Entrevista a Jairo Estrada Álvarez
Por ComunicaSul 1
El presidente electo Gustavo Petro dijo en campaña que Colombia no puede vivir de la exportación de carbón, petróleo y cocaína mientras importa todo lo demás, incluidas las bicicletas, y que para cambiar necesita industrializarse y transformarse en una sociedad del conocimiento, invirtiendo en educación para todos, entre otras cosas. La industrialización del país no es una tarea sencilla ni rápida, pero China ha demostrado que es posible. ¿Cómo se puede hacer esto en Colombia y qué resultados se pueden esperar en cuatro años de gobierno?
Tras más de tres décadas del proceso de neoliberalización, que -entre otros- ha tenido como resultado la conformación de un régimen de acumulación financiarizado y sustentado en economías de extracción, es válido y necesario considerar una recuperación del al extremo disminuido aparato productivo industrial y agrícola del país, lo cual conlleva también una redefinición sustantiva del patrón energético fundamentado en la energía fósil. El anuncio de un reencauzamiento de la economía hacia la recuperación de la producción industrial propuesto por el presidente Gustavo Petro es en ese sentido un propósito cuando menos necesario. Hasta el momento se trata de una propuesta con elaboraciones muy básicas, que no permiten dilucidar en profundidad cómo se concretaría esa reorientación. Mayores elementos de juicio resultarán de los diseños, acciones y medidas concretas de política pública que proponga el electo presidente en su propuesta de plan de desarrollo y en la propia estructuración del presupuesto público durante el próximo cuatrienio.
Desde luego que no se puede esperar que de un período de gobierno pueda derivarse la industrialización del país, cuando la experiencia histórica a nivel internacional y respecto del precario aparato industrial que surgió en Colombia hasta fines de la década de 1980 muestra que se trata un proceso de largo plazo. A lo sumo, se podría considerar sentar las bases para reencauzar parcialmente la acumulación capitalista hacia la acumulación industrial y como parte de un proceso más complejo de “desneoliberalización”, cuyos alcances y contornos durante un gobierno de Petro no son predecibles y se sugieren moderados dados los límites ideológicos y programáticos del progresismo colombiano, así como los condicionantes estructurales que tal proyecto tendría que enfrentar.
En particular sería preciso conocer, entre otros, cómo se concibe ese propósito industrializador en presencia de configuraciones de una economía capitalista mundial que fácticamente ha cerrado el espacio para proyectos de “capitalismo nacional”; qué lectura se tiene frente a las persistentes relaciones de dependencia, incluida la dependencia económica y tecnológica; cómo se enfrentan relaciones de propiedad de altísima concentración y centralización que se expresan en la existencia de estructuras corporativas trasnacionales o de “grupos económicos” entrelazados al capitalismo global con predominio del negocio financiero; cómo se consideran los marcos normativos derivados tanto de un orden supranacional protector de los derechos de (gran) propiedad privada capitalista, verbi gracia, los tratados de libre comercio y los acuerdos de promoción y protección recíproca de inversiones suscritos por los gobiernos neoliberales, como de una cierta “constitucionalización” de la política económica inspirada en la llamada corriente principal (neoclásica – neoliberal) de la teoría económica. Y también, cómo se contiene el desangre “desacumulador” propiciado por el pago del servicio de una deuda pública que durante el gobierno de Duque ha alcanzado máximos históricos del 69% del PIB, proyectada así hacia el fin de 2022.
En suma, estamos frente a una tarea loable y necesaria cuya concreción demandaría un gobierno que tenga la decisión política (y la posibilidad) de ir mucho más allá de lo que hasta ahora ha anunciado. En este punto es preciso esperar para saber cómo se produce la decantación de la propuesta económica contenida en el programa del Pacto Histórico, si se considera que para el logro de la histórica victoria electoral del progresismo social-liberal, además del masivo respaldo social y popular, fue precisa la construcción de acuerdos con sectores del establecimiento, que han conducido a la moderación de facto de las propuestas iniciales a fin de brindar “tranquilidad” a los mercados, las calificadoras de riesgo, los organismos multilaterales, los grupos económicos y el gran empresariado.
