Antonio Negri
Filósofo italiano
En las últimas semanas el presidente Gustavo Petro ha planteado la necesidad de una asamblea constituyente, en respuesta a los obstáculos que se han presentado en el trámite de las reformas sociales del llamado Gobierno del Cambio, iniciativa que se ha calificado luego como el inicio de un proceso constituyente. Las reacciones han sido múltiples, pero la mayoría de ellas centradas en la inviabilidad de esa iniciativa frente a los requerimientos exigidos por la Constitución Política de 1991, e inclusive algunas han llegado a sugerir que está inspirada en las elaboraciones teórico-políticas de Antonio Negri. Por esta razón, consideramos pertinente y oportuno presentar a los lectores de nuestra Revista las consideraciones que hace justamente diez años (2014) formuló Antonio Negri en el Prefacio a la nueva edición en español de su significativa obra Il Potere costituente, publicada por primera vez en italiano en 1992. El texto que publicamos está disponible de manera abierta en la página web de Editorial Traficantes de Sueños, por lo cual no existen limitaciones para su utilización, siempre y cuando se mencione su origen, como expresamente lo estamos haciendo. Como se podrá apreciar, se trata de un ensayo de profunda significación teórico-política y filosófica, que busca situar la cuestión en el horizonte de la posmodernidad, entendida como superación del orden capitalista, que seguramente permitirá situar de una mejor manera el entendimiento del proceso lanzado por el presidente Petro, para quizás apreciarlo más allá de la perspectiva institucionalista de claro corte jurídico, enraizada en los valores propios del orden capitalista asociados a la democracia representativa y al pueblo como categoría central del Estado nacional.
Texto del Prefacio de Antonio Negri
En este libro he recorrido el desarrollo del poder constituyente en la modernidad occidental, a partir de su origen maquiaveliano, a través de las Revoluciones Inglesa, Americana y Francesa de los siglos XVII y XVIII y de la Revolución Rusa del siglo XX. El tema desarrollado en él consistía en el intento de mostrar que el poder constituyente era siempre invención de contenidos, realización de finalidades, «plenitud» de voluntades, mostraba el poder constituyente como potencia productiva de una forma Estado democrática en Maquiavelo; como capacidad de representación (fundamentada de manera clasista) en la Revolución Inglesa; como modelo de un constitucionalismo expansivo en el proyecto estadounidense; como fundación de una democracia igualitaria en la Revolución Francesa y, por último, como reorganización del concepto mismo de democracia y realización de una utopía del común en la Revolución Rusa. El libro fue escrito en la década de 1980, la primera edición italiana es de 1992 y luego aparecieron las ediciones francesa, inglesa y española (esta última realmente deficiente). Treinta años después, este libro no parece viejo: los libros envejecen cuando el concepto ha perdido toda referencia a la realidad. Para ser más exactos, el libro habría dejado de ser útil si el «poder constituyente» hubiera olvidado el dispositivo que le caracterizara originariamente, a saber: ser motor de renovación, no tanto del orden político como del orden social, es decir, ser una potencia innovadora que emancipa a los ciudadanos de la miseria económica y de la superstición política. Ese olvido no se ha producido. Hacer olvidar los contenidos progresivos del origen es algo que corresponde más bien a los reaccionarios. Para ellos, el poder constituyente es solo una función «excepcional» de poder de mando, un signo de violencia fundadora. Arché es, para ellos, desde tiempo inmemorial, «inicio» y «poder de mando», inseparables, confusos y mezclados, incondicionados. Para Carl Schmitt, el poder constituyente es lisa y llanamente «poder de excepción», poder que genera poder y que ha perdido toda referencia a contenidos de emancipación. Por el contrario, el poder constituyente consiste, como hemos sostenido, en la capacidad de instaurar un ordenamiento de libertad e igualdad, haciendo de ese fundamento pasional e ideal una máquina multitudinaria, esto es, un dispositivo de composición de la multiplicidad encaminado a la creación de instituciones comunes. Relativizada la cuestión de la obsolescencia del concepto, preguntémonos más bien si la historia reciente nos ha ofrecido integraciones de su figura dignas de consideración. En efecto, el último caso constituyente que el libro que comentamos aborda es el soviético, hace casi un siglo. Después, ¿de qué formas, con qué funciones originales se ha presentado –si ha vuelto a presentarse– en la historia política y en la marcha de la libertad un «poder constituyente»?
