de paz total pareció descansar sobre varios supuestos: en primer lugar, la reconducción de la implementación del Acuerdo de 2016 hacia el cumplimiento integral, como quedó consignado en el Plan Nacional de Desarrollo, al definir dicho acuerdo como “uno de los pilares y piedra angular para avanzar hacia la paz total”. En segundo lugar, la disposición para iniciar diálogos sociopolíticos, con organizaciones armadas de “origen político” a fin de alcanzar acuerdos de paz; en tercer lugar, la consideración de conversaciones sociojurídicas con organizaciones de “criminalidad de alto impacto” con miras a lograr su sometimiento a la justicia. Estos dos últimos aspectos, se fundamentaron en las posibilidades brindadas por la Ley 2272, presentada por el Gobierno y aprobada por el Congreso de la República en la legislatura del segundo semestre de 2022. Dicha ley, se afirma, “tiene como objeto definir la política de paz como una política de Estado” (Art. 1.º).
La política de paz total del gobierno progresista social liberal de Gustavo Petro se formuló en respuesta al infausto legado del cuatrienio de Iván Duque, quien además de hacerse a la tarea de hacer trizas ‒con evidentes resultados‒ el Acuerdo de paz suscrito en noviembre de 2016 con la extinta guerrilla de la FARC-EP, entregó al final del mandato presidencial un cuadro de persistencia de la violencia y el conflicto armado por cuenta de la confrontación con el ELN, la entrada en la escena de las denominadas nuevas guerrillas y la continuidad de diversas expresiones organizadas del mercenarismo narcotraficante y paramilitar.
Debe presumirse que todo ese repertorio partía del reconocimiento del papel de la implementación integral para avanzar en la superación de causas históricas y factores de persistencia del conflicto. Asimismo, por una parte, que aun cumpliendo lo dispuesto en el Acuerdo de 2016, no por ello se estaba frente al “fin del conflicto”, pues no solo persistía el alzamiento armado del Ejército de Liberación Nacional (ELN), sino que entre tanto se contaba la presencia de “nuevas guerrillas”; y por la otra, que se apreciaba una mayor presencia territorial del mercenarismo narcotraficante y paramilitar, caracterizado ahora como expresión de “criminalidad de alto impacto”. En todo caso, es preciso señalar que a pesar de los esfuerzos de diferenciación, en la visión gubernamental ya se abría paso la idea de un conflicto armado en mutación en el que la codicia tendía a imponerse sobre la política.

Los desarrollos iniciales de la política de paz total, se expresaron, primero, en la formulación del Plan Cuatrienal de Implementación y del Plan Plurianual de Inversiones para la Paz, incorporados como parte integral del Plan Nacional de Desarrollo (2022-2026); igualmente se acompañaron de reiteradas manifestaciones sobre el compromiso de cumplir lo pactado en 2016, así como de numerosos anuncios de política pública en materia de implementación. Segundo, condujeron al rápido reinicio de los diálogos con el ELN y a la formulación de la agenda, conocida como el Acuerdo de México del 10 de marzo de 2023; tras la fase exploratoria, se llegó a la instalación de la mesa de diálogos (sin precisa definición de agenda) con el denominado Estado Mayor Central (EMC) el 16 de octubre de 2023; luego de año y medio de intercambios discretos, se acordó una nueva mesa de diálogos con la Segunda Marquetalia-Ejército Bolivariano (SM-EB), cuyo inicio formal se dio el 24 junio de 2024 (sin precisa definición de agenda). Tercero, tras acercamientos preliminares, en algunos casos se mantuvieron los contactos, en otros se instalaron mesas de conversaciones con bandas criminales de algunos centros urbanos, al tiempo que se avanzó en exploraciones con el mercenarismo narcotraficante y paramilitar de los denominados Clan del Golfo y los Conquistadores de la Sierra.
Al inicio de todos esos procesos, la preocupación principal del gobierno de Gustavo Petro se centró en el desescalamiento de la violencia y el conflicto armado, razón por la cual se promovió, entre otros, el cese bilateral de fuegos con la diferentes organizaciones armadas, se sopesaron (sin éxito) ceses multilaterales de fuegos entre las organizaciones en contienda armada, bajo el supuesto de una función mediadora del Estado, al tiempo que se consideraba la puesta en marcha de transformaciones en los territorios, según los lineamientos del Plan Nacional de Desarrollo, el cual estableció además la conformación de regiones de paz. Igualmente, se contempló un papel activo y protagónico de las poblaciones campesinas y de pueblos étnicos, así como de sus organizaciones en los territorios en que se llevarían a cabo los procesos de paz o de sometimiento a la justicia. A ello se agregaban las expectativas más generales del “Gobierno del cambio” que, de cumplirse, podrían garantizar la transición hacia un mejor capitalismo, un “capitalismo progresista”, gracias a la puesta en marcha de una reorientación del imperante modelo económico neoliberal y a la realización de reformas sociales para la materialización efectiva de los derechos consagrados en la Constitución de 1991. Muy seguramente se consideraba que el vigor y la observancia de un “capitalismo progresista” constituiría en sí mismo una razón más para el fortalecimiento del orden democrático, evidenciando el anacronismo de la rebeldía armada y poniendo en cuestión las demás expresiones armadas de la violencia.