El presidente electo Gustavo Petro ha dicho que el fundamento de su “modelo económico” se encuentra en el desarrollo del capitalismo, más concretamente del capitalismo productivo. En sentido estricto, no es una formulación novedosa. Ya la conocemos de experiencias de progresismos de la Región. Esas experiencias nos enseñan que no hay buenos o malos capitalismos; que hay simplemente capitalismo; nos han mostrado que no se ha logrado encauzar los aparatos productivos hacia procesos de reindustrialización. Estaremos atentos a cómo se perfila la propuesta del electo presidente Petro en ese campo y qué ejecutorias presenta para así aproximar una valoración más juiciosa y saber si nos encontraremos frente a una excepción. En todo caso, me llama la atención su anuncio de estimular la economía popular y su idea de “economía plural”, que pareciera recuperar aspectos de la experiencia boliviana.
Por otra parte, junto con los recursos necesarios para reorientar el “modelo económico” hacia un capitalismo productivo, se encuentra la cuestión de las resistencias sistémicas derivadas del poder del capital financiero y del latifundio improductivo. Esos aspectos están a mi modo de ver en dependencia los resultados que salgan de los anunciados proyectos de reformas tributaria, pensional, a la intermediación financiera en salud, y para promover una banca estatal popular, así como la reforma agraria integral, entre otras. Temas gruesos que pondrán a prueba el talante progresista del nuevo gobierno y sus verdaderas posibilidades. La conformación del equipo económico, la legislatura que inicia el 20 de julio de este año y el proyecto de Plan Nacional de Desarrollo que el nuevo presidente debe presentar al Congreso a más tardar el 7 de febrero de 2023 nos darán luces y permitirán disipar algunas de las inquietudes actuales. En lo inmediato creo que el presidente Petro se tendrá que concentrar en medidas de choque -con la “olla vacía” y deficitaria del presupuesto que le deja el nefasto gobierno de Duque – para enfrentar problemas de hambre y de pobreza. Trazos de su política económica para desarrollar el capitalismo productivo serán más notorios a partir de 2023 y con probables resultados en los años subsiguientes.
Petro también dijo que las características de la corrupción en Colombia son muy particulares porque hay un matrimonio entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Ejército con el narcotráfico que los financia. En teoría, Colombia es una democracia. En su opinión, ¿un régimen con este tipo de compromiso entre el poder y la criminalidad puede considerarse una democracia?
En sentido estricto, el régimen de dominación de clase existente en Colombia no puede considerarse como un régimen democrático, a la luz de lo que teóricamente se define como democracia. Ni siquiera representa una aproximación a la democracia liberal; tampoco a una democracia electoral, aunque funcione como si lo fuera y garantice desde los inicios del Frente Nacional en 1958 la celebración puntual de elecciones dada cuatro años. Esencialmente es un régimen clientelista, corrupto, criminal y mafioso, rasgos estos entronizados estructuralmente; tal régimen, cuando ha visto amenazadas sus condiciones de reproducción y permanencia, no ha escatimado el uso de recurso alguno, incluido el ejercicio de la violencia sistémica, las prácticas del terrorismo de Estado y la conformación de organizaciones criminales de contrainsurgencia que han incluido el mercenarismo paramilitar. Un régimen de esas características, que se ha inspirado en la doctrina de la “seguridad nacional” y ha contado con la continua tutela la principal potencia imperialista, considerándolo su principal aliado en la Nuestra América, puede ser definido como una “democracia de excepción”, como un régimen de excepcionalidad permanente.
Esa naturaleza del régimen explica por otra parte la importancia para Colombia y diría para la Región del proyecto progresista social-liberal de Petro, a pesar de inscribirse dentro de la moderación, el posibilismo y la narrativa de lo “políticamente correcto” que en general predomina en los progresismos actuales. La probable continuación de esa incansable tarea de la termita merece valoración, sabiendo que las termitas del progresismo no son suficientes y pueden incluso desfallecer como se ha mostrado en experiencias de los últimos lustros en Nuestra América. Ahí hay un reto indiscutible para el movimiento social y popular colombiano y una tarea por hacer como parte de la necesaria reconstrucción de un proyecto de izquierda revolucionaria, hoy ausente en los grandes debates y procesos que se viven en el país.