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Pero antes de avanzar en la eventual redefinición de poder constituyente, repasemos (porque siempre renace y vuelve a presentarse) la clásica definición schmittiana del poder constituyente. Sabemos cómo Carl Schmitt consideraba el poder constituyente: como decisión que funda la posibilidad misma de un ordenamiento jurídico, en su fieri [hacerse], y al mismo tiempo como enfrentamiento con el enemigo, sobredeterminando el poder constituyente en un acto de guerra que lo traduce en una acción dotada de un máximo de facticidad, arrojada en el ordenamiento jurídico como inmanencia absoluta. Esa inmanencia es tan profunda que a primera vista se echa en falta la relación misma entre poder constituyente y poder constituido: el poder constituyente presenta la naturaleza de un poder originario o de un contrapoder absoluto, como potencia ciertamente determinada históricamente, pero, al mismo tiempo, despojada desde el principio de toda trama existencial e instalada en las determinaciones abstractas del acontecimiento puro y de la violencia. El poder constituyente es un acontecimiento voluntario absoluto. Aquí la historicidad misma de la forma Estado se da en la figura del poder soberano, mientras que la fundación de la soberanía es sencillamente la repetición o la sobredeterminación irracional de una soberanía de hecho, dada, necesaria, siempre igual a sí misma. De esta suerte, el poder constituyente es representado, desde el punto de vista de los contenidos, como el vacío o, si se quiere, como lo «teológico-político» en acto: paulinamente, como la fuerza opuesta al Anticristo. La definición schmittiana ha tenido una gran difusión e importancia. Su definición extremista parecía cortar el nudo aporético que el concepto jurídico de poder constituyente presentaba para los juristas: según la definición de Burdeau, «el estudio del poder constituyente presentaba desde el punto de vista jurídico una dificultad excepcional que atañe a la naturaleza híbrida de este poder […] la potencia que el poder constituyente oculta se muestra rebelde a una integración en un sistema jerarquizado de normas y de competencias […] el poder constituyente resulta siempre ajeno al derecho». Por otra parte, partiendo de esta aporía, recordemos el esquema antinómico con el que el poder constituyente fue estudiado en la tradición decimonónica del derecho público alemán. Por un lado, Georg Jellinek, para el cual el poder constituyente resulta de lo empírico-facticio del proceso histórico como producción normativa –instituyente– que permanece «externa» al derecho constituido. Por el otro, Hans Kelsen, donde el poder constituyente es absorbido kantianamente en la Grundnorm [norma fundamental] que cualifica el conjunto del sistema y se plantea, in actu, como su omnipotencia y su expansividad. ¡Lástima que esto restituya tan solo un proyecto de la razón kantiano y esquemático! Ahora bien, teniendo en cuenta esta situación no resuelta del problema, insistamos en el hecho de que es lógicamente erróneo escapar de su contradictoriedad a través de la vacuidad de la definición schmittiana. Como siempre ocurre en el pensamiento reaccionario, Schmitt elimina todo contenido para mantener intacta (y por ende autorizada y justificada) la violencia de la acción soberana.