Escapa a los propósitos de este texto realizar un recorrido detallado de los desarrollos de la política de paz a lo largo de los casi tres años de gobierno progresista, considerando los procesos emprendidos, con sus alcances, limitaciones, logros y traspiés. Al margen de esa circunstancia, es constatable que es poco lo que queda de los propósitos iniciales de la paz total. En su lugar, junto con la posibilidad de “paces territoriales” con precisa (micro)localización, se aprecian escenarios de intensificación de la violencia y el conflicto armado, los cuales están fortaleciendo el reposicionamiento de discursos y políticas de seguridad con tendencia al predominio del tratamiento militar y de orden público, así este se acompañe de anuncios y medidas sobre una acción integral del Estado en los territorios. Desde luego, sin descartar que situaciones sobrevinientes puedan modificar la trayectoria que en el presente se viene evidenciando.
Los extravíos de la política de paz
¿Qué condujo a ese extravío de la política de paz total y con ello al escenario problemático por el que está transitando?
El rol relegado del Acuerdo de paz de 2016
Lo primero es señalar que el Acuerdo de paz de 2016 y su implementación, más allá del recurso retórico y de los numerosos anuncios, no ha logrado ocupar el lugar de ser “uno de sus pilares y piedra fundamental” de la política de paz total como lo señaló el PND. Su rol ha sido relegado a un segundo plano, sin evidenciar articulación con los otros componentes de la política de paz.
Como es ampliamente conocido, el señalado acuerdo fue contentivo del reconocimiento de la existencia de causas históricas y de factores de persistencia del conflicto social armado, así como de disposiciones para avanzar hacia su superación definitiva, mediante reformas básicas, de limitado alcance, pero con potencial transformador. Además de otras consideraciones que escapan a los alcances de este texto, los acuerdos en torno a esas reformas fueron argumento para que se produjera el desarme de la guerrilla de las FARC-EP y se iniciara su proceso de reincorporación a la vida civil. Sin desconocer el significado político y cultural y las realizaciones parciales, algunas de ellas significativas, si se le mira desde la perspectiva de su integralidad y de sus propósitos principales, con el Acuerdo de paz se está frente a una obra maltrecha, fruto del incumplimiento sistemático del Estado, que empezó en el gobierno de Juan Manuel Santos y transitó en el mandato de Iván Duque hacia la pretensión de hacerlo trizas. Al gobierno progresista debe admitírsele la intención inicial de reencauzarlo hacia el cumplimiento, con realizaciones parciales particularmente en algunas disposiciones del Punto 1 de la reforma rural integral, pero hoy distantes ‒como ya se dijo‒ de ese rol que le concediera en el PND.
El principal efecto de los extravíos de la política de paz total consiste en el cierre de la perspectiva de la solución política y la consideración, en consecuencia, de que solo quedaría espacio bien sea para la solución militar o para el sometimiento a la justicia de las diferentes organizaciones armadas, dado que a todas sin mayor distingo las guiaría entre tanto la acumulación codiciosa. Sin duda, un efecto no esperado de un gobierno progresista que, sin habérselo propuesto, pareciera aproximarse a la terminación de su cuatrienio alineado y en coincidencia ‒desde luego con matices propios‒ con estrategias y narrativas contrainsurgentes propias del espectro de la derecha política.

Dado el incumplimiento señalado, no hay razones para afirmar que esas reconocidas causas y factores de persistencia hayan sido superados. Tampoco se podría sostener que, por efecto del triunfo electoral del proyecto progresista y tras casi tres años del “Gobierno del cambio”, se hayan producido reformas históricamente aplazadas que permitan aseverar que está en curso un proceso de superación de las señaladas causas y factores. En sus aspectos esenciales, no hay alteraciones significativas en la invariabilidad del orden social vigente, así se puedan advertir nuevos énfasis de corte progresista tanto en el discurso como en la formulación de la política pública (sin necesariamente llegar a ejecutarse). A lo anterior se agrega que algunas de las reformas y disposiciones contempladas en el Acuerdo de paz no han hecho parte de la agenda política progresista, como, por ejemplo, la reforma política electoral, o no han encontrado la debida celeridad y realización en la gestión gubernamental. Así es que un primer extravío de la política de paz total se encuentra en que esta no ha respondido a las expectativas que se sembraron al inicio del gobierno frente a la reconducción de la implementación.
La redefinición de la política de paz
Lo segundo resulta de la redefinición de facto que fue asumiendo la política gubernamental de paz en su devenir. Su aspiración inicial de paz total, en la medida en que no registraba los avances y resultados rápidos esperados por el Gobierno, fue cediendo a la llamada territorialización de la paz. Tal redefinición no expresa simplemente un giro lingüístico; responde, en realidad, a una visión sobre la violencia y el conflicto armado, a la política y la acción política para agenciar dicha visión y, a la vez, a las dinámicas al interior del Gobierno, en este caso producto de los cambios en la Consejería Comisionada de Paz. Todo indica que se terminó imponiendo un enfoque más bien pragmático que, manteniendo el discurso sobre las necesarias transformaciones territoriales, pretende lograr principalmente procesos de desarme, desmovilización y reinserción de estructuras armadas con una muy precisa localización territorial. Salta a la vista que tal pretensión reedita, con sus propias particularidades, experiencias en diferentes momentos del pasado que, si bien permitieron sacar de la confrontación armada a centenares o miles de combatientes, no lograron sentar las bases para la superación de la violencia y el conflicto y evitar su prolongación, que se extiende hasta el presente.