Es preciso señalar que el momento político-cultural que se vive es el producto de acumulados históricos de hartazgo y descontento social y popular, de los efectos del Acuerdo de paz suscrito con la guerrilla de las FARC-EP el 24 de noviembre de 2016, del paro nacional del 28A de 2021 y de la rebelión social de los meses subsiguientes. También de los severos impactos que sobre la población dejó la pandemia del covid-19. Desde luego que estos acumulados resquebrajaron el régimen de dominación de clase, fueron configurando un proceso no concluido de redefinición de las relaciones de poder; el proyecto progresista es parcialmente una expresión de ello, aunque posee su propia dinámica y sus límites por su comprensión de la política, lo político y la acción política, circunscrita más bien a los espacios institucionales y con tendencias a la contención de la transgresión y el desborde. En ese aspecto, por lo pronto, salvo que la dinámica de la conflictividad social y de clase imponga nuevas improntas, es un proyecto de alternancia electoral.
¿Cómo intervenir en un sistema de representación política que no representa la voluntad del pueblo, sino que está constituido, funcionando, investido de poder, especialmente cuando las fuerzas armadas se comportan casi como un poder independiente?
Tal y como fue concebido en el punto 2 Acuerdo de paz sobre “Apertura democrática y participación política”, Colombia requiere una profunda reforma política y de su sistema político y electoral. Ese punto no ha sido cumplido por parte del Estado colombiano. Como ha ocurrido con la mayoría de las disposiciones del Acuerdo hace parte de las obligaciones pospuestas en este caso por el gobierno actual de Iván Duque, un gobierno del consenso de las derechas colombianas consistente en darse a la tarea de “hacer trizas” lo convenido en La Habana; con evidentes logros en ese propósito.
Intervenir el sistema político de representación implica reavivar el Acuerdo de paz en lo concerniente al punto 2; hacer la reforma política y electoral prevista en él, que evidentemente buscaba afectar las condiciones de reproducción de la “democracia de excepción” en lo relacionado con la estructura fraudulenta sobre la cual ella descansa. En lo concreto se trata de retomar la primera propuesta elaborada por la Misión Electoral Especial conformada por mandato del Acuerdo de paz, desechada por el gobierno de Santos y hundida por el Congreso de la República en la legislatura 2017/2018.
Dadas las condiciones colombianas, de ejercicio estructural de la violencia política, no es posible pensar la acción política y la participación sin garantías para los partidos políticos opositores al régimen existente (más allá del ya existente “estatuto de la oposición”) y los movimientos sociales y políticos que hacen política pero no participan en elecciones, y sin la habilitación de condiciones y garantías para la movilización y la protesta social. Y desde luego, con la provisión de garantías de seguridad para el ejercicio de la política, que empiezan por la protección de la vida que quienes hacen política y protestan y se movilizan. El asunto no de poca monta en un país con cerca de 1.200 lideres y lideresas sociales y 331 exintegrantes de las FARC-EP asesinado(a)s tras la firma del Acuerdo de paz y en el que la desaparición y el desplazamiento forzados, las masacres y el tratamiento de guerra a la protesta social se encuentran “normalizados”.
En ese sentido, tal y como lo previó el Acuerdo de paz en el punto 3.4, se precisa, entre otros, tanto un desmonte de las estructuras criminales de contrainsurgencia, incluidos sus brazos mercenarios paramilitares, como una redefinición de la política de seguridad hacia un concepto de seguridad humana.
En cuanto al poder de los militares, erigidos en un complejo militar, económico, político y de la comunicación, es hora de que el país aborde abiertamente esa discusión y se encauce por la vía no solo de la superación de la aún predominante doctrina de la “seguridad nacional”, sino por la más precisa definición institucional del lugar y del papel de las fuerzas militares en un orden genuinamente democrático. Ello comprende, entre otros, la discusión sobre su tamaño, la limitación de sus esferas de influencia y actuación (en la economía, la educación, la comunicación, etc.), replantear el peso en el presupuesto público, y las condiciones de transición de buena parte de la fuerza militar a la vida civil, en un país que tiene dentro de su horizonte la construcción la paz. Como proporción de la población, Colombia tiene las fuerzas militares más grandes de las Región.