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En cambio, ¿cómo se plantea el poder constituyente, más allá del modelo moderno, esto es, en la posmodernidad? Indiquemos aquí a continuación algunas características problemáticas que subyacen a ese cuestionamiento. a) En la posmodernidad, por encima de todo hay que tener en consideración la radical modificación (de colocación) de la dimensión jurídico-administrativa respecto a la organización económica de la sociedad, impuesta por el capitalismo global. La sociedad ha sido completamente absorbida en la organización económica y en el poder de mando del capital: esto es, se ha «realizado» la «subsunción» de la sociedad en el capital, cuyas figuras son esencialmente las del capital financiero, que domina y reorganiza la división del trabajo en el plano global, construye la ganancia sobre el trabajo material e inmaterial de la «fábrica social» y extrae renta de la producción-reproducción de la vida y de la comunicación-circulación de los valores. El dinero es su poder constituyente, la forma en la que domina el «común productivo», se apropia de él y lo hace funcional a la explotación y a su jerarquización. b) Desde esta perspectiva, los conceptos de fuerza de trabajo global y de ciudadanía se superponen hasta tal punto que asistimos a una transfiguración biopolítica de la organización social y del poder. Ahora bien, esta inmersión del trabajo vivo en la constitución de la subjetividad política plantea un virtual antagonismo en la raíz de toda realidad institucional, una dialéctica dual y profunda que implica al mismo tiempo la condición social y la condición política. En el biopoder capitalista –como veremos más tarde– capital y trabajo vivo se enfrentan siempre, se incluyen y se excluyen: esta es la lucha a cuyo través la democracia se afirma. c) En tercer lugar, la construcción del mercado global y el relativo debilitamiento de la efectividad del Estado-nación atenúan la autonomía constitucional del Estado soberano y le imponen una progresiva homogeneización en el plano global. Esta transición es (en el interior y en el exterior del Estado-nación) conducida a través de las figuras y las dinámicas de la governance. Estas, en primer lugar, atenúan la relación entre generalidad abstracta de la ley / supremacía de la constitución y –por otra parte– la Administración; y, en segundo lugar, instituyen esta relación atenuada dentro de los movimientos globales del mercado. Dinero y governance global se entrelazan y construyen la sociedad jurídica del capitalismo maduro en el plano global. Es evidente que en esta condición muestra también definitivamente su inconsistencia la mera reminiscencia de una concepción à la Schmitt del poder constituyente. Esta última estaba pensada para la modernidad, para el Estado-nación, estaba pensada para una estructura del derecho público europeo que contemplaba la supremacía del soberano y de su ley como algo insuperable («el Estado de derecho»): aquí, por el contrario, mediante la combinación de las diferentes figuras del derecho en la posmodernidad, nos encontramos, de manera clara y rotunda, ante un «común» institucionalizado y roto por la dialéctica entre dinero del poder de mando y trabajo vivo productivo. Llegados a este punto, la búsqueda de una nueva definición del poder constituyente no puede dejar de hacer hincapié en los contenidos/fuerzas dialécticas de la relación de poder. En esta situación, el concepto mismo de poder constituyente, tal y como se plantea en la tradición jurídica de la modernidad, como potencia originaria e incondicionada, entra en crisis. Su inmanencia está completamente inmersa en la dinámica material de las transformaciones constitucionales y en la condicionalidad histórica. Desde esta perspectiva, cuando se habla de poder constituyente se habla inmediatamente de deconstrucción de las ordenaciones formales de las constituciones existentes y de producción normativa simultánea en la relación que vincula la acción destitutiva con la institutiva de un nuevo ordenamiento. La governance se plantea normalmente dentro de este espacio y se caracteriza como función productiva de un sistema abierto.