En este punto es preciso señalar que la dimensión territorial de la paz no está en discusión; tampoco, que las comunidades que habitan los territorios, con sus respectivos procesos organizativos, deben desempeñar un papel protagónico; igualmente, que irresueltas condiciones estructurales ‒políticas, económicas, sociales, de infraestructura y articulación con la economía nacional y de presencia integral del Estado‒ deben ser superadas. Empero, por la naturaleza de la violencia y el conflicto y sus diversas expresiones, toda dimensión territorial debe ser considerada en (inter)relación con las dimensiones nacional y geopolítica, bajo el entendido de que se trata de procesos cuya puesta en marcha y evidencia de realizaciones demanda temporalidades que tienden a trascender los “tiempos políticos” del Gobierno y, además, nuevos recursos que superan aquellos dispuestos por el Estado para el desempeño de sus funciones consuetudinarias. No se puede superar una deuda histórica con los territorios y sus comunidades con una política centrada en puntos focales dentro de esos territorios y con un juego de suma cero de recursos y microgerencia de proyectos derivados de la “oferta institucional”, como parece expresarse en la actual visión gubernamental.
El enfoque de “territorialización de la paz” se ha acompañado de la tesis sostenida por la Consejería Comisionada de Paz consistente en que ya no es tiempo de acuerdos de paz de alcance nacional. Tal tesis se sustenta al parecer en su visión sobre la violencia y el conflicto en los territorios y en la lectura sobre las organizaciones armadas rebeldes: al ELN se le ha cuestionado desde el inicio su capacidad de mando; a las “nuevas guerrillas” se les comprende como coaliciones o a lo sumo coordinaciones armadas, conformadas por frentes con autonomía propia. Pese a la suspensión del proceso con el ELN, la consecuencia de tal tesis conlleva al desconocimiento de la Agenda de México, que ‒con rigor, juicio y empeño‒ pactaron las partes, tras un largo proceso acumulativo que se remonta a los últimos años del gobierno de Juan Manuel Santos. En el caso de las “nuevas guerrillas” la situación es diferente, pues ‒más allá de esbozos o enunciados generales‒ no se llegó a acordar agendas con definiciones precisas; las “agendas” se fueron construyendo con voluntarismo, bajo la lógica de que “en el camino se ajustan las cargas”. La pregunta que sigue gravitando es si es posible imaginar condiciones para la superación de la violencia y el conflicto armado sin acuerdos de alcance nacional o si el camino está en una sumatoria de paces parciales localizadas en forma (micro)territorial. En este caso, el extravío de la política de paz total radica, más que en el “giro territorializador”, en la comprensión gubernamental sobre las (micro)paces territoriales.

La compresión gubernamental de la violencia y el conflicto
Lo tercero, de acuerdo con lo anterior, remite nuevamente a la discusión acerca de la naturaleza de la violencia y el conflicto armado hoy, al reconocimiento o no de causas históricas y factores de persistencia, a la caracterización del ELN y las “nuevas guerrillas”, así como de los grupos mercenarios narcotraficantes y paramilitares; incluso a la discusión acerca de si se está frente a un “nuevo ciclo de violencia”. Desde luego, que este texto no pretende abordar semejante objeto de estudio. Simplemente aproxima algunos planteamientos que permitan ilustrar en forma adicional el extravío de la política de paz total. Según como se comprenda por el Gobierno la violencia y el conflicto armado, así mismo se concibe y define su política para superarlo, bajo el supuesto de que una determinada comprensión no conlleva un dictamen sobre la realidad histórico-concreta que se vive. Los discursos y narrativas son interpretaciones de la realidad sustentadas en la teoría y la ideología, mas no son ella misma.
En este punto sostengo que a medida que ha avanzado el gobierno ha cobrado peso (hasta convertirse en predominante) la tesis acerca de que más que un conflicto, lo que se vive en el país es una “amenaza criminal”, tal y como se ha expresado en diferentes manifestaciones de altos funcionarios del Estado, empezando por el presidente Gustavo Petro. Aunque se admiten causas estructurales como la irresuelta cuestión de la tierra (y el territorio), o el persistente déficit democrático, o la desigualdad y la pobreza, entre otras, no se admite que estas constituyan razón para explicar el alzamiento armado contra el Estado, dado que se podrían resolverse por la “vía democrática”. Acogiendo los postulados de la “teoría económica del conflicto”, formulados hacia el final de la década de 1990, se ha asumido que las organizaciones antes consideradas rebeldes, habrían abandonado sus propósitos políticos de tomar el poder y transformar la sociedad, para en su lugar dedicarse a la captura de rentas provenientes de economías ilegales (principalmente del narcotráfico y la minería) y la acumulación ilícita.