Pensar en una verdadera transición democrática en Colombia tiene como supuesto el logro de la paz completa. Eso conlleva la implementación integral del Acuerdo de paz, la concreción de la solución política con las organizaciones que persisten en el alzamiento armado y el sometimiento a la justicia estatal de organizaciones criminales derivadas de las economías ilícitas y de carácter paramilitar.
El acuerdo de paz concluido con las FARC fue mucho más que un simple alto el fuego y una amnistía para los guerrilleros. Fue la construcción de un camino de cambio para Colombia que en cierta medida es muy similar a la plataforma de Petro de reconstruir la democracia y la economía incluyendo a gran parte de la población en los beneficios de la civilización. ¿Podría explicar exactamente este contenido poco publicitado del acuerdo de paz y comentar su similitud con las propuestas de Petro?
El Acuerdo de paz es contentivo de las condiciones básicas demandadas por la guerrilla de las FARC-EP para hacer su tránsito a la vida política legal. Por su contenido, el Acuerdo de paz recoge aspiraciones de sectores populares, democráticos y progresistas de la sociedad colombiana, en buena medida aplazadas históricamente por la renuencia de las clases dominantes a cambios que consideran afectan y desestabilizan la dominación de clase. Sus alcances son reformistas y modernizantes del orden social vigente; no buscan su superación, pero de cumplirse podrían contribuir a desencadenar transformaciones de alcance más estructural. En ese aspecto, el Acuerdo es poseedor de una potencia transformadora que para desatarse precisa unas condiciones políticas que lo permitan. Tras unos importantes desarrollos iniciales, limitados en todo caso, en el sexto año de su implementación, el Acuerdo se encuentra en un estado precario y distante de sus propósitos originales, especialmente en lo concerniente a la superación definitiva de la confrontación armada y del ejercicio estructural de la violencia.
Los contenidos básicos del Acuerdo son expresivos de propósitos democratizadores de la sociedad colombiana y de encauzarla por una senda de regulación de los conflictos sociales y de clase por la vía exclusivamente política. En efecto, en primer lugar, comprende la realización de una reforma rural integral, que sin afectar el predominante régimen de propiedad latifundista sobre la tierra y de “agronegocios”, busca avanzar en la materialización de los derechos de las poblaciones rurales, especialmente del campesinado pobre, en el estímulo a su economía, en particular a la producción de alimentos, así como en el reconocimiento y apoyo a los territorios particularmente afectados por la guerra. En segundo lugar, posee disposiciones para propiciar y expandir un proceso de apertura democrática, en cuyo eje se encuentra la superación de los rasgos actuales del régimen político, como ya se expresó. En tercer lugar, brinda un camino para enfrentar el negocio corporativo transnacional del narcotráfico, trascendiendo la fracasada “guerra contra las drogas”, y enfatizando en políticas frente a los eslabones más débiles de tal negocio: la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito y los planes de desarrollo alternativo para los productores de hoja de coca, y el abordaje desde una perspectiva de salud pública de la problemática del consumo, al tiempo que contiene disposiciones para combatir las demás etapas, aquellas en las que se quedan con casi la totalidad de las ganancias de esa economía. En cuarto lugar, el Acuerdo posee en su diseño original un sistema robusto de verdad, justicia, reparación y no repetición, para atender los derechos integrales de las víctimas del conflicto social armado, sobre la base del reconocimiento de las múltiples responsabilidades frente a lo ocurrido en la larga confrontación armada, la creación de una justicia especial para la paz y la conformación de una comisión de la verdad, entre otros. Asimismo, en quinto lugar, estableció las condiciones específicas para la reincorporación a la vida política legal de quienes estuvieron en alzamiento armado contra el Estado, incluido el tránsito de la extinta guerrilla de las FARC-EP a partido político. Y finalmente, el Acuerdo es contentivo de disposiciones para su implementación a través de procesos de planeación y del diseño de políticas públicas. Todo ello, con la verificación de las Naciones Unidas y el acompañamiento de los países garantes, Cuba y Noruega. Al Acuerdo se le reconoce también la transversalidad novedosa de los llamados enfoques étnico y de género.