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Dada esta situación, puede parecer que una concepción «instituyente» puede ser considerada fundamental y central. Preguntémonos sin embargo si, dada esta escena, una concepción «institucionalista» del poder constituyente –moderna– puede ser recuperada y hacerse operativa. La cuestión es oportuna, pero la respuesta es negativa. Produciendo una definición instituyente del poder constituyente, como un pleno productivo de derechos contra el vacío de la afirmación de un puro poder de decisión, la teoría jurídica de los siglos XIX y XX hacía hincapié en las posibles dinámicas internas, que continuamente conformaron el derecho público y la Constitución. Se trata de las corrientes institucionalistas, cuya eficacia se desarrolla desde la década de 1920 hasta el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Entendiendo la lucha de clases como tejido de toda mediación social, las concepciones institucionales del derecho constitucional y público permitieron a veces organizar el encuentro de los «dos reformismos» –como a menudo les ha sido reconocido–, a saber: de las instancias reformistas que emanaban de las fuerzas políticas del trabajo y de las capitalistas, conforme a una línea «progresista», encaminada a establecer en su momento nuevas formas y constituciones de la reproducción de la sociedad. El antifascismo democrático en la década de 1930 y durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial se batió en estos campos. Las Constituciones francesa, italiana y alemana de la década de 1940 son sus ejemplos más destacados. Considérese además la semejanza y tal vez la homogeneidad de este trabajo institucionalista sobre el derecho constitucional con las políticas keynesianas de desarrollo y con el propio modelo rooseveltiano del New Deal. El modelo económico del capitalismo socialdemócrata y reformista es construido precisamente mediante una orquestación jurídica de tipo institucionalista: el derecho privado da origen al derecho del trabajo y de sociedades; el derecho público organiza los derechos del welfare, etc. Sin embargo, el institucionalismo moderno (aunque profundamente reformado) ha mostrado su insuficiencia frente a la crisis y las transformaciones del sistema capitalista (tanto en su forma liberal como en su forma socialista, esto es, en el tránsito más allá de la modernidad). Lo advierten, aunque sin la capacidad de proponer alternativas, autores contemporáneos. En particular, vale la pena recordar la crítica de Giorgio Agamben, quien, ante la crisis, considera que el poder constituyente se ve inevitablemente atraído y despotenciado por el sistema del biopoder y por ende se torna incapaz de ser expresión radical de innovación social. Por otra parte, siempre ante la crisis, Balibar considera que toda figura de poder constituyente como plenitud productiva es frágil e ilusoria, mientras que su potencia se ve anulada frente a la formación del capital financiero y a sus dimensiones globales. A su modo de ver, la reivindicación de una potencia originaria del poder queda reducida a una figura ética (una de las dos fuentes de la creatividad moral, tal y como la consideraba Bergson). Estas críticas reflejan la confusión actual y la presumible inadecuación de la consistencia del concepto de poder constituyente cuando este, en su figura socialdemócrata, reformista y de modelo institucionalista, se mide con la eficacia del biopoder en una fase de «subsunción real» de la sociedad en el capital. Sin embargo, cuando estas críticas achatan el poder constituyente, a menudo niegan también la resistencia de las subjetividades que entran en juego y su siempre virtual, pero no menos efectiva, capacidad de insurgencia. Por tal motivo terminan siendo «síntomas de la época» antes que soluciones del problema que plantean la productividad de los movimientos, la acumulación y la subjetivación de las pasiones y los deseos de las subjetividades.
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Así, pues, ¿cómo empezar de nuevo a hablar de poder constituyente tras haber marcado las distancias de toda concepción moderna? El camino más útil parece consistir en leer y analizar las «formas de lucha» (que tienden a darse como «formas de vida») a partir del final de la Guerra Fría y en particular de las inventadas a partir de 2011 en las experiencias de los Occupy y de los indignados del 15M. Pero antes de hacerlo, reanudemos el discurso a partir del extraordinario terreno de experimentación que ha sido América Latina en estos últimos treinta años. a) En América Latina, el poder constituyente no se ha dado solo como movimiento singular de levantamiento, insurrección y toma del poder por parte de multitudes o, si se quiere, de las fuerzas populares, encaminado a transformarse en Constitución, sino que se ha presentado más bien como una continuidad de operaciones de renovación. Luego se ha prolongado en el tiempo a través de iniciativas constitucionales sucesivas. El poder constituyente no parece haber renunciado aquí a representaciones simbólicas o a la exaltación de insurgencias temporales singulares (que permanecen vivas como narraciones), sino que parece haber preferido configurarse más bien como una potencia constituyente que se realiza en los tiempos (largos o breves) de un proceso más o menos radical y no obstante continuo. b) La acción económica y la política han avanzado juntas, se han hibridado continuamente. A diferencia del modo en que el poder constituyente se configuró en la modernidad –esto es, como momento de «autonomía de lo político», traducido en la fuerza jurisdiccional de las Constituciones–, las teorías y las prácticas de los procesos constituyentes, en la experiencia latinoamericana, han visto cómo el proyecto de la autonomía de lo político se doblega a las teorías y las prácticas de una «ontología de la liberación» social: del racismo, de las permanencias coloniales así como de las figuras del dominio capitalista particularmente indecentes (los reiterados golpes de Estado, la devastación de los derechos humanos…). El deseo de participación económica y de decisión biopolítica se han recompuesto con fuerza, ofreciendo por ende características nuevas al concepto de poder constituyente y destruyendo en ocasiones su definición moderna originaria –que consideraba exclusivos los «derechos humanos»– mientras que aquí predominan los «derechos sociales». c) Hubo además la tentativa difusa (solo parcialmente lograda) de construir instituciones del poder constituyente no como efecto de un poder constitucional central y de una Administración centralizada, sino como producto de una vasta pluralidad de iniciativas políticas y de reconocimiento de subjetivaciones plurales. Allí donde tales proyectos se han realizado, el poder constituyente ha revelado tal vez una naturaleza nueva y más profunda: la de ser una germinación difusa y multitudinaria del deseo de libertad e igualdad.