El conflicto que pudo haberse presentado en las guerrillas entre política y codicia, se habría terminado resolviendo a favor de esta última. En la medida en que los objetivos políticos se fueron diluyendo, la guerra se explicaría por efecto de una disputa cruenta por controlar los territorios donde se encuentran esas economías a fin de imponer “gobernanzas criminales”, que incluyen dentro de su repertorio el sometimiento violento de la población. Según esa argumentación, no se podría afirmar que en el presente hay guerrillas en Colombia: el ELN habría mutado hacia un cartel del narcotráfico y estaría dedicado a “traquetear”; el presidente ha hablado incluso del “paramilitarismo del ELN”. Las “nuevas guerrillas” no lo serían en sentido estricto, pues desde su reciente origen (antes y después de la firma del Acuerdo de paz de 2016) su actividad ha estado concentrada en la captura de rentas y la consecuente acumulación ilícita de capital. Con el agravante de que todas esas organizaciones antes consideradas rebeldes o de “origen político” responderían a los dictámenes de poderes mafiosos transnacionales, se habrían convertido en sus agentes, amenazando incluso la soberanía nacional.
En otro contexto histórico, dos décadas atrás, argumentos similares terminaron definiendo a la guerrilla de las FARC-EP como “el más grande cartel del narcotráfico en el mundo”. No obstante, a ese presunto cartel el Estado colombiano le reconoció un estatus político y firmó con él un acuerdo de paz en 2016, en el que además de admitir la naturaleza política y social del conflicto armado, se consideró expresamente que si hubo relacionamientos con el narcotráfico por parte de esa guerrilla, estos habrían sido con ocasión de la rebelión; lo cual significaba implícitamente que en guerras irregulares es posible la financiación irregular (ilegal) y que el narcotráfico no es una cuestión de la guerrilla sino una relación social esencialmente capitalista.
Tras la firma del Acuerdo de Paz de 2016 y cerca de nueve años de una implementación en buena medida incumplida, cabe preguntarse qué ha variado de manera sustantiva en el orden vigente como para concluir que en el presente no hay razones para explicar la rebeldía armada. A lo cual se adiciona que el gobierno progresista tampoco tiene en su haber la apertura de una senda reformista que permita aseverar que en el país se anticipa la consolidación de un proceso de transformaciones históricamente aplazadas y que, por esa razón, habría argumentos adicionales para declarar una vez más el anacronismo del alzamiento armado, se esté o no de acuerdo con él. Más allá de sus buenas intenciones, numerosos anuncios y realizaciones parciales, así como de sus propias limitaciones, se sabe que el Gobierno ha enfrentado una férrea oposición de derechas y ha chocado con condicionantes estructurales y sistémicos, adversos a cualquier propósito de cambio, incluso si este es gatopardista. Lo cual no le resta significado al gobierno de Gustavo Petro y al momento que está atravesando el país, marcado entre otros por una intensa contienda política y cultural, en la que la política de paz debería ocupar un lugar central. En este caso, el extravío de la política de paz total radica en la adopción gubernamental de la “teoría económica del conflicto”, con las implicaciones que ello tiene para el entendimiento de la violencia y el conflicto armado.
La visión gubernamental sobre las guerrillas
Lo cuarto, asociado con lo expuesto en el punto anterior, se evidencian contradicciones gubernamentales en su comprensión de las organizaciones armadas rebeldes o de “origen político”. En este contexto, queda la inquietud acerca de qué llevó al gobierno progresista a firmar el Acuerdo de México con el ELN y reconocerlo como una “organización armada rebelde” para luego, poco tiempo después, declararlo como un cartel del narcotráfico, con las consecuencias que ello acarrea. Además de los señalados argumentos asociados con la “teoría económica del conflicto”, parece haberse producido un desencuentro frente a lo que a juicio del Gobierno debería haber sido la postura elena sobre el nuevo momento político generado por la llegada del progresismo a la presidencia, lo cual lo llevó a imaginar un proceso exprés de paz; a lo cual se agrega la convicción interior de algunos altos funcionarios gubernamentales de que la última guerrilla verdaderamente revolucionaria y visionaria fue el M-19 (por cierto, pedante frente a la historia del conflicto armado). Ninguno de esos argumentos tiene el peso para sustentar la pérdida del carácter rebelde del ELN. Tampoco la tesis de que esa guerrilla no pretendería “la toma del poder”, lo cual constituiría prueba para el abandono de sus objetivos políticos. Este punto es aún más controversial pues sugiere un desconocimiento de la concepción elena del poder, así como de su estrategia para producirlo. De todas maneras, frente al ELN, pareciera que el gobierno navega por las aguas de la ambivalencia, pues al tiempo que ha reiterado su presunta codicia, anunció recientemente dar una última oportunidad a la negociación política con los buenos oficios del Vaticano.

El rápido cambio de parecer frente a naturaleza del ELN se acentuó cuando se conocieron los resultados de su VI Congreso, realizado en junio de 2024. La reafirmación del mando central no coincidió con las expectativas de reconfiguración de esa guerrilla que tenía el Consejero Comisionado de Paz, quien llegó a considerar ‒equivocadamente‒ que era posible la reedición de escisiones como la registrada con el Frente Comuneros del Sur, que se venía “cocinando” desde el inicio del proceso con el ELN, seguramente con base en una sobrevaloración del supuesto carácter federativo de esa guerrilla y de la autonomía de sus frentes de guerra.
