
Jorge Gantiva Silva
Filósofo
Universidad Nacional de Colombia
Profesor Titular
Universidad del Tolima
No se detiene el viento con las manos
Séneca
Porque no hay nada más peligroso que las ilusiones
Lenin
“Soldado advertido no muere en guerra”
Nadie sensato puede imaginarse una derecha sentada en su sillón esperando a Godot. Las derechas no descansan, no tienen ni paz, ni tranquilidad. Destruyen procesos emancipatorios (nazifascismo), desatan carnicerías (guerras civiles y cataclismos mundiales), establecen el “Estado de Excepción permanente” como lógica, estrategia y sistema del capital. Desde la revolución francesa hasta nuestros días no han hecho sino desbaratar la idea de la emancipación e impedir la marcha libre y autónoma de los pueblos y de los trabajadores. Se han valido de todas las formas abiertas y encubiertas, violentas y cínicas para imponer los regímenes de terror, los poderes reaccionarios, las contrarrevoluciones, los imperios y las dictaduras. En América Latina es ya conocida la historia de despojo, invasiones y violencia. Con todo, los pueblos no han cesado de resistir y luchar por su liberación. El Imperio/capital recompone su lógica de dominación, tolera en el marco de su dominio ciertos cambios para maquillar su sistema de acumulación, devasta el cambio cuando desafía su estructura dominante; y mucho menos acepta que la transformación toque el modelo económico y político. Esta ha sido la constante en la experiencia de los gobiernos progresistas de América Latina y España. En Madrid no se tocan la monarquía, ni los presupuestos de guerra, ni la participación en el conflicto en Ucrania, ni el poder de los magnates españoles. En el primer ciclo del progresismo sólo alcanzaron algunas conquistas en el marco del capitalismo y del poder imperial. Esta tendencia histórica está signada por el dominio del Imperio/capital y la hegemonía granburguesa. Evidentemente se trata de la poderosa lucha de clases que tantos los liberales como la mayoría de los progresistas niegan en las sociedades contemporáneas. El desdeño e indiferencia respecto de la validez de este principio histórico conlleva desvaríos, derrotas e ilusiones que trastocan los procesos del cambio democrático. Son conocidos las experiencias de América Latina, el imperio impone bloqueos, desencadena golpes de Estado, orquesta invasiones, establece sanciones y organiza la desestabilización de los gobiernos no afectos a su política imperial, amén de las desapariciones y las violaciones contra la vida, la naturaleza, el trabajo y la dignidad de los pueblos.
Los gobiernos progresistas de América Latina juegan una “segunda partida” en medio de una mayor debilidad y el espectro de la “tormenta perfecta” de crisis mundial, pobreza, desigualdad y el chantaje imperial. Colombia no escapa a esta ley de la historia. Un país de larga trayectoria reaccionaria, violento, de rancio conservadurismo y larga experiencia contrainsurgente, ha sido reacio a emprender grandes transformaciones histórico-sociales. Ni la reforma democrática de los artesanos, ni el liberalismo social de Uribe Uribe y Gaitán, ni los alcances del constitucionalismo social, ni los acuerdos de paz han convencido a la oligarquía y al imperio para respetar y reconocer el inmenso anhelo de los colombianos de alcanzar la democracia social, el bienestar, la soberanía y la justicia social. Las reformas sociales propuestas por el gobierno de Gustavo Petro buscan desatar los nudos de la desigualdad y la injusticia; sin embargo, no logran modificar sustancialmente las estructuras de explotación y dominación que sustentan dichos sistemas. Basta el anuncio de algunas de ellas, para que la oligarquía y la oposición de derechas se aferren a sus monopolios y generen la ola de desestabilización y miedo; no aceptan ni siquiera cambios parciales; por el contrario, arman la matriz del “neocomunismo”, el pánico social, la guerra civil y las consabidas consignas de desprestigio, odio y mentiras. Para el progresismo colombiano estos momentos significan su “bautizo” o mejor el inicio de su curso de “primero de primaria” de acoso sistemático, sabotaje, campañas de odio y desinformación a la usanza de la experiencia de los gobiernos progresistas del primer ciclo. Ahora bien, son diversos los reparos en relación con su proyecto político: el tipo de alianzas políticas con sectores reaccionarios y desleales que ya “sacaron las uñas”, el estilo de gobernabilidad (caudillismo), la precariedad del proyecto político (debilidades del Pacto Histórico), la falta de pedagogía política, las comunicacionales y las fragilidades del movimiento sindical y social.