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Ahora, los distintos elementos son recuperados por los movimientos que han nacido y se han desarrollado desde 2011 en adelante; a saber: 1. el poder constituyente como continuidad, como motor de una acción progresiva de transformación; 2. el poder constituyente como acción de ruptura de la «autonomía de lo político» y, frente a esta, como iniciativa de conmixtión íntima de lo político y lo social; 3. el poder constituyente, por último, como promoción y constitucionalización de un vasto pluralismo. Pero esta tabla de mecanismos, que ya se puso de manifiesto en la experiencia de América Latina, se ve completada/profundizada, por así decirlo, en las experiencias posteriores a 2011. En particular, Ad 1) El poder constituyente como continuidad profundiza su concepto en la inmersión biopolítica. El contenido de la potencia constitucional es la vida. No solo se exige welfare, no se discute tan solo de la expansión del salario a los costes de la reproducción social, sino que se quiere el reconocimiento de que la vida entera se ha tornado en sujeto de explotación y de extracción de plustrabajo: la reivindicación de derechos y de participación política se basa en este reconocimiento. De esta suerte, la acción constituyente se mide conforme a una continuidad temporal que es también una extensión social (de las necesidades, de los deseos…). Esta última se enfrenta a la governance y por ende se articula democráticamente hasta donde sea posible; después una reacción conflictiva, allí donde la governance no consigue efectos adecuados, es siempre posible y aconsejable (véanse los movimientos actuales en Brasil). Ad 2) El poder constituyente como acción de ruptura de la autonomía de lo político y, frente a esta, como conmixtión de lo político y lo social, profundiza su acción propia en la lucha contra la propiedad privada en su forma actual: el poder financiero. Ahora bien, ¿qué significa realmente «producir fuerza constituyente» [costituenza] múltiple y dirigida contra la hegemonía de la propiedad privada? No puede significar sino construir «común», reapropiarse de bienes comunes y construir welfare, constituyendo instituciones de la multitud, esto es, instituciones de las singularidades productivas que se disponen en la cooperación para producir riqueza y para reproducir condiciones de libertad e igualdad. Está claro que, atacando la propiedad privada e insistiendo en la cooperación y en el común como alma del proyecto constituyente, no se da a entender la negativa a que todo trabajador o todo ciudadano pueda o deba expresar un deseo propietario. Pero si hoy, en la posmodernidad, en las nuevas condiciones de productividad, ese deseo parte de una condición laboral que se da dentro de un ambiente de conexiones y de redes, de servicios y subjetivaciones adecuadas, que constituyen hoy la realidad social del trabajo vivo –y si el trabajo de cada persona solo puede valorizarse cuando coopera con otras singularidades–, entonces el derecho a la propiedad ya no será un derecho que pueda aislarse en la decisión egoísta del lobo que se defiende del lobo, sino que se presentará como una salida de la soledad, como un producir en la cooperación, como un existir en la igualdad y en la solidaridad. El nuevo derecho reconoce la propiedad solo en la dimensión de la solidaridad y del común. Ad 3) El poder constituyente como emergencia de puntos múltiples constituyentes profundiza su propia acción con la exigencia de horizontalidad y de ruptura de toda concepción fetichista del Uno, de la soberanía. Ahora, probablemente el análisis y la experimentación del tema «constituency» tengan que reanudarse a partir de aquí. El poder constituyente tiene que medirse con el pluralismo multitudinario. Esto significa que el concepto de «pueblo», de «nación», han de ser sometidos a crítica, a la crítica del Uno que, progresivamente y cada vez con mayor intensidad, se ha situado hoy en el centro del pensamiento democrático. A esto se agrega que el poder constituyente solo puede ser pensado como creador de un nuevo dispositivo de representación y/o participación; en efecto, la idea y la práctica de la representación burguesas están hoy tan mistificadas y obsoletas que han de ser recompuestas frente a las nuevas condiciones del saber y de la comunicación, y contra las censuras y las limitaciones que fundan el biopoder capitalista sobre la superstición y la ignorancia.