El extravío de la política de paz total resulta en este caso del limbo al que fue llevado y en el que se encuentra actualmente ese proceso, y sobre todo de lo que ello implica para la perspectiva cercana de avanzar (o no) en la dirección a la construcción de paz. Y de manera más específica, de haber privilegiado la negociación con una facción minoritaria anclada en una porción menor del departamento de Nariño (se afirma que sus integrantes no superan el centenar y que con sus apoyos apenas bordea las 150 unidades), en lugar de persistir en el camino más complejo de la “negociación grande” con toda la guerrilla del ELN, conformada hoy por más de 6.000 integrantes incluyendo sus milicias.
Por otra parte, la lectura sobre las “nuevas guerrillas” amerita elaboraciones más complejas, solo comprensibles a la luz de la historia del conflicto y de las propias guerrillas (las extintas y el ELN). Todas ellas demostraron ser el resultado de procesos de construcción y reconstrucción conflictiva y contradictoria, con diferentes experiencias de politización de sus integrantes y liderazgos; no estuvieron exentas del fraccionamiento o la división interna. A mi juicio, no ha transcurrido el tiempo histórico suficiente para determinar cuál será la resultante definitiva de esas variadas expresiones armadas que se engloban en el concepto de “nuevas guerrillas”, por cierto diferenciadas en sus orígenes y trayectorias, en las que se advierten intersecciones entre propósitos políticos y criminalidad común, entre formas de “rebeldía primitiva” y de “rebeldía politizada”. No parece apropiado considerar tales expresiones como organizaciones de factura acabada; más bien es preciso reconocer que se está en presencia de procesos que pueden conducirlas bien sea a una mayor politización, esto es, hacia guerrillas (consolidadas) en sentido estricto, o definitivamente degradarlas hacia organizaciones de criminalidad común.
Desde esa perspectiva, fue válido haber reconocido al inicio del gobierno el “origen político” de esas expresiones armadas e incluso haber contribuido a facilitar condiciones para su articulación o coordinación, lo que llevó a que se abrieran las mesas de diálogos con los denominados Estado Mayor Central y la Segunda Marquetalia- Ejército Bolivariano, como ya se dijo. No obstante, la incomprensión acerca de la naturaleza presente de esas organizaciones en el sentido de no expresar procesos consolidados, así como la presión por mostrar resultados, por una parte, y el giro de la política gubernamental hacia la “territorialización de la paz” en la visión ya expuesta, por la otra, condujo a la búsqueda de resultados más expeditos y a la fragmentación de facto en que se encuentran los procesos de paz, en la medida en que el propósito inicial de buscar acuerdos de alcance nacional derivó en la pretensión de acuerdos con facciones de las “nuevas guerrillas”: es el caso del Frente 33, que hace parte del hoy denominado Estado Mayor de Bloques y Frentes (EMBF), una facción surgida del seno del EMC. Y, en el caso de la SM-EB, con la facción cuantitativamente mayoritaria, hoy denominada Coordinadora Nacional – Ejército Bolivariano. Todo indica que, en lo concreto, lo que se terminó imponiendo en este caso en la política de paz total más que el dictamen de la prevalencia de la codicia sobre la política es el hecho del reconocimiento político de aquellas expresiones armadas que se acogieron y supeditaron a la estrategia actual de la Consejería Comisionada de Paz, que es la que podría mostrar resultados antes de la terminación del gobierno progresista, como ya se ha afirmado, en términos de micropaces con precisa localización territorial. Como se verá a continuación, aun en ese escenario tales resultados parecen todavía inciertos y de lograrse serían muy frágiles. La paz a discreción es en ese sentido otro extravío de la paz total.
Los resultados de los microprocesos de paz
Lo quinto se encuentra en los probables resultados de los microprocesos de paz en curso. Sin desconocer su importancia, en este punto es preciso insistir en las enseñanzas de la historia. Ni el desarme y la reinserción de guerrillas pequeñas o de facciones de guerrillas, ni el Acuerdo de paz de 2016, han sido suficientes para pasar la página de la violencia y el conflicto armado. De los probables acuerdos con los Comuneros del Sur, el Frente 33 del EMBF y la CG-EB no se deben esperar efectos que introduzcan una variación sustantiva en las condiciones de la violencia y el conflicto, ni en los territorios en los que se encuentran esas organizaciones armadas y menos aún en la escala nacional. Todo indica que se estará frente a una reedición de experiencias de desmovilización, desarme y reinserción, que obviamente conducirá a la contabilidad de menos mujeres y hombres en la guerra. Desde luego que no son descartables alivios transitorios en la vida y el trabajo de las comunidades que habitan y circundan los territorios en donde operan esas organizaciones, tal y como ocurrió tras la firma del Acuerdo de 2016 en los territorios dejados por las FARC-EP. Empero, a poco más de un año de la terminación del gobierno progresista, es imposible considerar que se realicen transformaciones territoriales y se habiliten condiciones sostenibles en el mediano y largo plazos para una “sustitución de economías”, allí donde prevalece la supervivencia de la población dependiente de las economías del narcotráfico y la minería ilegal. Lo que no se ha hecho en casi tres años de gobierno, no se hará en lo que resta del mandato presidencial. En efecto, las pretensiones de los microprocesos de paz en curso apenas representan una versión muy disminuida ‒en geografía y recursos‒ frente, por ejemplo, a los fallidos Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Como ya se dijo atrás, con microgerencia de proyectos no se transforman territorios.