Por tratarse en sus puntos de propósitos y disposiciones reformistas y modernizantes del orden social vigente el Acuerdo es coincidente con aspectos del programa del progresismo social-liberal, aunque no es reductible a este, de la misma manera que tal programa no es reductible al Acuerdo de paz. Entre otras cosas, porque en el caso del Acuerdo se está en presencia de un programa en búsqueda de la superación de la confrontación armada y en el caso del programa progresista lo que hay es un programa de gobierno, con alcances y temáticas más amplias. El programa de Petro posee una manifestación de compromiso con la implementación integral del Acuerdo de paz, aunque a mi juicio sin explorar suficientemente las posibilidades que él brinda y sin reconocer suficientemente y en forma explícita toda su potencialidad. Aún está por verse cómo de manera específica y concreta un probable gobierno progresista implementa el Acuerdo celebrado en La Habana. El diseño del Plan Nacional de Desarrollo, que según la Constitución debe incorporar un capítulo específico de la implementación (incluida su financiación), dará luces sobre el compromiso real del nuevo gobierno con la implementación del Acuerdo de paz. Por lo pronto debe afirmarse que la opción progresista que hoy ha llegado al gobierno en Colombia descansa también sobre las nuevas condiciones políticas provistas por el Acuerdo de paz. Y que, a diferencia de sus propuestas programáticas, tiene en el Acuerdo compromisos ya asumidos -al menos formalmente- por el Estado colombiano, que están a la espera de ser cumplidos; no requieren negociación alguna.
¿Las últimas elecciones presidenciales en Argentina, Bolivia, Perú, México, Honduras y Chile, ganadas por candidatos progresistas, unidas a las posibilidades concretas de elección de candidatos del mismo perfil este año en Colombia y Brasil, pueden interpretarse como el inicio de un nuevo ciclo en América Latina? ¿Qué puede significar esta nueva correlación de fuerzas en el fortalecimiento político de este bloque del sur en la geopolítica de la región?
La caracterización de los procesos en Nuestra América con base en la existencia de “ciclos políticos” presume un problemático enfoque que “naturaliza” la trayectoria de los procesos políticos. Aunque a primera vista, con base en resultados electorales, pareciera constatable la existencia de un ciclo, considero que ese enfoque supone un movimiento oscilante de procesos sociales que sugiere que a la fase de inicio le sigue la expansión y el auge y luego la fase de la crisis y la depresión, como se ha formulado en la teoría del “ciclo económico”. Prefiero afirmar que el curso del proceso político está marcado por el conflicto social y de clase y en ese sentido es expresivo de una intensa y continua disputa, que no descarta la contingencia. Lo que hemos visto en la Región ha sido la disputa por Nuestra América, lo cual incluye la disputa geopolítica y la interpelación (o no) de la posición hegemónica de los Estados Unidos. Los gobiernos de contenidos nacional-populares y progresistas de la primera década de este siglo (extendidos en algunos casos más allá del segundo lustro), junto con Cuba, mostraron desde el punto de vista conceptual, de sus visiones programáticas y de sus ejecutorias un proyecto de integración; reivindicaron en algunos casos la idea de “Patria grande” y exhibieron rasgos claramente antiimperialistas; buscaron desarrollar incluso una institucionalidad propia. Obviamente sus compromisos fueron desiguales y diferenciados; así como los resultados en perspectiva histórica.
Los proyectos progresistas del presente nuestroamericano, vistos de conjunto, son más tenues y borrosos en los propósitos integracionistas y definitivamente sin atisbos de antiimperialismo, al menos como lo hemos conocido. Tengo la convicción de que el asunto no es de estilo y de formas, si no de concepción, aunque se puede afirmar que la forma también hace parte del contenido. Aprecio en el progresismo actual -como parte del pragmatismo político- un temor por reconocer líneas de continuidad con el pasado de los primeros lustros de este siglo, especialmente frente a los gobiernos que mostraron más radicalidad. Desde luego que estos se pueden criticar y frente a ellos se pueden guardar distancias. Quienes han gobernado en la Región, además de sus aciertos e incontrovertibles errores, han enfrentado la más aguda resistencia del imperialismo, de las fuerzas de las fuerzas de derecha y del interés capitalista general, con las más variadas estrategias. La contienda política en Nuestra América en las dos primeras décadas ha sido muy aguda e intensa.