A la luz de las dos décadas transcurridas de los progresismos en América Latina revelan las inconsistencias, ambigüedades y contradicciones. El inicio del segundo ciclo no es nada halagüeño. Los gobiernos de Chile, Argentina y Perú comenzaron con el pie izquierdo. No solo por la “impopularidad” de sus gobiernos, sino el vertiginoso proceso de desilusión popular. Argentina sigue sumida en la profunda crisis económica, no logra una credibilidad del gobierno peronista. Lo de Perú es la prueba fehaciente de que el Imperio/capital está al frente de los golpes de Estado y no admite traspasar los límites de su hegemonía. Con cierta relevancia, López Obrador defiende una política exterior independiente, se opone al bloqueo a Cuba y rechaza la participación en la guerra internacional, respeta los protocolos internacionales en defensa de los derechos humanos, mantiene los sobrevivientes logros sociales que durante décadas los gobiernos anteriores imperialistas y neoliberales quisieron eliminar; además tiene un compromiso muy activo en el proceso de paz en Colombia que adelanta en México el ELN y el gobierno nacional. En su conjunto, es imprevisible aún el cauce que tomarán las corrientes renovadoras en América Latina. Sobre su horizonte se cierne la sombra de la “tormenta perfecta” que amenaza al mundo: la crisis económica y climática, la guerra internacional, el despotismo imperial de USA, las migraciones, el autoritarismo y la desigualdad. Para los progresismos será fundamental saber leer la crisis epocal del capitalismo y enfrentar mancomunadamente como bloque regional independiente las tendencias de la devastación y de la barbarie (Luis Arizmendi). En particular, la clave estratégica será redefinir las posibilidades de construir una línea de hegemonía popular que sustente los alcances del cambio, maneje la intensidad de los conflictos y la superación de las adversidades y acechanzas de adversarios y “amigos” desleales. En este sentido, el dilema se tornará más agudo: o avanzará la profundización de las reformas o se quedará en la contemporización con el Establecimiento. El proverbio popular lo dice todo: “Soldado prevenido no muere en guerra”.
Nadie sensato puede imaginarse una derecha sentada en su sillón esperando a Godot. Las derechas no descansan, no tienen ni paz, ni tranquilidad. Destruyen procesos emancipatorios (nazifascismo), desatan carnicerías (guerras civiles y cataclismos mundiales), establecen el “Estado de Excepción permanente” como lógica, estrategia y sistema del capital. Desde la revolución francesa hasta nuestros días no han hecho sino desbaratar la idea de la emancipación e impedir la marcha libre y autónoma de los pueblos y de los trabajadores. Se han valido de todas las formas abiertas y encubiertas, violentas y cínicas para imponer los regímenes de terror, los poderes reaccionarios, las contrarrevoluciones, los imperios y las dictaduras.
¡Es la ideología, estúpido!
Las derechas han recurrido históricamente a la descalificación del pensamiento crítico y en general lo asocian con la ideología de las izquierdas y propenden su descrédito para desarmar los espíritus, silenciar y demoler las fuerzas contrarias que luchan contra el régimen del capital. Así desprecien la ideología no dejan de usarla para fortalecer el statu quo, erosionar la potencia del sujeto y desvirtuar el sentido de la creación del mundo de la vida, del trabajo, del conocimiento y de la subjetividad. Con frecuencia, a los promotores, creadores y difusores de las visiones de mundo, de las expresiones culturales, de las prácticas alternativas de saber y de las formas simbólicas y culturales, se les trata con recelo e indiferencia, y pretenden, o bien cooptarlos, o bien subsumirlos en la estrategia del marketing cultural y la “servidumbre voluntaria”. Con el descrédito que las sometió el positivismo burgués, el estructuralismo y las filosofías de la posmodernidad, las ideologías tienen la mala fama de moverse en el mundo de lo “irrazonable”, lo “oscuro”, lo “falso” y lo “anticientífico”. De hecho, se difunde el slogan común de la descalificación de la ideología para desaparecer cualquier búsqueda de la verdad, defensa de los principios y valores de las alternativas anticapitalistas. El capital condena todos los fundamentos, con excepción, su propio fundamento: la acumulación de riquezas. Como si se tratara de un fantasma demoníaco, la democracia y la civilización de Occidente acostumbran a despreciarla y pretenden convertirla en la antagonista de la ciencia y del conocimiento. Su “inutilidad” es la forma como se despoja al Otro de su identidad, resistencia y “sentido común”. En las distintas fases de la historia del capitalismo, la burguesía recurre a las ideologías para encubrir/destruir las luchas, las resistencias y las utopías de los trabajadores y de los pueblos. El fascismo y el neoliberalismo hicieron de modo perversa el trabajo de demolición de la memoria y de la historia, del trabajo, de la naturaleza y de la cultura. La hegemonía del capital apuntala a legitimar la forma ideológica de la “destrucción creativa” y del “trabajo muerto”.
