
Beatriz Stolowicz
Profesora-Investigadora del Departamento de Política y Cultura
Universidad Autónoma Metropolitana- Unidad Xochimilco
México
En estos breves minutos es casi imposible decir algo más que en el resumen ampliado (un oxímoron) de la ponencia. Lo primero, es llamar la atención sobre el empobrecimiento de las discusiones regionales actuales sobre las experiencias de gobiernos de izquierda y centroizquierda al circunscribirlas a la idea de “ciclo” o “ciclos progresistas”. Porque la idea de “ciclo” es descriptiva de una coincidencia temporal en varios países, pero carece de fuerza explicativa de sus rasgos específicos y de sus devenires, de los cuales extraer enseñanzas que permitan pensar de manera más profunda la problemática actual de construcción de alternativas.
Algunos emprendimos esta discusión desde hace casi 30 años, con las primeras experiencias de gobiernos locales (varios en capitales) desde finales de los ochenta y comienzos de los noventa, cuando sólo había un gobierno nacional en Cuba y también rescatamos las fundamentales enseñanzas del gobierno de Salvador Allende. Una década después, al despuntar este siglo, ampliamos el análisis con los nuevos gobiernos nacionales en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, El Salvador y Nicaragua. Que exhibieron logros en la reducción de pobreza y mejoras sociales, lo que permitió volver a ganar las elecciones en esos países. Pareció que se estaba en el rumbo de la “normalización del cambio”. Que sólo se habría alterado por el uso espurio de la ley, con los golpes parlamentarios destituyentes contra los gobiernos de Zelaya en Honduras (en 2009), de Lugo en Paraguay (en 2012) y de Dilma en Brasil (2016), y el golpe de Estado en Bolivia en 2019. Un cambio fundamental en la percepción del rumbo político de la región vino cuando, sin alteración de la legalidad, la izquierda y el centroizquierda gobernantes perdieron las elecciones en Argentina (2015), Brasil (2018), El Salvador (2019), y Uruguay (2019). Entonces comenzó a hablarse de “fin de ciclo”.
El uso de la idea de “fin de ciclo”, ni la más fluida idea de “oleadas” dan elementos explicativos sobre las razones de las derrotas. Si acaso, tienen el valor de advertir que los triunfos no son irreversibles por defecto, que tienen que forjarse y asegurarse. Pero cuando ahora se habla de un “nuevo ciclo progresista” por la recuperación de los gobiernos en Bolivia (2020), Honduras (2022), Brasil (2023) y Uruguay (2024), y por la conquista de los gobiernos nacionales en México (2018), Chile (2022) y Colombia (2022), se pierde de vista que la idea misma de “ciclo” implica, fatalmente, un comienzo y un final: eso es un “ciclo”. Y si hay un trágico aprendizaje de haber perdido elecciones es que, cuando la derecha recupera los gobiernos, emprende una rápida demolición de todo lo que se había logrado, con enorme sufrimiento para los pueblos. Al volver a hablar de “ciclo”, ¿ya se asume tan ligeramente la presunción de “alternancia”? Si esa desgracia ocurriera podría ser descriptivo. Pero nos interpelaría sobre nuestra responsabilidad de hacer análisis que busquen contribuir a que los procesos de cambio a favor de nuestros pueblos y de nuestro hogar vital, avancen.

Lo que en décadas atrás habíamos analizado tiene total vigencia, pero han surgido fenómenos que no contemplábamos. Sólo para enunciar algunas cuestiones: sigue vigente que la ética es el principal capital político de la izquierda, en el que basa su legitimidad. Pero que también es imprescindible la eficacia de los gobiernos, sus realizaciones. Y esto no es sólo un asunto técnico, a lo que se redujo el análisis académico de “políticas públicas” bajo la moda neoinstitucionalista.
Uno de los desafíos en la realización de cambios es la frecuente no-correspondencia entre cuadro político y cuadro funcionario (y viceversa). Otra dificultad seria es el bloqueo que proviene de un aparato estatal que por décadas fue subordinado a los intereses dominantes mediante una cultura burocrática y clientelista; incluso allí donde la organización sindical de los trabajadores públicos pueda coincidir con los objetivos programáticos del gobierno. Fue también un duro aprendizaje constatar que, aunque el gobierno impulse instancias de descentralización de la toma de decisión para gestar una ciudadanía gobernante, esto no asegura automáticamente la participación de la gente; porque ello está condicionado por muy diversas configuraciones culturales, incluso al interior de los países, que se expresan, también, como cultura política.
La idea de “ciclo” es descriptiva de una coincidencia temporal en varios países, pero carece de fuerza explicativa de sus rasgos específicos y de sus devenires, de los cuales extraer enseñanzas que permitan pensar de manera más profunda la problemática actual de construcción de alternativas.