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Frente a las críticas al concepto de poder constituyente como potencia de deconstrucción y de constitución, de destitución y de institución, y frente a los ejemplos que hemos dado del continuo resurgimiento de voluntades constituyentes, de fenómenos insurreccionales constituyentes y de nueva actividad constituyente, se hace preciso ahora redefinir el concepto de poder constituyente. A tal objeto podemos ante todo proponer un enfoque metódico definitivo: es imposible determinar, en este mundo posmoderno en el que ya no existe un «afuera», en el que ya no existe posibilidad alguna que pueda ser abstraída de la historicidad presente, una forma de poder constituyente que se proponga como vaciedad de determinación, como evacuación de contenidos. Cuando solo hay «dentro» no puede haber un poder constituyente «vacío»: la acción ético-política o jurídico-estatal tiene siempre un sentido determinado, es decir, se topa siempre con singularidades, una resistencia, vive en la inmanencia y por ende no puede configurar ninguna transcendencia, no puede darse como «excepción». También el acontecimiento es siempre determinado, en la situación actual, en la condición posmoderna, donde la subsunción capitalista de la sociedad y la acción de los biopoderes se dan frente a una relación productiva que es, al mismo tiempo, globalmente inclusiva y absolutamente excedente. Probablemente haya que recordar aquí de nuevo que el capital es concepto y realidad de una relación: teóricamente, sin trabajo vivo no hay explotación y, muy concretamente, si el trabajo vivo se abstiene de dejarse explotar, se anula la secuencia plusvalor-beneficio; de esta suerte, sin la autonomía relativa del trabajo vivo ni siquiera hay capitalismo, sobre todo cuando el trabajo vivo se torna cognitivo, y por ende se reapropia relativamente de las condiciones de la producción. En estas circunstancias la relación de capital, la relación que constituye el capital, se torna cada vez más dualista. Asimismo, asumimos aquí la definición foucaultiana del poder como «acción sobre la acción de otro». Por lo tanto, el concepto de poder constituyente ha de ser reelaborado partiendo no de la excepción sino de la excedencia. Allí donde «excepción» como fundamento y governance como procedimiento ya no pueden convivir (la excepción normativa solo puede darse en una situación en la que la norma se presente como general y abstracta y por ende «fuera» de –transcendente sobre– toda procesualidad política concreta), allí las potencias sociales se presentan como máquinas productoras de «excedencia». Por primera vez, más allá de la modernidad, estamos más allá del individualismo posesivo y la reivindicación de derecho ya no se presenta como pretensión, posesión, contrato, sino como exigencia de comunicación, de cooperación y como necesidad de instituciones comunes. La definición del poder constituyente ha superado definitivamente toda imaginación de apropiación egoísta y se ha asentado en una relación de generosidad comunitaria. Las experiencias latinoamericanas y más tarde las «indignadas» han comenzado a mostrarnos que hoy construir derecho quiere decir construir acampadas, y por ende relaciones, redes e instituciones a partir de una experimentación política y afectiva, corpórea y cognitiva, cada vez más abundante de libertad e igualdad. Este parece ser –proyectado en el orden global– el nuevo destino del poder constituyente.