Aun bajo esta premisa, se encuentran pendientes de resolución al menos dos asuntos. Por un lado, la organización y funcionamiento de los lugares de concentración de los integrantes de las organizaciones armadas, las llamadas zonas de ubicación transitoria (ZUT), cuyo rol esencial parece consistir en la preparación de las condiciones para la entrega de armas (un primer paso es la destrucción del material de guerra, como ya lo hizo Comuneros del Sur, o el anuncio de la CN-EB en el mismo sentido) y la reinserción a través de proyectos productivos que serían la base de la sustitución de las economías ilícitas. Y, por otra parte, la definición de la situación jurídica y judicial para cada uno de los integrantes de esas organizaciones a fin de habilitar su retorno a la vida civil. La realidad es que el Gobierno adelanta esos procesos sin contar con el correspondiente marco normativo. La Ley 2272 de 2022 es insuficiente y no hay condiciones políticas para el trámite legislativo de un marco normativo distinto al del sometimiento. La combinación “creativa” de aspectos de la ley de Justicia y Paz con aspectos del código penal tampoco parece representar una opción. Ahí se encuentra una limitación muy sensible que pondrá a prueba en el futuro inmediato las posibilidades reales de esos microprocesos de paz. La “seguridad jurídica” de los integrantes de esas organizaciones y, sobre todo, de sus principales mandos constituye una especie de “prueba ácida” para estos procesos. Aun saliendo adelante, no se debe descartar el rearme o el “reciclaje”, tal y como ocurrió después del Acuerdo de 2016. Sin haber concluido el proceso con los Comuneros del Sur, circula información confiable acerca de un “cambio de brazalete” de integrantes de esa organización que ahora estarían presentándose como autodefensas.
De lo expuesto en este punto se puede inferir que el extravío de la política de paz total se encuentra también en los (posibles) logros más que modestos y menores ‒pero, no por ello a desconocer‒ de los microprocesos de paz frente al gran propósito anunciado al inicio del cuatrienio gubernamental.

Las organizaciones de “criminalidad de alto impacto”
Lo sexto concierne a las organizaciones denominadas por el Gobierno de “criminalidad de alto impacto”. Aunque es indiscutible que tales organizaciones en su origen y trayectoria se encuentran asociadas principalmente con el narcotráfico (entretanto devenido en economía corporativa transnacional expresiva de una forma de la acumulación ilícita de capital) y la minería ilegal, tal denominación las despoja del carácter y la función de contrainsurgencia (en sentido amplio) que terminaron asumiendo a lo largo del conflicto social y armado y que aún preservan en la actualidad. El mercenarismo narcotraficante y paramilitar si bien tiene la función del aseguramiento y el control territorial para acceder a rentas ilícitas, según la prolífica investigación histórica y judicial, ha demostrado ser parte al mismo tiempo de estructuras complejas expresivas de construcción de poder territorial en las que se conjugan poder político y económico y propósitos de dominio y control social antisubversivo de la población. El propio Acuerdo de paz de 2016 dispuso la necesidad del desmonte de tales estructuras, igualmente sin los resultados esperados, entre otros, por efecto del incumplimiento. En lugar de ese desmonte, más bien, se ha apreciado un “nuevo ciclo” expansivo, a juzgar por el despliegue geográfico de los denominados Clan del Golfo y Conquistadores de la Sierra, acentuado durante el cuatrienio de Iván Duque y extendido hasta el presente.
Tal y como el presidente Gustavo Petro ha apelado a otros recursos para intentar darle aliento a sus objetivos reformistas y a la continuidad del proyecto político progresista, debería contemplar un golpe de timón en su política de paz total para reconducirla parcialmente hacia sus propósitos iniciales y poner otros acentos en el debate político nacional, lo cual debería comenzar con la recuperación del proceso con el ELN. Desde luego que ese es un asunto que concierne en primera instancia a las dos partes directamente involucradas; pero también al conjunto de la sociedad.
En este caso, al tiempo que las economías ilícitas se pueden considerar como explicativas de “las violencias” (incluyendo la ejercida por las bandas criminales urbanas), no parece adecuado reducirlas a la disputa territorial por la captura de sus rentas entre organizaciones criminales. Es necesario considerar la continuidad de su función de acumulación violenta y por despojo, lo cual comprende la función de alistamiento de territorios para el acceso a recursos (minerales, energéticos y de biodiversidad) y de megaproyectos de infraestructura en el contexto de la acumulación financiarizada, así como de protección de la gran propiedad latifundista. La circunstancia de un gobierno progresista, pese a importantes realizaciones parciales en asuntos de la tierra, el territorio y la producción agrícola, no implica la superación de la tendencia a la acumulación por desposesión exhibida en las últimas décadas.