La eficacia de los gobiernos depende, desde luego, de la correlación de fuerzas sociales y políticas. Suele mirarse qué hace el gobierno para fortalecer económica y socialmente a los más desposeídos, pero se discute menos qué se hace para acrecentar la fuerza social y política para los cambios. Por ejemplo, qué papel juegan las organizaciones sociales para, sin perder su independencia, acrecentar la adhesión social a los cambios y para reducir la fuerza de la derecha que se opone a ellos; es decir, un papel que va más allá de actuar como grupos de presión. Y esto nos lleva a las muy diferentes situaciones entre países en cuanto a la maduración del movimiento popular, su organicidad, su unidad, su claridad programática, etc.
Y está, desde luego, el gran asunto de las fuerzas políticas que han ganado elecciones, tan diversas en la región, que ocupan los espacios institucionales, pero que siguen teniendo la inmensa tarea de acrecentar la fuerza política popular, también con la reforma intelectual y moral que hace de la dignidad base de una cultura política que devuelva a los pueblos la confianza en sus propias fuerzas. ¿Qué nos dice la idea del “ciclo” sobre éstas y muchas otras problemáticas que han condicionado el devenir de los procesos? Nada. Menos, aún, cuando hay quienes explican los resultados electorales sólo por el cambio en los precios de exportación de las “commodities”. Desde luego que los condicionantes sistémicos a las economías pesan en las dificultades a enfrentar, pero así planteado es de un reduccionismo pasmoso.
Decía que hoy nos enfrentamos a fenómenos que no visualizábamos años atrás. En cierta forma, hubo un cierto mecanicismo economicista al considerar que la eficacia de los gobiernos en la mejoría social automáticamente se expresa en adhesión al proyecto de cambio y en consciencia política. Menos aún si la mejora social sólo fuera promovida como consumismo o se atribuyera a logros meritocráticos. El bienestar para todo ser humano como meta propiamente humana, una vez conquistado tendría que ser vivido como normal; pero no como natural, sino como resultado de construcciones sociales y políticas, que necesariamente requieren de fuerza mayoritaria, o no serán. Tanto para llevar a cabo los cambios, como para defenderlos. Incluso cuando se logra que sean derechos sociales consagrados constitucionalmente, porque si se pierde fuerza, la derecha puede emprender contrarreformas constitucionales. Hay que superar el fetichismo jurídico.
El uso de la idea de “fin de ciclo”, ni la más fluida idea de “oleadas” dan elementos explicativos sobre las razones de las derrotas. Si acaso, tienen el valor de advertir que los triunfos no son irreversibles por defecto, que tienen que forjarse y asegurarse.

De igual modo, hay que superar el criterio de que, si hay un nuevo triunfo electoral, como reelección, esa sería la medida suficiente de una politización en curso. En los resultados electorales, siempre hay que considerar la votación en primera vuelta, ésa es la fuerza propia, que da la fuerza parlamentaria. En varios países en los que se vuelve a ganar en segunda vuelta observamos un estancamiento y hasta una disminución de los votos en primera vuelta, lo que exige un análisis más acucioso. Y otro asunto importante, tanto para la práctica como para el análisis, es que la construcción de fuerza no ocurre en tiempos lineales.
Por eso me llama la atención que en las caracterizaciones que se hacen ahora se introduzca, además, la de “ciclo progresista tardío” para referirse a los triunfos nacionales en Colombia y México. ¿Tardío respecto a qué, a una especie de corriente regional que se habría dado por contagio? ¿Acaso anteriormente la gente votó entusiasmada por lo que pasaba en otros países? El entusiasmo podría ser de la militancia y de la intelectualidad, pero muchos votantes ni siquiera sabían que existían esos otros países. La coincidencia temporal no puede ser explicada así.
Y al menos en el caso de México, corresponde aclarar que la presidencia se ganó en julio de 1988, antes que los primeros triunfos locales y que el propio Caracazo, pero que un fraude electoral impidió la asunción de Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia. También se ganó la presidencia en 2006, pero otro escandaloso fraude impidió la asunción de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia. La resistencia civil pacífica contra el fraude, y los difíciles y sinuosos procesos de politización y organización hicieron posible desactivar el fraude en 2018, ganando Andrés Manuel con 52 por ciento en única vuelta. Las realizaciones del gobierno de la Cuarta Transformación, también en la politización popular, explican el triunfo de Claudia Sheinbaum en 2024, en única vuelta, con 60 por ciento. Pero no hay que confiarse. La aclaración cuenta, precisamente para llamar la atención sobre las diversas falencias que necesitamos superar en nuestros análisis para pensar la región. Y todavía queda mucho por considerar. Gracias.
* Intervención en X Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), Bogotá, 10 de junio de 2025.