Encuentro un progresismo actual en general disciplinado a lo que desde la derecha ha sido la definición de los contornos y los trazos del campo político, y renuente a la elaboración propia de las experiencias vividas. Muy tímido, por ejemplo, frente al significado de la valiosa y compleja experiencia de la revolución cubana; más preocupado por mostrar distancia -sin la necesaria valoración compleja- del proceso venezolano; reivindicando valores democráticos-liberales que siendo válidos, no son suficientes para emprender transformaciones sustantivas de nuestras sociedades. Comprendo, por otra parte, que no hay liderazgos políticos con los alcances de aquellos de la primera década, que fueron fundamentales para hablar de un proyecto político-cultural regional. Los actuales se encuentran más circunscritos a sus respectivos países; no parecen trascender el propio espacio nacional-estatal. Desde luego en este punto también hay excepciones y matices. Los advierto sobre todo en la política exterior del actual gobierno de México, de López Obrador.
La anterior no me impide afirmar que una mirada al campo político nuestroamericano actual, cuando esta se hace desde los gobiernos, muestra que hay un debilitamiento de los proyectos políticos de la derecha, lo cual debe llevar a consideraciones sobre un momento geopolítico diferente. Aún está por verse, si tal momento conduce a un renacimiento con fuerza de una concepción de integración sustentada en la autodeterminación y la soberanía y un cuestionamiento real y material de la hegemonía estadounidense.
En el caso del progresismo de Petro se ha manifestado el propósito de construir consensos regionales en torno al cambio climático, la transición gradual hacia un patrón energético sustentado en energías limpias y la superación en tendencia del extractivismo depredador. Tal pretensión posee un indiscutible significado; hacerla realidad pasa por interpelar a fondo las persistentes relaciones de dependencia, afectar el poder de las empresas trasnacionales, enfrentar las presiones de los organismos multilaterales y confrontar el régimen de acumulación financiarizado que también se sustenta hoy en las economías de extracción. Qué tanto el gobierno de Petro avanza (o puede avanzar) en esa dirección, está por verse.
¿De qué manera puede influir en América Latina la nueva correlación de fuerzas que está surgiendo entre Oriente y Occidente a partir del conflicto en Ucrania?
Aún es prematuro sacar conclusiones sobre la correlación de fuerzas y la situación geopolítica mundial que emergerá tras la guerra en Ucrania. Se trata de un conflicto en pleno desenvolvimiento. Es cierto que se perfilan reacomodos de reconfiguración del orden mundial, especialmente del orden postsoviético pactado con las potencias imperialistas por Gorbachov. Dado el hasta ahora previsible fortalecimiento de la OTAN con su extensión geográfica, la amenaza de la guerra antes que alejarse se fortalece, así como las posibilidades del intervencionismo imperial a futuro. No está clara la posición en la que quedará Rusia, cuyo accionar no puede puede ser leído con una especie de nostalgia bolchevique. Tampoco se ha evidenciado en profundidad el rol del China en la reconfiguración en curso del orden mundial, más allá de que representa una opción de construcción de un nuevo hegemón, hasta ahora con rasgos no asimilables a los de una potencia imperialista clásica. Nuestra Región no parece jugar un papel significativo en ese complejo contexto, más aún cuando no se aprecia un accionar mancomunado y no está por lo pronto en la agenda del progresismo actual un propósito de integración política, económica, social y cultural sobre nuevos presupuestos. Lo que al menos se esperaría es hacer realidad el propósito señalado por la CELAC en su momento fundacional de hacer de Nuestra América un territorio de paz. Pero eso tiene como supuesto que la CELAC viva, lo cual exige decisión, voluntad política y correlación de fuerzas para que ello sea posible. Lo mismo puede decirse de la situación de Unasur.
1 Realizada por ComunicaSul y publicada originalmente en portugués el 7 de julio de 2022 con el título: Colômbia: cientista político defende integração e soberania contra hegemonia dos EUA. Disponible en: https://comunicasul.org/colombia-cientista-politico-defende-integracao-e-soberania-contra-hegemonia-dos-eua/