Hasta el momento, el propósito de la paz total, de búsqueda del sometimiento de las organizaciones de “criminalidad de alto impacto” a través de “conversaciones sociojurídicas”, no registra avances destacables más allá de los resultados que de manera intermitente ha mostrado la tregua entre las bandas de Los Shottas y Los Espartanos en Buenaventura, o el Espacio Dialógico para la Paz y la Reconciliación en Medellín, o el laboratorio de paz de Quibdó, por un lado, y las exploraciones e intercambios con el Clan del Golfo y los Conquistadores de la Sierra, por el otro. En ningún caso, se está frente a procesos que permitan avizorar, por lo pronto, acuerdos hacia el sometimiento a la justicia.
En la experiencia de los “procesos urbanos”, aunque se ha demostrado su importancia para reducir por momentos los índices de violencia entre grupos y de afectación a la población, la fragilidad y falta de sostenibilidad es su rasgo distintivo; además de que parece ser que se trata de procesos que no suscitan mayor interés en la actual Consejería Comisionada de Paz. En el caso de las organizaciones mercenarias narcotraficantes y paramilitares, no se registran logros conocidos. Tras el anuncio de creación en julio de 2024 de un “espacio de conversación sociojurídico” con el Clan del Golfo (autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia) y de la reunión sostenida el 3 de febrero de 2025 entre el Gobierno y esa organización armada, más allá de la declaración de voluntades, lo que se advierte en los últimos meses es una tendencia a la intensificación de la confrontación. En el caso de los Conquistadores de la Sierra, tras idas y venidas y el anuncio en agosto de 2024 de creación de un “espacio de conversación sociojurídico”, el 4 de abril se produjo el anuncio por para de esa organización de la suspensión de las conversaciones con el Gobierno.
Más allá de los numerosos hechos específicos, en estos dos procesos se han observado dos limitaciones de la política de paz total, que también la llevan a su extravío. Por una parte, las limitaciones del marco normativo vigente para garantizar la presencia de mandos de esas organizaciones en los “espacios de conversación”, sobre todo por las órdenes de captura con fines de extradición, lo cual indica de paso que la paz total se encuentra atravesada por la tutela y las exigencias de los Estados Unidos en el contexto de lo que ha sido su declarada “guerra contra las drogas”. Y, por la otra, que el existente marco normativo para el sometimiento a la justicia no se aproxima a las expectativas de los integrantes de esas organizaciones y que ya no hay “tiempo político” para buscar una reforma legislativa que posibilite el sometimiento, consultando acuerdos en esos “espacios de conversación sociojurídicos”, hoy prácticamente inexistentes. En este caso, el extravío de la paz total resulta de la ausencia de un debido alistamiento gubernamental, que muy seguramente supuso un devenir de estos procesos que no se dio, conduciéndolos a la sin salida actual. Lo anterior unido a la exigencia de esas organizaciones mercenarias del reconocimiento político, que implicaría que no se trata simplemente del sometimiento sino de la pretensión de lograr acuerdos de paz.
A lo anterior se adiciona algo no contemplado explícitamente en la formulación inicial de la política de paz total, y propiciado por el presidente Gustavo Petro: el “cierre definitivo” del Pacto de Ralito, suscrito en secreto el 23 de julio de 2001 por el gobierno de Uribe Vélez con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, que contemplaría sus aportes a la verdad (lo no contado hasta ahora) y su contribución a la reparación de las víctimas, incluyendo su colaboración para identificar bienes (aparentemente) entregados y apropiados de manera corrupta en las décadas anteriores. Igualmente se esperaban sus oficios de mediación en los (eventuales) “espacios de conversación sociojurídicos”. Los 16 excomandantes paramilitares, nombrados por el presidente de la República como “gestores de paz” anunciaron el pasado 5 de junio la suspensión del encargo de ese rol, aduciendo que tal decisión obedecería “al reiterado incumplimiento de los compromisos por parte de la OCCP (Oficina del Consejero Comisionado de Paz)”. Sin conocerse aún la respuesta presidencial, pareciera que este podría ser otro extravío de la política de paz total; en este caso de un componente de exclusiva iniciativa presidencial, que mereció en su momento un intenso debate político que escapa a lo pretendido por este texto.

El reforzamiento de los discursos sobre la seguridad
Lo séptimo consiste en que el mayor extravío de la política de paz total se aprecia en que en lugar del propósito principal de sentar las bases para transitar a la superación de la violencia y el conflicto social armado, sin que esa haya sido la pretensión del gobierno progresista, se ha venido observando su intensificación, con los conocidos impactos sobre población civil, particularmente en los territorios (desplazamiento forzado, confinamientos, asesinatos selectivos, violaciones a los derechos humanos, entre otros), la economía y el medio ambiente, con índices en todo caso no superables en comparación con aquellos presentados décadas atrás en los momentos más aciagos de la violencia y la confrontación armada. No es casual que se esté hablando hoy de un “nuevo ciclo de violencia”. Así es que el país se encuentra frente a la (aparente) paradoja de que con un gobierno progresista, junto con su insistencia en las reformas sociales que continúan en su gran mayoría sin lograr salir adelante, se observe un reposicionamiento de los discursos y las narrativas sobre la seguridad y el tratamiento militar del orden público, como el problema central de la sociedad colombiana.