La guerra ideológica permanente del capitalismo cultural hace parte de las disputas por la hegemonía en el contexto de los gobiernos progresistas. Precisamente la propaganda, los medios de comunicación, las redes, los dispositivos educativos y sociales impusieron un código de representación, legitimaron el “orden”, el control, la manipulación, el “lavado de cerebro” y a la fatalidad del Imperio/capital. De manera desvergonzada, el viejo mantra de la neutralidad, la armonía y la conciliación disimula las formas de la explotación, la guerra, la muerte y el aniquilamiento del sujeto. De hecho, la burguesía repudia la ideología precisamente cuando más la necesita para imponer, justificar y reproducir su modo de vida y sentido de libertad. El caso más elocuente es el uso de la “teoría de la lucha de clases” que condena, pero utiliza a las mil maravillas. Zizek recuerda la frase de Warren Buffett, uno de los superricos más poderosos del mundo quien sostiene que “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”. A propósito, Marx decía que él no había inventado la teoría de la lucha de clases; reconocía por el contrario que la burguesía liberal y sus ideólogos la habían inventado y practicado mucho más antes que él. En carta a Joseph Weydemeyer (1852), Marx anotaba que su aporte consistía en haber demostrado que las clases están relacionadas con determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado y que dicha dictadura es un tránsito hacia la abolición de todas las clases sociales y hacia una sociedad sin clases.
¡Es la política, estúpido!
A partir de la contraofensiva mundial del capital y los fracasos del “socialismo real” el eje ideológico ha consistido en desmantelar la teoría de la lucha de clases. En la lucha contra los progresismos, las clases dominantes acuden a este mantra o estribillo para descalificar las posibilidades de adelantar reformas auténticas. Hipócritamente, en la fase del capitalismo transnacional la máquina de muerte ha destruido el “trabajo vivo” de millones de seres humanos, arrasado la naturaleza y eliminando pueblos enteros; para ello se valen de los mantras o consignas de justificación del “orden”, la violencia, la discriminación, la resignación, la fatalidad y la posverdad. La ideología se asienta en la materialidad y en la discursividad de las prácticas sociales y los “sentidos comunes” de la acumulación capitalista. El neoliberalismo como proyecto de despojo y destrucción de la vida y del trabajo se instala como proyecto ideológico para refrendar su poder, mantener la explotación, demoler la consistencia de los oprimidos, destruir/cooptar las culturas populares y liquidar/absorber la creatividad de comunidades, resistencias y alternativas. Sus dispositivos hegemónicos adquieren formas discursivas, prácticas simbólicas y conformismos culturales. En períodos de crisis o momentos de “transición” recurre a multiplicidad de “cánones”, “mantras” y patrones de consenso y aceptación del modo de vida y poder de la hegemonía burguesa. El “capitalismo cultural” refrenda estos delirios delincuenciales y destructivos. Las derechas de América Latina y en Colombia, en particular, gobiernos autoritarios como Uribe, Bolsonaro, Lasso, Vox de Ayuso y PP en España, fundaciones para la libertad de Vargas Llosa, Duque, Macri, mafias y medios de comunicación se mueven en el mundo de la ideología de las derechas, las Fake News, las “posverdades” y el consentimiento del “pensamiento políticamente correcto”.