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Dicho esto, está claro que hasta ahora hemos tenido presentes y desarrollado implícitamente los conceptos spinozianos de multitudinis potentia = ius sive potentia [potencia de la multitud = derecho, esto es, potencia] (colectiva) = institución (activa) del común (excedencia), que siguen siendo fundamentales si queremos aferrar en la metafísica moderna una base, una sugerencia para avanzar más allá de lo «teológico-político». Lo importante aquí es que lo político se basa y se articula en la ontología, una ontología humanista donde el ser es potencia. Hoy, en esta época plagada de concepciones negativas y abismalmente irracionales del ser –donde justamente se encuentran Schmitt y Heidegger– insistir en esta dimensión ontológica de la potencia, entender su excedencia productiva es absolutamente fundamental. Así, pues, si queremos asegurar este primer punto, continuar y desarrollar una teoría del poder constituyente, mi opinión es que debemos entender y exaltar su naturaleza subjetiva. Esta conduce a asumir la multitud como proceso de subjetivación, la multitud como sujeto que se desarrolla iuxta sua propria principia [según sus propios principios]. Esto significa plantear la «síntesis de multitud y común» como elemento central para reconstruir hoy una figura de poder constituyente. El desarrollo del concepto de multitud no conduce hacia el Uno, sino hacia un «nosotros» fuertemente subjetivado, dinamiza además el proceso constitutivo del «nosotros», sumergiéndolo en una dimensión temporal. Una dimensión temporal –una temporalidad– que, considerando la totalidad de desidentificación o desunificación que determina el concepto de multitud, puede presentarse como precipitación de acontecimientos y condensación intensiva de historicidad. En estas condiciones viene a plantearse un sujeto común. En tercer lugar, no lo olvidemos nunca, el poder constituyente, como quiera que lo asumamos, es una figura rebelde. Spinoza nos lo describe como una «Jerusalén rebelde». El conflicto que subyace al derecho (como subyace al capital, como subyace al Estado) se muestra aquí con plena intensidad. Del conflicto, el poder constituyente surge como máquina de excedencia subversiva, por la libertad, por el común, por la paz. Permítanme terminar con una cita de mi libro: «Recorriendo la relación entre multitud y potencia, hemos recordado el pensamiento de Maquiavelo; abordando el discurso sobre la distopía constitutiva del común hemos hecho referencia a la metafísica de Spinoza: pues bien, partiendo ahora de la escisión catastrófica de lo político y lo social que nos presenta la metafísica capitalista, es necesario volver a aferrar el punto de vista marxiano. En efecto, corresponde a Marx la insistencia más profunda en la relación o, para ser más exactos, en la interioridad de lo social y lo político, dentro de la corriente materialista y revolucionaria de la metafísica moderna. Y aunque Marx no elaborara aquella teoría del Estado anunciada en El capital, sin embargo –sobre todo en sus escritos económicos– ha identificado el terreno de una crítica de lo político a partir de lo social y ha elaborado algunos prolegómenos fundamentales a toda ciencia futura del poder constituyente. El tema propuesto por Marx es el de la creatividad omniexpansiva del trabajo vivo […] mientras que el poder constituyente había sido definido siempre (en los términos de la modernidad) como un poder extraordinario frente a la legitimidad ordinaria de la Constitución, aquí se elimina todo carácter extraordinario, porque, a través de su reducción a lo social (animado por el trabajo vivo), al poder constituyente se le reconoce la capacidad ordinaria de actuar en términos ontológicos. El poder constituyente es una potencia creativa del ser, es decir, de figuras concretas de lo real, valores, instituciones y lógicas de ordenación de lo real. El poder constituyente constituye la sociedad, identificando lo social y lo político en un nexo ontológico».
Antonio Negri París, 4 de abril de 2014
1 Negri, Antonio. El poder Constituyente. Ed. Traficantes de Sueños. Madrid, 2015.
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