En ese denominado “nuevo ciclo de violencia” hay, desde luego, múltiples responsabilidades, tanto de las diferentes organizaciones armadas como del gobierno. En sus primeros años ‒siguiendo su lectura sobre la disputa entre organizaciones armadas por el control territorial‒ este al parecer pretendió desempeñar una “función mediadora”, expresada, por ejemplo, en su objetivo de lograr ceses multilaterales de fuego (entre esas organizaciones), desatendiendo su rol de parte de la violencia y el conflicto. En las organizaciones rebeldes (ELN) o de “origen político” (las “nuevas guerrillas”) la confrontación es justificada a través de las sindicaciones mutuas de paramilitarismo y de hacer parte de estrategias contrainsurgentes; en las organizaciones mercenarias, como parte de sus objetivos de neutralizar la expansión guerrillera. En los diferentes casos y por cuenta de expresiones territoriales diferenciadas, se han observado “alianzas tácticas”, que también han incluido a la fuerza pública para combatir el “enemigo común” en el territorio (que puede variar). Sin duda, se trata de contextos de violencia y confrontación, enrarecidos y difusos, caracterizados por la transgresión de reglas básicas de la guerra y de las normas del derecho internacional humanitario, lo cual no tiene justificación alguna. Si bien la confrontación entre organizaciones armadas (rebeldes, de “origen político” o mercenarias) y la fuerza militar del Estado no es novedad en la larga historia de la violencia y el conflicto, todo indica que será preciso un mayor tiempo histórico para identificar qué se terminará decantando en términos de su nueva geografía, lo cual impone compresiones y diseños de la política de paz que trasciendan el enfoque predominante de microprocesos de paz.
Efectos de los extravíos de la paz total
Como se ha expuesto a lo largo de este texto, el principal efecto de los extravíos de la política de paz total consiste en el cierre de la perspectiva de la solución política y la consideración, en consecuencia, de que solo quedaría espacio bien sea para la solución militar o para el sometimiento a la justicia de las diferentes organizaciones armadas, dado que a todas sin mayor distingo las guiaría entre tanto la acumulación codiciosa. Sin duda, un efecto no esperado de un gobierno progresista que, sin habérselo propuesto, pareciera aproximarse a la terminación de su cuatrienio alineado y en coincidencia ‒desde luego con matices propios‒ con estrategias y narrativas contrainsurgentes propias del espectro de la derecha política. En ese marco, es previsible que la contienda electoral estará marcada por las exigencias de retorno a las políticas de seguridad practicadas en el pasado. Y es sabido que, en ese campo, los proyectos políticos de las derechas tienen ventaja pues no tienen recato alguno en sus repertorios, que a la par de la movilización de sectores importantes de la población y la disposición de recursos de presupuesto han incluido el terror de Estado y la violencia paramilitar.
Más allá de la reconocida “cooperación” con los Estados Unidos, expresada en las reiteradas visitas de la jefatura del Comando sur y de las direcciones de las agencias de inteligencia de ese país, así como del relacionamiento con el Departamento de Justicia, no es sabido qué tanto tal cooperación pueda haber incidido en la visión gubernamental actual sobre la violencia y el conflicto, lo cual incluye la aspiración de mantener la “certificación” del compromiso en la lucha contra las drogas ilícitas. Bajo otras ‒por lo pronto no descartables‒ condiciones políticas, la consideración actual sobre la existencia de una “amenaza criminal” contra el Estado, que descarta la presencia de organizaciones armadas rebeldes, deja un espacio abierto para la justificación del intervencionismo estadounidense por cuenta de la lucha contra “organizaciones terroristas extranjeras”, como son definidos hoy los carteles mexicanos del narcotráfico.
La tesis sobre la amenaza a la soberanía nacional derivada de los presuntos vínculos de organizaciones armadas rebeldes, particularmente del ELN, con los carteles transnacionales del narcotráfico brinda argumentos tanto para el reforzamiento ‒dentro de otra lógica‒ de la doctrina de la “seguridad nacional”, que el propio gobierno afirma ha buscado superar de manera definitiva, como para la justificación futuras aventuras intervencionistas en países hermanos, especialmente en Venezuela, cuyo gobierno es también definido como narcotraficante por los Estados Unidos. Según lo anterior, la tesis sobre la “amenaza criminal” puede tener imprevisibles efectos geopolíticos y terminar coincidiendo ‒sin pretenderlo‒ con las lecturas del gobierno derechista de Daniel Noboa en Ecuador.
Por otra parte, la implicación de las comunidades y procesos organizativos en los microprocesos de paz, en condiciones de débil sostenibilidad, ausencia de garantía de efectivas transformaciones territoriales y de cambios en el actual campo político, puede conducir a la estigmatización y la criminalización de esas comunidades y procesos y a un ejercicio continuado de la violencia contra ellas, como ya se ha apreciado especialmente en la región del Catatumbo.
Tal y como el presidente Gustavo Petro ha apelado a otros recursos para intentar darle aliento a sus objetivos reformistas y a la continuidad del proyecto político progresista, debería contemplar un golpe de timón en su política de paz total para reconducirla parcialmente hacia sus propósitos iniciales y poner otros acentos en el debate político nacional, lo cual debería comenzar con la recuperación del proceso con el ELN. Desde luego que ese es un asunto que concierne en primera instancia a las dos partes directamente involucradas; pero también al conjunto de la sociedad. En lo inmediato no parecen dadas las condiciones para que ello ocurra.
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