Sorprende, sin embargo, la confusión de las izquierdas al caer en el delirio neopositivista y pragmático de desvirtuar el papel de las ideologías, de la moral y de las ideas e imponer un régimen de verdad. Los progresismos en general actúan de manera desprevenida y silenciosa en relación con el mundo de las ideologías, el pensamiento y las culturas, esto es, en el ámbito de creación de la hegemonía; y reaccionan de manera negativa y refractaria. Algunas izquierdas se ruborizan o rechazan la centralidad del conflicto de clases como una “conquista” del proyecto social liberal. En Colombia ha sido sistemático su uso para desmoralizar, fraccionar y despojar a las izquierdas de su historia y de su potencia liberadora. Sin rubor las derechas han recurrido a los mantras, ideas y discursos para demoler el espíritu creativo y liberado de los pueblos y señalar la “insensatez de la lucha de clases” que las fuerzas del cambio promueven, señalándolas de producir la polarización, crear la perversidad de la “ideología de género”, difundir la futilidad de las revoluciones y los descalabros de la paz social. Según Zizek “La ‘ideología” es precisamente esta reducción a la simplificada “esencia” que convenientemente olvida el “ruido” de fondo” que proporciona la densidad de su significación real. Una eliminación como esta del “ruido” del fondo” es el mismo centro del sueño utópico”. (Zizek, Viviendo en el final de los tiempos, 2012, p. 20)
Las reformas sociales propuestas por el gobierno de Gustavo Petro buscan desatar los nudos de la desigualdad y la injusticia; sin embargo, no logran modificar sustancialmente las estructuras de explotación y dominación que sustentan dichos sistemas. Basta el anuncio de algunas de ellas, para que la oligarquía y la oposición de derechas se aferren a sus monopolios y generen la ola de desestabilización y miedo; no aceptan ni siquiera cambios parciales; por el contrario, arman la matriz del “neocomunismo”, el pánico social, la guerra civil y las consabidas consignas de desprestigio, odio y mentiras.
¿Qué hacer en tiempos interesantes?
Preguntaron al sabio: “¿Cómo escaparemos
del ardor de las llamas?” Él respondió:
Id directamente hacia el fuego”
Aforismo chino
La pregunta alude a una paradoja vivencial en estos tiempos turbulentos; una suerte de ironía que percibe la catástrofe y convoca a salir del atolladero en el cual se encuentran las perspectivas emancipadoras. La “tormenta perfecta” de la crisis epocal del capitalismo, los límites de los progresismos y las fragilidades de las izquierdas desafían el tiempo histórico. Se abre el horizonte para revelar que la transformación del mundo reclama la política profana, la estrategia liberadora y la fuerza creadora del pueblo y de las comunidades. En el cruce de estos caminos, o si se prefiere en el interregno de estas corrientes y contracorrientes, las fuerzas del cambio del gobierno de Petro enfrentan tres (3) complejas dimensiones críticas que ponen en cuestión su decurso en medio de agudas tensiones y evidentes fragilidades. : i) la incomprensión del tiempo histórico y la potencia liberadora del reconocimiento del antagonismo y su expresión en la lucha de clases ; ii) la carencia de un proyecto cultural y de pensamiento crítico que sustente la hegemonía popular y iii) la ausencia de una estrategia política de transformación liberadora que despierte el “espíritu creativo popular” y la potencia de las comunidades. En este sentido, es preciso admitir como punto de partida el reconocimiento de los acumulados históricos y políticos, los logros del democratismo social y los avances de las experiencias transformadoras en los diversos ámbitos de la creación y de la resistencia: procesos de paz, luchas sociales, propuestas alternativas, saberes y prácticas culturales.
Sobre esta base habrá que disponerse a desplegar el campo de la creación, superar las ambigüedades y confusiones y asumir los retos en los campos del saber, la cultura, la administración, el conocimiento, el poder y la comunicación. Ante esta magnitud de desafíos, tal vez la mayor tentación, será navegar a contracorriente de las ilusiones. Sin caer en el pragmatismo que exaltan tanto las derechas como ciertas izquierdas, habrá que entender la política en el gobierno del cambio como un campo de batallas, disputas de sentidos y creaciones alternativas en medio de las borrascosas tormentas que suscita enfrentar el neoliberalismo y la oligarquía transnacional y hacendataria. En esta perspectiva no hay batalla por pequeña que sea que no tenga toda su validez y significación para consolidar la estrategia del cambio. Como dice Walter Benjamin “hay salvación en los pequeños saltos”, siempre y cuando tengamos conciencia de que vivimos “la catástrofe continua” del Imperio/capital. O como plantea Zizek no hay otra forma de librarnos del opresor/destructor, sino sobre la base de organizar el “contragolpe”.
Sin caer en el pragmatismo que exaltan tanto las derechas como ciertas izquierdas, habrá que entender la política en el gobierno del cambio como un campo de batallas, disputas de sentidos y creaciones alternativas en medio de las borrascosas tormentas que suscita enfrentar el neoliberalismo y la oligarquía transnacional y hacendataria. En esta perspectiva no hay batalla por pequeña que sea que no tenga toda su validez y significación para consolidar la estrategia del cambio.
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